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Capítulo 2

Salgo de la oficina de Keller con las manos metidas en los bolsillos de mis pantalones súper holgados de policía.

Por Diossss...

¡Qué calor!

¿Aún no han arreglado el aire acondicionado?

¡Es un horno!

—¡Ambrose! —me llama el sargento Rogers.

Maldito dolor de muelas el que estoy sufriendo por su culpa.

Suspiro con claro cansino, y me arreglo la coleta de caballo antes de encararlo. Me volteo con ambas manos detrás de la espalda de forma profesional.

—Dígame, sargento.

Las frondosas piernas, mal trabajadas de Rogers, se aproximan hacia mí.

—¿La molestó el teniente Keller? —me pregunta con una sonrisita estúpida en los labios; bufoneando como si le gustara imaginarme humillada y lloriqueando delante del teniente para conservar mi puesto. Ja, ya quisiera este mentecato—. ¿Fue demasiado hombre para usted?

Suspiro con una pizca de cansancio en el paladar; no debo olvidar que es mi superior, por muy mandilón que pueda ser por conveniencia, sigue siendo mi jefe. —Sargento, ¿tiene algo relevante que decirme? —digo, cuando en realidad lo que quiero decir es: «¡Vete a la mierda, hijo de la reputísima que te parió!»

Aunque, pensándolo bien... su madre no tiene la culpa de cómo le haya salido este pobre orangután de inteligencia inferior a la de un primate de circo. Y... la verdad, a diferencia del sargento Rogers, el resto de su familia e incluso hermanas son de lo más agradables y sociables. No tienen ese oscuridad en sus pupilas que caracteriza al sargento cuando le toca interrogar a algún testigo o pedir un favor de mala gana que le ordenase nuestro teniente.

Así que no, supongo que el resto de su familia no tiene la culpa de cómo se comporte el sargento delante de otros seres humanos. Cada quien hace lo que quiere cuando sale al mundo a autodescubrirse.

Al menos, mi seriedad y clara indirecta de «Ándate a la mierda, chato» consigue que se le borre la maldita expresión burlona del rostro, y logre centrarlo en el asunto ese del que quiere que me encargue yo personalmente. Porque, por lo general, con él siempre es «Ambrose, tráeme un café», «Ambrose, saca mi auto del sol y ponlo en la sombra del árbol aquel que está a dos kilómetros de la jefatura», «Ambrose, haz de niñera mientras interrogo a su madre drogadicta». Ese tipo de órdenes son las que me obliga a obedecer y a acatar.

¡Me ve como la nana del departamento de policía de Miami!

Pero..., bueno, ¡qué importa! Aún saboreo el chocolate dulce de mis encías por la jugada que le hice al teniente Keller en su propia oficina.

Una risa tipo Maléfica se escucha en mi cerebro cuando rememoro la expresión que surcó sus facciones —usualmente endurecidas por años de arduo trabajo con criminales e hijos de los mismos que con suerte se salvaban de la silla eléctrica o la inyección de muerte— cuando lo puse en su lugar sin entrar en detalles horrorosos o escavar en su pasado.

Es como me dijo un día Emil:

—Confianza, Vicky, ten esa puta seguridad. Camina como si el mundo te perteneciera.

La mejor manera de mantener vivo a alguien es seguir sus consejos y citarlo día y noche. Sé que Emil Lund no era la persona adecuada para vivir en un mundo sociable y peculiarmente inestable, pero era bueno... Era... en sus propias palabras... «un error milagroso». Como policía no entiendo cómo la justicia funciona, pero lo que sí es que nadie se escapa de ésta; ya sea por tu propia mano o la del sistema que a veces se equivoca en correr la voz como en una cacería de brujas para lincharte en plena plaza.

Yo soy la bruja de la plaza que aún espera su juicio bajo la luz de la luna, acurrucada en un calabozo mugriento y repleto de cucarachas y ratas y de mujeres inteligentes que en esa época creían unos monstruos porque les intimidaba su poder.

Mas o menos así me siento cuando estoy delante del sargento o el teniente o cualquier oficial que trabaje en narcóticos o patrullando las calles de Miami. Casi siempre me siento excluida e infravalorada por mis compañeros o superiores. El único que me entendía ahora está muerto; muerto pero libre, eso me ayuda a hacer más soportable su ausencia.

