Invidente
Abrí los ojos y no tardé en verla. Estaba ahí, a mi lado en la cama, y su mirada estaba clavada en mí sin siquiera parpadear.
Alzó la mano en un gesto de saludo, pude distinguirlo antes de volver a cerrar los ojos con fuerza. Lo peor que podría haberme ocurrido entonces era despertarme y verla en la oscuridad, estática.
—Buenos días —canturreó, con voz gangosa. No presagiaba nada bueno su tono, estaba de buen humor.
Como una oleada, llegó a mí el motivo de su alegría. Recordé la fecha en la que estábamos.
Mi error había sido no ponerme el antifaz la noche anterior, corrí el riesgo y estuvo mal, el primer intento por desafiarla había fallado. La repugnancia ante su pequeña y deforme figura ascendió a mi garganta lentamente, con una taquicardia repentina, aunque intentaba borrar la impresión de mi cabeza.
—¿Descansaste bien? —inquirió, a mi falta de respuesta—. ¿No vas a felicitarme?
Tuve deseos de dormirme otra vez, mas aspiré y contuve el aire, porque eso sería concederle la victoria. Desentenderme e ignorarla tampoco podría ser jamás una posible solución, no desde el momento en el que era consciente; ese día, me tocaría enfrentarla.
—¿Sabes? Me agradaría que de vez en cuando respondieses. ¿No podrías hacerlo hoy? Es especial para mí.
Lentamente me senté, no sin esfuerzo, teniendo de fondo los quejidos lastimeros de la cama bajo mi peso, que no era escaso. Seguirlo posponiendo habría acabado con todo avance, era entonces o nunca. Sería mi primer gran paso luego de muchísimo tiempo, lo sabía; como sabía que ella, hasta que mi resolución no flaquease, en ningún momento se quedaría tranquila.
Mi imaginación a veces era peor que la misma visión. Sabía que mi cuarto tenía las ventanas cubiertas, sabía que me hallaba sumido en penumbras y, sin embargo, su negruzca figura era notoria, su forma repulsiva y nudosa estaba ahí, junto a mí, mostrando las encías en una sonrisa desdentada mientras, con cada movimiento, bultos se formaban a causa de los huesos bajo su piel de papel. Me había observado toda la noche, esperando a la mañana.
—Opta —la llamé. Mi voz quebradiza, ¿hacía cuánto que no hablaba?
—¿Sí?
—Cállate.
Eso solo la hizo reír, sonaba como cristales rotos.
Me giré hacia un lado y dejé caer mis piernas, dándole la espalda y, cuando terminó de atragantarse con sus carcajadas, pude sentirla caminando en cuatro sobre el colchón. Esa era la rutina. Antes de que me tocase me imaginé el tacto, capaz de traspasar la tela, frío, pegajoso; no decepcionó: sus dedos se adhirieron como ventosas a mi camiseta mientras ascendía.
Contuve las arcadas en el momento en que sus finas piernas, como palillos, quedaron cada una sobre mis hombros. Aunque su cuerpo no era más que un saco de huesos, un sonidito de dolor se me escapó.
Me lo había dicho el doctor, la primera vez que le hablé de ella: jamás sería ligero montar al miedo en tu espalda. Y el tiempo no te acostumbraba.
—Hueles a lata de atún —sentenció. Sentí mi cabello agitarse por su olfateo.
—¿Y tú hueles mejor?
—¿Se supone que yo tengo que oler bien?
Gruñí por lo bajo y la sentí moverse. Tenía un punto.
—¿Por qué no te quedas en casa? —cuestionó, con un susurro a mi oído, cambiando el tema. Era un abreboca, el primer pobre intento de lo que sería todo mi día—. No tendría siquiera que bañarte, acuéstate otra vez.
Su voz se hizo terciopelo, se tornó seductora. Volví a contestarle con un gruñido, pensaba mostrarme resistente, con ese objetivo en mente me levanté, y aunque quise reprimir el gimoteo de esfuerzo, Opta lo escuchó y volvió a reír.
—Tu grasa será lo que acabará contigo —aseguraba con sorna.
Puso, mientras temblaba por la risa, sus manos sobre mis ojos antes de que saliese de mi cuarto, como siempre; al fin y al cabo, era su trabajo: Opta me prohibía despegar mis parpados.
Me dirigí a la puerta e intenté no pensar demasiado cuando puse mi mano sobre la manilla.
