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Laura, la Ansiosa - Parte IV

Mientras tanto, siendo las 9 de la noche, el Gordo Matías se encontraba aguardando a su cita en un bar cerca de Plaza Serrano, Palermo. Ricky había insistido tanto en presenciar "con carpa" el evento, que su compañero de lucha no tuvo más remedio que acceder. El muchacho se había sentado en la esquina más oscura y alejada del bar mientras el fantasma asomaba con sutileza su cabeza por debajo de la mesa para que nadie lo notara.

 - Me llegas a cortar el polvo y te juro que voy a encontrar la forma de hacerte ir a la luz, eh.

 - Pero por favor. Soy la envidia de James Bond. Nadie puede detectarme. Desayuno ninjas todos los días. Además, ¡Admirable tu confianza, eh! - Manifestó socarronamente, el Ricky.

 - "Si desconfío de mi propia suerte, estoy perdido" ¿No? - Citó, Matías.

 - Con el olor a faso que debés tener, sí. Sólo te queda confiar en la suerte.

 - Cerra el orto. Te estoy diciendo en serio, Ricky. No me cagués la cita. ¡Ah! Y nada de poseerme en el medio, ¿Me entendiste?

 - ¿Yooooooooo, Ricky el magnífico, molestando a otra persona? La verdad que me estás empezando a ofender.

 - Lo que más bronca me da es que tenés lo que... ¿Sería tu cara? muy cerca de mi rodilla y por más que la mueva no puedo romperte la nariz.

 - Si te da envidia te puedo poseer y tirarte abajo del tren.

 - Te agradecería que no, Piñón Fijo.


La muchacha se llamaba Josefina y acababa de entrar al bar. Matías pudo notarla a la distancia y levantó la mano para llamar su atención mientras movía las piernas debajo de la mesa sin éxito para alejar a su morboso fantasma amistoso. La cita ni siquiera había comenzado y el Gordo ya estaba transpirando de nervios, aunque no por los motivos usuales. Ella lucía un elegante saco de gabardina negro, zapatillas Converse rojas, pantalón de jean azul estilo oxford, lentes negros que le daban un aire intelectual y un labial rojo que dejó sin palabras al muchacho. Él vestía una remera negra de La Renga, los mismos pantalones cortos celestes de siempre y unas zapatillas deportivas. Se conocieron en el recital de una banda telonera de blues en la que ella cantaba y fue suficiente como para al menos probara sacarle conversación con alguna que otra cerveza de por medio. Siquiera que le haya respondido fue entonces una gran revolución, ya que solía ser absolutamente invisible ante todas las mujeres. Ricky no podía creer lo que veía y no paraba de hacerle cosquillas en los tobillos para molestarlo, pero el Gordo le dió una espantosa mirada que le hizo entender que de verdad no lo perdonaría si le arruinaba el momento, por lo que se retiró a una esquina oscura del techo a observar perturbadoramente.

 - ¡Hola, Mati! Perdoname que me atrasé unos minutos - Lo saludó, mientras le daba un beso en la mejilla y se sentaba del otro lado de la mesa.

 - No pasa nada, yo ya me estaba tomando una birra mientras. ¿Igual hoy no ensayabas?

 - Si, por eso. Yo también ya me tomé una birra allá, je.


Estaba hipnotizado. Cualquier palabra ya que decía era como poesía narrada por la voz más dulce y seductora. Tenía 26 años. Su cabello era oscuro, enrulado y la puerta de entrada, al abrirse, lo hacía revolotear ligeramente casi como si fuese un comercial. Sus ojos eran marrón claro y sus labios se complotaban con una inusual belleza. El bar parecía estar en silencio ante la melodía que salía de esa boca. Sus anécdotas lo hacían sentir en primavera y deseaba que aquella noche no terminara. Tomaron tantas cervezas en tan poco tiempo que rápidamente comenzaron con ruidosas carcajadas. ¿Qué podía contar él, igual? Lentamente, su autoestima comenzó a jugarle una mala pasada. ¿Por qué ella mostraría el mismo interés en él, que no tocaba en una banda, no estaba estudiando y ni siquiera podía ser cien por ciento honesto en de dónde conseguía el dinero? Sin embargo, no iba a perder ésta divina oportunidad sólo por miedo. Ya entrada la madrugada, la acompañó a tomarse el colectivo de regreso e interpretó que no era momento o que no estaban dadas las condiciones como para besarla, aunque se moría por hacerlo. Simplemente se despidieron una vez más con la mejilla acompañadas de amplias sonrisas y Matías sintió como si se estuviese yendo para siempre. Era apenas la una de la madrugada y recién ahí tomó nuevamente su celular para notar que tenía varios mensajes y llamadas perdidas de Adriano. Al parecer, había ocurrido algo en Agronomía hacía rato y él ni se había enterado. Para variar, se dirigió a un taxi a toda prisa y partió en ayuda de su amigo. 