Y, cómo no, el sargento Rogers no demora en recordarme su apocalíptico final.

—Sí, señorita Ambrose, tengo algo importante que decirle —me responde sacando una carpeta amarilla de su axila. Iugh, odio el amarillo. Además... no quisiera ser la axila de Rogers, está más húmeda que mi vagina cuando me masturbo con mi aliviador amigo el «lápiz labial». Horrible comparación, lo sé, no me odien—. Dado que ha sido casi de la familia del psicópata de Lund... —Lo fulmino con la mirada, disimuladamente, mientras él está verificando los papeles de la carpeta—, he decidido que usted irá a darle el pésame a la familia.

Sólo eran él y su hermano menor, ignorante.

—Con gusto —respondo con una falsa sonrisa.

Rogers me tiende los papeles, y yo los tomo. Bueno, lo haría si los soltara. —¿Sabe? Le agradecería mucho que sólo se limitara a hacer su trabajo esta vez, novata —me sonríe, cínico.

—Iría más rápido si usted soltara la información, sargento —le respondo con la misma moneda.

Rogers me sonríe con burla e ironía, cuando en realidad, parece que quiere decirme algo tipo: «Mira, mexicana asquerosa, no sé cómo pero voy a correrte de mi jefatura de policía y a mandarte a tu pueblo terroso». En cambio, se limita a responder un sencillo:

—Claro, Ambrose.

Suelta la carpeta, y me alejo a paso elegante, lejos de él y de este departamento de policía. Voy a casa de Nils Lund.

¡Ahhhhh, rayos!

Nils Lund era la única familia que le quedaba a Emil. Lo quería. Adoraba a su hermanito. El sentimiento debió ser mutuo por cómo le brillaban los ojos a mi amigo cuando me hablaba de las aventuras que su hermano menor y él hacían.

Mientras me alejo, denoto por el rabillo del ojo que Smith, el galante, me observa con curiosidad mientras salgo de la jefatura de policía como una mujer con actitud y la carpeta en manos.

La mayoría de las oficiales y detectives que trabajan encubierto como prostitutas y narcóticos le apodaron así hace tres años porque es el único que tiene ojitos bonitos como dos cazuelas de barro, el rostro y cuerpo de un Adonis, la fuerza en sus brazos como las patas de un caballo salvaje y la espalda anchísima de una bestia. Pero es propio, sexy y educado, también trabajador y muy honrado. Es incorruptible, según el sargento Rogers que también le cae súper y epa mega bien.

Ahora que lo pienso, Smith es el único que no se ha burlado de mí o dicho algún comentario sobre mi presencia en la jefatura de policía de Miami. Algo tipo: «Miren a la huérfana que tiene que caminar detrás de la sombra de su padre». Y yo sé que no empieza o termina ningún chisme porque los rumores sobran en este lugar debido a mí. Y la gente de aquí precisamente no esconde demasiado su identidad cuando se trata de insultarme.

—¡Victoria! —me llama el galante.

Detengo mis pasos y lo miro. —¿Dime? —pregunto porque no es propio que aquí uno se llame por su nombre de pila.

El galante camina hacia mí con un sobre amarillo en su poder. Su pelo engominado de copete y color chocolate se mece gracias al viento repentino que refresca mis calurosos brazos y nuca. Estoy como mantequilla en una sartén, y él, ¡cómo no!, está sin pizca de sudor o gotitas en su frente que lo hagan menos perfecto de lo que ya es. ¡Y yo!, bueno, hasta apesto. ¡Y él!, bueno, huele a champú y a colonia de hombre, como si apenas hubiera salido de la ducha.

Capaz si hasta se baña aquí para dejar su rastro de vikingo buenaventura en los pasillos y enloquecer a las oficiales y detectives; incluso hombres. Sí... ¡Tiene que ser eso! Sólo esa explicación le doy a su perfección.

Estamos frente a frente, a mi nariz acude el delicioso olor a su desodorante masculino que me refresca hasta los globos oculares.

—¿Puedo...? —empieza a decir, pero se interrumpe cuando él solito se carcajea cuando se detiene a mirarme a los ojos—. ¿Puedo acompañarte, Victoria?