Lo primero que olí al salir fue el hedor del cigarrillo de Elisa. Tenía que haber dejado la casa hacía ya mucho tiempo, pero seguía flotando en el aire, junto a su fuerte perfume. Sonaba, aunque muy bajo, el único aparato moderno de la casa: un purificador de oxígeno.
—Esa mujer no se cansa —masculló Opta, que la detestaba.
Llevaba pocos meses viviendo con Elisa, pero gracias a ella estaba ahí de pie. No nos hacíamos preguntas, yo no la conocía realmente, y ella no me exigía nada; pocas veces estaba en casa. Nos encontramos en julio, durante el día de Jacquard, frente al Museo de Circuitos en la plaza mayor; había sido mi último intento por asistir a una exposición de mi trabajo, un intento fracasado que acabó con Opta jalando de mi cabellos para que no entrase y gritándome al oído lo inútil que era cuando estaba cubriendo mi rostro en las escaleras de la entrada, ella me tiraba de las orejas.
Elisa olía a cigarrillos y olía a perfume barato, pero Elisa no olía a miedo cuando se sentó a mi lado y empezó a hablarme. Y me habló de su opinión sobre la exposición y, sin saber quién era yo, expresó todo su odio por mi trabajo: desde la primera prótesis que había hecho hasta el último ojo sintético; desde el primer prototipo del sistema, hasta el último.
Opta la detestaba porque no podía tocarla y decía que debía estar loca: solo los locos eran inmunes al terror, a su criterio. Solo los locos formaban partes de resistencias.
—La leche está cortada —interrumpió el hilo de mis pensamientos, de golpe, cuando abrí la puerta de la nevera.
—¿Y te importa? —mascullé, rascándome la barba, con tedio. ¿Hasta el desayuno iba a dañarme?
—¡Y me importa! —afirmó—. Si somos uno, me importa. Come otra cosa, ¿quieres que en un día tan importante me de una indigestión?
—Quiero que hagas silencio.
—Sigue intentándolo, campeón —palmeó mi mejilla.
Pero ella tenía toda la razón, la leche estaba cortada y, aparte de medio limón, no había mucho más en la nevera. Elisa detestaba la comida deshidratada, complicando así el conseguir alimento. Arrugué la expresión y me eché hacia atrás, ¿qué haría?
—¿Volvemos al cuarto?
Inhalé con fuerza. No, eso no pasaría: salí de casa sin ducharme, afeitarme o desayunar, poniéndome un abrigo con esfuerzo pues a Opta no le gustaba moverse una vez instalada; todo en un arrebato tras cerrar de golpe el refrigerador. De haberlo pensado mucho, simplemente no lo habría hecho.
Tenía que recorrer, a pie, el camino que me separaba del centro y el acto de conmemoración, el acto en el que se honraba a las grandes mentes, a la masacre y a los hechos que me hicieron cerrar los ojos.
Era el cumpleaños de Opta, el mismo día en que se puso en marcha el sistema de salud que yo había inventado.
El humo me abofeteó y tosí. La polución era lo primero que te topabas al poner un pie fuera de casa, amenazante, y en mi mente pude ver nuestra cúpula grisácea de nubes, encerrándonos a todos. Añoré el purificador.
No debía haber nadie cerca, nunca lo había, pues no era buena zona: nunca sería buena zona aquella en la que, tímidamente, creciesen algunas plantas entre las grietas del suelo o las paredes. Como no había olor a miedo, como sabía que aparte de nosotros no había nadie ahí, caminé.
—Vaya, bien por ti, llevabas dos meses sin pisar calle —dijo con sorna Opta. Supe que miraba alrededor por sus inclinaciones—. Todo sigue igual de bonito, si quieres mi opinión. Acabo de leer tu nombre.
Pero no la quería, ni la necesitaba. Que todo siguiese exactamente igual era la peor noticia que podía darme.
Me imaginaba, entonces, los mismos carteles pegados en las paredes, anunciando el nuevo tratamiento; me imaginaba los altavoces, colgando destrozados, cuando no muchos años atrás habían pregonado a favor de mi invento. Estaban por todas partes, por todos lados, y yo me había jactado, me había inflado de pecho.
Quise volver corriendo a casa, pero seguí caminando.
El orgullo pasó tras el primer fracaso monumental, porque al idealista no le advirtieron, mientras estrechaba la flácida mano del ejecutivo, que el dinero haría bailar cierta tonadilla a su proyecto.
