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Capítulo 1

VICTORIA

Mi teniente me mira, serio, sin expresar su opinión en facciones o palabras, con ambas de sus manos cubriendo sus labios en un gesto callado. Siento que está aguantando la respiración, contando hasta cien, mil, cien mil. No es como mi sargento, él lleva paseándose de un lado a otro por el despacho de nuestro teniente con ímpetu, calculando su desespero, controlando sus estribos.

—Es increíble, Ambrose —me regaña como a una niña chiquita.

Así es como me hace sentir mi sargento: en preescolar. De suerte no me llamó por mi nombre de pila, cuando me pidió hace minutos que pasara a verlo junto a nuestro teniente.

—¿Cómo carajo's pasó esto? —pregunta, brama; aunque, en realidad, oculta su confusión tras la furia, como todos nosotros hemos hecho hace dos horas—. ¿Estabas dormida o viendo el maldito celular en tu guardia, Ambrose? ¿Cómo no pudiste saber lo que pasaría con ese lunático? Se supone que tú eras su niñera —me acusa.

Recuerdo los sucesos vívidos hace dos horas, cuando Emil Lund corrió hacia el primer auto en movimiento, en la carretera de un sólo sentido. Y luego voló por los aires..., como a una pluma que se la lleva el viento por la autopista, chocando de un auto a otro mientras la sangre salpicaba los vidrios y retrovisores de los autos que lo ayudaron a suicidarse... enfrente de mis ojos.

Oh, Dios.

Emil Lund murió. Nadie lo mató o falleció de viejo en un penal. No lo apuñalaron en una pelea tras las rejas, o le dispararon durante su juicio.

No pasó nada de eso.

Ni siquiera recibió amenazas de muerte durante su encierro.

La decisión final fue de él.

Su última cena fue un helado de chocolate con chispas y ositos de gomas.

Su último recuerdo fue revivir sus preciados diez años felices, alejado de Paris, en esa choza, junto a su abuela y hermano, horneando pan y galletas de chocolate, cuando el sol los deslumbraba en su pequeña cocina de ensueño.

Y lo último que vio fue a mí.

Y sus últimas palabras...

—Sólo quería que lo último que vieran mis ojos fuera... perfectamente hermoso, puro y real. Esa es la razón por la que estás aquí.

¿Yo?

¿Por eso me quiso aquí?

Jamás creí que yo sería su último deseo.

Estoy consternada, fría, ida o... Dios sabrá cuál sentimiento es el adecuado para definir mi pérdida.

Acabo de perder a una persona más en mi lista de confidentes. Alguien bueno, al menos siempre fue bueno conmigo. Y fue mi culpa. Yo soy la única responsable de su muerte, ¿cómo no pude darme cuenta de lo que intentaba decirme?

Soy tan estúpida.

—¿Está escuchándome, señorita?

—No, señor. No lo estoy escuchando —respondo, escueta, mirando a un punto sin retorno en la pared.

Mi tono melancólico y ojos tristes lo hacen detener sus pasos. Su rostro no me gusta ni un pelo. Me mira como si estuviera loca por tener aflicción por la muerte de Emil Lund.

Maldito sea, sargento, no me deja tener mi momento de debilidad.

Con ambas manos en sus caderas, me mira con reprensión.

—¿Está llorando acaso, oficial Ambrose?

Lo pienso..., lo pienso, lo pienso, pero no respondo. Él no lo entendería. Nadie entiende mis emociones o el modo en cómo veo la vida. Para mí no existe el blanco o el negro, para mí la vida es una paleta multicolores que jamás se cansa de girar y cambiar el espacio de mi habitación en tonos rojizos o amarillos.

Miro al frente, con las rodillas juntas y la espalda recta en mi asiento.

—Señorita Ambrose —me llama, pero no respondo. Mi sargento cruza los brazos sobre su pecho y me mira con reproche—. Señorita Ambrose, ¿acaso desarrolló usted sentimientos por el asesino en serie Emil Lund?

Levanto la vista de mi ensimismamiento, enfrentando sus ojos oscuros de mata delincuentes a sangre fría con clara manipulación.

—Sí —respondo, sin pena o tartamudeos. ¿Para qué mentir? Todo el departamento de policía de Miami lo intuía desde hace días.