¿Por qué actúa como si lo pusiera nervioso?

Relamo mis labios y respondo:

—Lo lamento, Smith, pero el sargento se enfadará si se entera de que has abandonado tu puesto por acompañarme. No quiero meterte en problemas —lo llamo «Smith», no por grosería, sino porque no sé su nombre de pila; a pesar de que llevo semanas aquí, ni idea de cómo se llama el galante.

Creo que es ¿Ariel?, ¿Alex?, ¿Will? Miro su placa y leo un «Z. Smith» en su uniforme. Ni cerca estoy de adivinar un nombre que empieza con «Z» cuando el oficial comienza a hablar de nuevo con su tonalidad caballerosa y refrescante.

—No, descuida. No te preocupes por eso, Victoria. Al sargento no le importa que abandone mi puesto, ya he hablado con él y me dijo que te vendría bien algo de ayuda.

Pinche Rogers.

Sonrío, pero sin sentir verdadera gratitud hacia su amable gesto que puede traducirse como: «Ve a cuidar a la novata, porque a lo mejor se encariña con el hermanito de nuestro asesino».

—Sí, será una gran ayuda que estés cuando le dé el pésame a su único familiar.

—Victoria...

—¿Sí?

Mi enojo va en aumento. La paciencia se me agota. Ojalá lo que diga sea de mi agrado o termine por hincharme las venas y explote de una buena vez porque los riñones se me están llenando de piedras y la bilis me sabe agria en la boca. Cada vez me cuesta más mantener la compostura.

—Lamento lo de Emil Lund.

¡Bueno, vamos! ¿Y ahora qué quiere de mí? ¿Burlarse también? Ya estoy harta de que todos se burlen de mí porque tuve compasión por Emil.

Lo quería, ¿okey? ¿Es eso un delito?

No sé cómo, pero consigo mantener los papeles en orden. —Gracias, Smith.

—Sé lo que hablan de ti y no sabes cuánto lo siento.

Chasqueo la lengua. —Da igual.

—No está bien que digan como esas a tus espaldas.

—Tienes razón, prefiero que me las digan de frente.

—No, no quise que sonara de ese modo. Por favor, perdóname.

Quizá fue el «perdóname», pero consigue que en un chasquido imaginario se me olvide hasta de que color se me estaban poniendo los ojos por el rencor. —Bien... —cedo.

—¿Irás a presentarte tu sola en la casa de Nils Lund?

—Sí.

—No quiero que te vayas a tomar a mal lo que te voy a decir, pero necesitarás refuerzos. La familia Lund es más peligrosa de lo que crees.

—Descuida, de todos modos no me fío de nadie. Puedo yo solita, muchas gracias.

—Espera —me detiene poniendo una mano sobre mi hombro, educado y sin perder esa amabilidad que lo caracteriza—. Victoria, sé que Emil y tú... Perdón —se corrige—, sé que lo querías. Lo lamento mucho.

—Como a un padre.

—¿De verdad, Victoria? ¿En unos días lograste quererlo?

—No fue un logro y tampoco una competencia. Simplemente sucedió —respondo encogiéndome de hombros.

—Creo que sufres de estrés postraumático.

Me rio sin ánimos. —Mira, Smith, si quieres venir hazlo, tampoco pienso prohibírtelo.

Me sonríe como un niño. —¿Eso significa que somos amigos?

—¿En serio? ¿Quieres ser amigo mío? —levanto la ceja en su dirección.

—Sí.

—¿Amigo de la mexicana que siente compasión por los asesino en serie?

—Sí —responde sin dudar.

Reprimo una sonrisa, y me permito verlo como algo más que a un compañero de trabajo.

🔪🔪🔪

Nos encontramos enfrente de su casa, con la información necesaria de su vida en dos simples hojas de expediente policial, sentados en primera fila desde mi patrulla, con vista a su casa y negocio de panadería y venta de productos esotéricos.

La verdad, no le ha ido mal a Nils Lund desde que le dieron el alta en la clínica de rehabilitación psiquiátrica donde su abogada lo metió para evitar la cárcel junto a su hermano Emil.

—Qué espectáculo, Victoria —dice Smith desde el asiento del copiloto; olvidé que él también venía—. ¿No crees?

—¿A qué te refieres?