A pesar de que mis pasos eran lentos, no tardé mucho en alejarme de esa pequeña área extraña, de ese callejón de ratas, como se le llamaba, en el que solo habitaban personas como Elisa. Gente salvaje, que se resistía a lo moderno. Supe que salí de ahí cuando, poco a poco, escuché un ruidillo metálico y voces, voces que no eran la de Opta.
Sentí un ligero impulso de abrir los ojos, mas no hice siquiera el amago, al escuchar ruido metálico más cerca. ¿Qué era? Aspiré con fuerza, sintiendo un cosquilleo en mi nuca, pero no tardé en calmarme cuando lo reconocí: un recolector de basura.
—Ey, ¿por qué no le dices que te recoja? —inquirió Opta, muy chistosa, riendo. Decidí no contestarle.
Apoyé mi mano en una pared, una costra de pintura se despegó, para alejarme del camino del aparato. Fue cuando se alzaron voces humanas, cuyos pasos no había escuchado acercarse:
—¿Irás hoy?
—¿Al acto? —Eran dos mujeres—. ¿Otra vez?
—Bueno, ¿sabes? A veces sortean una cuenta en el sistema —argumentó la otra, la del tono agudo.
Supe al instante, por esa plática, que no eran gente con dinero. Si no tenían cuenta, no lo eran.
—¿Y tú crees que tendrás la suerte de que te toque?
—¿Por qué no?
—Amiga mía —cortó. Era una voz ronca, ajada, fuese por los años o por la experiencia—, yo que tú ni lo desearía tanto.
En ese momento pasaban por mi lado y aunque pude sentir sus ojos clavados en mí, supe que no los dejaron mucho tiempo, no querían que notase que me miraban y que eso me invitase a acercarme. Por un momento, me pregunté cuál sería realmente mi aspecto: en mi cuarto no había nadie que me viese, fuera, ¿qué pensarían de mí?
Nadie podría reconocer los retratos del creador con la sebosa figura que andaba temerosa, pegada a las paredes, con los ojos cerrados.
—Si estás hecho todo una belleza —afirmó Opta, adivinando mi pensar.
La ignoré, y seguí escuchando a las dos mujeres.
—¿Qué ocurre si vuelve a fallar? ¿Te acuerdas de hace cinco años...?
El aire se me escapó y, de repente, ya no quise escuchar. Intenté dar un paso más.
—Espera, espera, atento a lo que dicen —me insistió Opta; no, me obligó Opta.
—Murieron miles. —La voz ajada se alzó, parecía querer ser oída—. Y con la suerte que tiene uno en esta vida...
Acabaron por alejarse ellas, dejando únicamente el ruidito repetitivo del cacharrito metálico de antes. Si así me había golpeado escuchar unas pocas palabras, ¿qué sería de mí cuando llegase a la multitud y el bullicio?
—No vas a poder —aseguró Opta, que hacía un poco más de presión en mis ojos—. Vuelve a casa.
Pero no volví.
Las palabras de Elisa resonaron en mi cabeza: podía arreglarlo. Aunque recordaba perfectamente el primer fallo del algoritmo, el primer momento en el que el programa infectó a todos los conectados; aunque recordaba los cuerpos que vi luego en los hospitales, asesinados por mi error en lugar de ser salvados; aunque recordaba cuando Opta nació, primero como una pequeña sombra, luego como esa masa amorfa; aunque recordase eso, había llegado el día. Tenía que hacerla desaparecer.
No podía seguir encerrándome en mi habitación, no podía seguir escuchando los dulces susurros de mi temor.
Avanzamos y la pude sentir intranquila sobre mí, cuando se movió ligeramente. Empezaba a notar que ese día no estaba jugando.
—¿Así que quieres seguir? —intentó reírse.
Poco a poco supe que estaba cada vez más cerca pues el aire se cargó de más humo y surgían más sonidos metálicos: aquí escuchaba a un pequeño robot limpiabotas, junto a un señor que hablaba en voz alta con alguien; allá reconocí el ruido de un brazo mecánico, aunque sin saber qué estaba haciendo. Pasos humanos, pasos de máquinas, y pasos de seres que no sabría decir si eran lo uno, lo otro o ambos. ¿Cuántos a mi alrededor estarían usando las prótesis que inventé? ¿Cuántos estarían conectados?
¿Por qué había creado el sistema? ¿Por qué había tanta necesidad de conectase? Por cada inhalación de ese aire contaminado me era fácil adivinarlo, nadie tenía dudas de dónde habían venido tantas enfermedades, necesidad de tratamientos y prótesis para niños que nacían mal. El sistema era una necesidad si querías extender tu esperanza de vida: era como llevar un purificador personal.