Lo que no sabían, era que más allá de sus estúpidas teorías de telenovela, existía no sólo amor entre nosotros, también sana complicidad y cariño de compañeros. Éramos amigos. Me duele haber perdido a la primera persona en este lugar, que me trató como a un ser humano, que sólo me escuchaba y entendía y no me juzgaba. Así que sí, desarrollé sentimientos por el señor Lund. Yo lo quería como a un hermano o a un padre. Y no me da pena o remordimiento reconocerlo.

Mi sargento frunce el ceño, decepcionado de mi afirmación, y muestra sus dientes en un gruñido, como si fuera un perro callejero que odia cuando lo mira a los ojos otro macho alfa.

Ahí me doy cuenta de que su odio o, inconformidad conmigo se debe a mi lugar como mujer en este departamento de policía. Después de todo: soy la única hija de un gran policía mexicano, que no ha podido transferir a otro departamento por cualquier mundana excusa.

Mamá es gringa, como mi hermano mayor (Wallace), pero yo tengo toda la cara de mi padre.

El sargento Rogers y yo competimos por dominio hasta que... la voz del teniente Keller hace acto de presencia dentro de su propia oficina.

—Rogers —lo llama, distante y frío—. Déjeme a solas con la oficial Ambrose.

Mi sargento, quien lo mira con gesto extraño, gira su cuello como si tuviera un resorte, mirando a nuestro teniente sobre su hombro sin contradecir su orden o inmutarse.

Me mira a mí, y articula con superioridad en la voz:

—No creo que sea buena idea... dejar a una niñita como ella sola bajo su cuidado, teniente Keller.

Lo fulmino con la mirada, pero sin decir nada.

Como diría mi padre: "Más impacto causa el lobo callado que el perro ladrando".

Soy un pinche lobo.

—Fue una orden, no una sugerencia. Salga inmediatamente —impone en una última palabra.

El sargento Rogers, enojado porque su berrinche no fue atendido por mamá pájaro, me lanza una última mirada de odio mientras sale de la oficina del teniente Keller a regaña dientes.

Si no azota la puerta al salir, es porque se acuerda de en dónde está y cerca de quién. No puede perder los nervios dentro del departamento de policía de Miami, al menos no otra vez. Y saber eso me da ventaja. Sería fácil deshacerme del sargento cuando quisiera, pero por el momento él no es mi prioridad.

Miro al teniente Keller sin muecas o expresiones. No estoy de humor para averiguar el por qué de tenerme a solas. No me había dirigido la palabra desde que entré.

Su espalda se reclina sobre el espaldar de su silla, suspirando en silencio, serio, mirándome como si fuera una hoja en blanco en la que necesita escribir. No sé cómo interpretar su penetrante expresión.

Pasados unos segundos de competencia muda, él rompe el silencio:

—Señorita Ambrose...

—Oficial Ambrose —le aclaro—, teniente Keller, que el título me costó conseguir.

—Oficial Ambrose —se corrige—, en primer lugar, no estoy aquí para regañar su obvia inclinación compasiva por el fallecido señor Lund. No me corresponde a mí, decirle cómo debería sentirse usted, sobre cada criminal que trata como a un amigo.

—Teniente...

—Oficial Ambrose, entiendo que su costumbre en atender al señor Lund, pudo haberse convertido en algo más que una simple amistad, pero agradecería que se guardara sus palabras para usted misma si se trata de proteger la identidad de Lund —dicta en una orden.

—¿Quiere que me quede callada, teniente?

—Lo que quiero es profesionalismo de su parte.

—Y yo lo que quiero, es que entienda que tal vez, sólo tal vez, Emil Lund pudo haber sido algo más que un asesino, si gente como nosotros no se hubiera negado en ayudarlo cuando pidió auxilio hace años.

—¿Cómo sabríamos nosotros que el señor Lund buscaría justicia personal, y que después le gustaría matar como a un carnicero?

Sonrío con frialdad e impotencia.

—Con todo respeto, teniente, pero hasta un adolescente metido en protestas piensa antes en buscar justicia por su propia mano, que venir a buscar ayuda de la policía.

Las facciones de Keller se endurecen.