Cuando llegó a San Martín y Chorroarín, se bajó y esperó a que nadie estuviese cerca para saltar la reja e ingresar al predio. Algunas luces se veían en las casas y también tenía miedo de encontrarse a algún ladrón. La calle principal se encontraba oscura y el viento levantaba el lúgubre polvo de un pasto descuidado mientras las copas de los árboles hacían escándalo. Se oían algunos animales a la distancia que lo inquietaban pero se preocupó de verdad al notar tres perros detrás de una reja que lo miraban fijo, casi como si tuviesen los ojos inyectados en sangre. Estático, Matías los observó con cuidado, intentando dilucidar si iban a abalanzarse sobre él y si tenían por donde pasar hacia el otro lado. En efecto, a unos metros para la derecha, en la misma dirección que tenía que ir, una pequeña hendidura permitía sencillo acceso de los animales desde la residencia a la calle principal. Muy lentamente, intentó caminar sin apartarles la mirada y conteniendo la respiración. Fue cuando pisó una rama que empezaron a ladrar y él a correr. Salió disparado a toda prisa y detrás pudo oír como los canes atravesaban el obstáculo metálico en su persecución. "¡ADRIANO, LA CONCHA DE TU MADRE!", comenzó a gritar, sabiendo que su amigo debía estar cerca si le había comprendido las indicaciones. "¡Gordo!", escuchó, a la distancia. Los tenía ya casi encima, podía hasta sentir el temblor en el suelo de las garras impulsandose sobre la tierra cuando Adriano salió de la esquina del pabellón de eventos en su rescate. Cuando se alcanzaron, el último ya estaba comenzando a cargar bolas de fuego en sus manos y las tiró cerca de los caninos, que asustados retrocedieron y volvieron por donde venían.

 - ¿Cómo es posible que siempre que te quiero ayudar, mi vida termina corriendo peligro? ¿No me podés pedir ir a comprar algo al chino, no se, cualquier cosa, para variar? - Protestó, jadeando, Matías.

 - ¡Perdón! Pero no puedo dejar mucho a Laura sola. ¿Y Ricky?

 - ¡Uh, el fantasma! - Ricky se había ido unos minutos a deambular por los techos y cuando volvió, ya no estaban los jóvenes en el bar. Aburrido, poseyó a una persona al azar y se fue a comer una porción de pizza de muzzarella con fainá -. La puta madre, podría haber sido útil. Bueno, ¿Qué pasó?


Mientras se acercaban a la muchacha, Adriano lo puso al tanto de lo ocurrido y ambos se quedaron contemplándola unos momentos en silencio. Seguía inconsciente.

 - ¿Qué hacemos? Tengo miedo además de forzarla a despertar y que vuelva a poseerla ese espectro. Ya son casi las dos y es cuestión de tiempo hasta que alguien nos encuentre - Se preocupó, Adriano.

 - No la podemos llevar dos chabones así en un taxi ni nada, cualquier va a flashear otra cosa. No nos va a quedar otra que jugarnos e intentar despertarla. ¿Algún truco bajo la manga esta vez? - Sugirió, Matías.

 - ¿Supongo? ¡Eh, Laura, despertate! - Le gritó, mientras la sacudía de los hombros, le tiraba de la oreja y le daba un par de cachetadas. Luego de unos minutos, la chica abrió los ojos y se asustó.

 - ¿Qué mierda están haciendo? Me duelen los cachetes - Se enojó, Laura.

 - ¿No se te ocurrió hacer esto antes, Sherlock? - Ironizó, el Gordo.

 - Si, pero tenía miedo de hacerlo solo. Pensé que estabas con Ricky.

 - ¿De qué hablan? ¿Qué pasó? ¿Me dormí meditando?

 - No, Lau. Al parecer, el espectro que tenés adentro tiene ganas de destruirte y consumirte el alma.

 - ... ¿Qué?

 - Va a costar más trabajo de lo que pensamos dominar tu oscuridad. 

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