En lugar de revertir el daño, se había agravado. Todos se negaban a desprenderse de las facilidades que daban los aparatos.
—Ciérralos. —Había dicho Opta, la primera vez que tuvo voz, hacía ya cinco años—. ¿No es asqueroso ver la forma en la que se mueve ahora el mundo?
Y yo había actuado intentando solucionarlo. Pero tras el fallo, la compañía que me financiaba el proyecto me obligó a continuarlo, me obligó a hacerlo exclusivo y luego me desechó, al estar lista la versión final. Mi imagen solo quedó para comercializar, y yo me oculté entre las sombras.
—Ciérralos. —Había insistido Opta, muchos más grande que antes, en mi última visita al doctor—. ¿No es repulsivo que el mal siempre corrompa?
Entonces fue cuando los cerré, porque no valía ver la pena nada más si una masacre era perdonada de tal manera; si una masacre se conmemoraba en un día como ese, el primer día del avance hacia el futuro. Me daba miedo seguir mirando.
—No lo hagas —Insistía Opta, en ese momento en el que avanzaba por las calles; porque ambos podíamos sentir el aire más cargado y escuchar el ruido de los altavoces del acto—. ¿Por ellos? ¿Te lanzarás por ellos?
Pero sí, así sería. No reculé siquiera cuando la voz del presidente de la compañía invadió mis oídos.
—Hoy es tiempo para conmemorar uno de los más grandes logros...
Por un momento quería reírme con sorna, tal cual hacía Opta, porque definitivamente yo haría que así lo fuese. A cada festividad solían llevar, sin temor a que alguien supiese lo suficiente como para dañarlo, la fuente central para que todo el gran mecanismo funcionase: no dudaba que el lugar en el que lo guardaban no había cambiado desde la primera presentación.
Fue cuando el pánico empezó a chillar, Opta se hizo plenamente consciente de todo lo que yo quería hacer. Y lo iba a hacer.
—¡¿Qué intentas?! —Tiraba, como había hecho otras veces, de mi cabello. Se me hizo exactamente la misma escena del museo.
Mi doctor también me había dicho, una vez, que la mejor manera de solucionar un problema era cortándolo de raíz.
Jadeaba, por haber tenido que caminar tanto, y aunque iba a lo ciego, sabía esas calles como la palma de mi mano, conocía la posición del escenario, la decoración y el discursillo que estaban soltando.
—Porque jamás el ser humano ha llegado a ser tan avanzado...
Y del bolsillo de mi abrigo saqué el alicate. Lo había guardado ahí hacía ya mucho tiempo, por sugerencia de Elisa, que guió mi mano. Sabía que el camino a la parte de atrás de la tarima estaría despejado, los amigos de ella se habían encargado y estaban contando conmigo.
—No los vuelvas a cerrar. Puedes hacerlo mejor. —Había dicho ella, colgando el abrigo del perchero.
No tenía idea de cómo había llegado hasta ahí. Las manos me temblaban, mientras sostenía torpemente las pinzas y escuchaba sus gritos:
—¡No puedes hacerlo! —chillaba a mis oídos, su voz se deformaba, como en un audio distorsionado, agitando sus piernas sobre mis hombros. Se hizo más pesada, muchísimo más pesada, a medida que la bilis me ascendía a la garganta por todo lo que estaba a punto de llevar a cabo.
—Somos la expresión del mejor mundo que podría existir —resonaron los parlantes.
Los cables se encontraban frente a mí y el tiempo parecía ralentizado. Escuchaba los vítores que, aunque no estaban muy lejos, parecían ahogados; imaginaba las pancartas, pegadas por toda la plaza, decorando junto a los globos, junto a las serpentinas, aclamando a ese sistema monstruoso.
El temblor se hizo más intenso.
—No puedes, no puedes —rugía, pero yo simplemente ya no le atendía.
No me importó si me atrapaban luego, ni lo que podría ser de mí; no me importó si valdría la pena, o si quedaría en un intento infructuoso a posteriori.
Abrí mis ojos y me encandilé, eso parecía quemarla. Vi los cables frente a mí y supe precisamente el que había que cortar.
—Feliz cumpleaños, Opta.
Cantidad de palabras: 2810
Optofobia: miedo a abrir los ojos, por lo general, debido al temor de afrontar la realidad circundante.
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