—Oficial Ambrose, creo que no debemos discutir sobre lo que es correcto o lo que no lo es. No si se tratara de nosotros, si estuviéramos involucrados o fuéramos parte de una conspiración. Porque ahí sí que opinaríamos o haríamos hasta lo imposible por salvarnos.

—¿Está diciendo que es relativo?

—No, sólo que no somos nadie para decidir si alguien vive o muere por lo que nos hizo. No somos Dios o verdugos o juzgadores.

Patrañas.

—Sé que no piensa igual, pero por su bien yo que usted cambiaría mi forma de pensar de inmediato si es que aún quiere conservar su puesto en este departamento.

—No me da miedo si me pone de archivista o tras un escritorio, teniente.

—Lo sé, pero sé que su padre lo era todo para su familia y usted.

Oh, no.

—Y también que él jamás creería que su hija Victoria Ambrose sería tan moldeable y temperamental en asuntos policiales o políticos.

Mierda.

Huelo a amenaza, y no me gusta.

—¿No cree usted que su padre merece que su hija sea justa y atenderse a sus obligaciones?

—Creo que a mi padre le entra por un oído y le sale por el otro lo que ahora está pasando con nosotros —respondo—. Está demasiado ocupado viviendo en los recuerdos en los que pensó antes de morir, como para preocuparse por los problemas que enfrenta su familia.

—¿Y manchar su memoria no le molesta?

—Su vida fue suya, y no me perteneció ni a mí o a mi madre o a mi hermano. Así como la mía no le pertenece a nadie más que a mí misma, y yo decido qué hacer con ella.

—Los propósitos de un hijo son enorgullecer a sus padres —dice él.

—Yo soy el propósito de mi vida —aclaro—. Puede anotarlo, si quiere. Y también esto: yo no le debo nada a nadie, y menos una explicación a sujetos que piensan de mí lo que se les antoje de todas maneras. Con todo el debido respeto, teniente, me he dado cuenta de una cosa: mis padres, hermano y abuelo ya están orgullosos de mí por el simple hecho de existir. No necesito demostrar nada o ganar una placa para evidenciar el fruto de mi esfuerzo. Yo sé quién soy y lo que valgo. Por eso no escucho críticas o manifiesto los obvios disgustos ante usted de mis compañeros.

El rostro de Keller se tensa.

—¿Disculpa?

—Tengo tanto que decir sobre los tratos que recibo por el simple hecho de ser mujer, teniente. Mire las muecas o los disgustos de parte de otros cuando camino —señalo—, por favor, ¿cree que no me doy cuenta de lo que los demás piensan de mí?

Silencio. Keller está lívido.

—¿Ya ve? —prosigo—. A nadie le gusta cuando le mencionan que hay problemas a su alrededor, ¿no cree usted?

El lobo detrás del escritorio se ha convertido en un cachorro asustado. Gané esta partida desde que le pidió al perro rabioso de Rogers que abandonara su oficina.

¿Recuerdan? El sargento no es mi prioridad, menos el demostrarle que soy una excelente policía. ¿Para qué molestarme en sudar un escalón, cuando puedo ahorrarme el esfuerzo, usando la espalda de otro?

Se los dije: soy un pinche lobo.

Y..., ¿saben quién me enseñó los nuevos métodos de supervivencia?

Sí..., Emil Lund.

No fueron sólo comentarios y anécdotas graciosas de su infancia las que compartimos en diversas charlas bajo el sol, también hubieron momentos de debilidad en donde le conté cómo me sentía en el departamento de policía, lo infravalorada que me hacen sentir mis compañeros, y la impotencia que me causó la muerte de mi padre.

Y..., digamos que, a cambio de mi grata compañía, él me enseñó algunos de sus trucos de supervivencia, para que ningún león se aproveche de mí o me devore en plena selva.

Me advirtieron que tuviera cuidado con Emil Lund, que era manipulador y hasta actor de mártires en pena.

Bueno, yo a esas personas les digo... que tenían razón.

Ojalá hubieran dicho lo mismo de su hermano menor Nils Lund.

——————
Nota:

Uyyyyyyyyyyy, ¿qué les pareció nuestra sexi policía?

Una mujer es más hermosa cuando se da a respetar, ¿no creen?

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