—Bueno, no es por ser grosero, pero... ¿no te parece un poco injusto que Nils Lund hubiera salido bien librado de todos los crímenes que cometió junto a su hermano?

—No creo en las injusticias.

—¿Ah, no? Yo creía que sí.

—Soy más de ver la vida en colores. A pesar de todo no soy de las que ven el mundo en blanco o negro. Al final todos acabamos haciendo algo de lo que nos arrepentimos.

—Eso es verdad.

—¿Qué llevas en ese sobre amarillo? —le pregunto devolviendo mi atención a él.

Él también parece haberse percatado de que aún lo trajera en su regazo y no lo hubiera abierto. —Ah, esto... Lo envió hace días la psiquiatra que atendió a Nils Lund. Se supone que lo leería hoy su abogada en la corte para ayudarlo a reducir la condena de Emil, pero... como sabemos todos ahora, ya no tenemos necesidad de seguir con el caso.

—¿La abogada de Emil le pidió el expediente de Nils a la psiquiatra que lo atendió?

—Sí.

Pongo una mueca extraña que deja paso a la confusión. —¿Por qué? ¿Qué tenía que ver con Emil lo que dijera la psiquiatra de Nils?

Se encoge de hombros, realmente confundido como yo. —No lo sé.

—Quiero leer la carta.

—Oh, no, Victoria, no creo que sea buena idea.

Se lo arrebato de las manos sin ton ni son. Estoy a punto de abrir y leer, pero la voz encantadora de Smith no me lo permite.

—¿Y ese sobre que contiene? —me pregunta señalando el de mi regazo.

—No lo sé. Rogers me lo dio.

—Seguro es el expediente de Nils. Escuché que Morgan le decía a Meyer que el sargento quería la información de Nils Lund cuando lo detuvieron junto a su hermano.

—¿Por qué? Y..., ¿entregármelo a mí? No tiene sentido.

—Quizá pensó que te ayudaría a esclarecer tus ideas referente a la opinión que tienes sobre Emil.

—Imbécil —mascullo, refiriéndome a Rogers, mientras abro el expediente del hermano de Nils Lund.

Expediente de
Nils Lund

Primer Nombre: Nils
Segundo Nombre: Anthony
Apellido: Lund
Edad: 23 años
Sexo: M
Fecha de nacimiento: 1 de Octubre de 1999
Capital de Francia, París.
Nacionalidad: Francesa.
Nacimiento: CMU de Francia.

Antecedentes: —
Delitos: —
Homicidios: —
Arrestos: 1

Su información es casi nula. No tiene nada relevante. Y lo del arresto sólo marca «1» porque fue el que le dieron cuando arrestaron a Emil.

Tengo sus huellas dactilares y fotografía. Tenía un moretón en el ojo y el labio partido cuando le tomaron esta fotografía. Se veía muy mal, desnutrido y con ojeras. Tenía doce años cuando ingreso al sistema y lo internaron en una clínica de rehabilitación psiquiatra. Salió a los dieciocho años, el mismo día que a su hermano le arrestaron por primera vez por los homicidios de doce fallos del sistema. Todavía no había matado a ninguna mujer.

—Por mucho que me guste estar encerrado aquí contigo dentro de la patrulla con el aire acondicionado... —Me mira y yo a él—. Tenemos que entrar, ¿sabes?

—No quiero que se sienta presionado a contestar preguntas. Aunque ahora tenga veintitrés años, no es fácil librarse de un infierno como el que vivió al lado de Emil. Lo quería mucho, sí; pero eso no significa que el perdón esté ligado al amor... No es fácil dar el primer paso cuando el orgullo está de por medio.

Smith me mira sin habla. Algo de lo que he dicho lo ha dejado hipnotizado, encantado, casi... ¿enamorado? Mis ojos son su nuevo objetivo.

¡Alto! ¿Qué está pasando?

Abro la puerta y rompo el contacto visual que establecimos, así como el aire acondicionado y la comodidad de mi asiento. —Vamos. Tienes razón, cuanto antes mejor.

No permito que me diga nada más. Pongo un pie fuera y me recibe el sofocante calor de Miami otra vez.

📝📝📝
Nota:
Holis... Espero que lo hayan disfrutado.
Y perdón por haberlos hecho esperar tanto.

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