WoodBridge, New York
"Una sensación de que te observan cosas de las que no sabías nada. De ser un intruso. De que la vida que te rodea llega a conclusiones sobre ti desde ángulos privilegiados que no puedes ver". — Alice Munro (1931 - Actualidad), Escritora canadiense. Premio Nobel de Literatura 2013.
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Llegó a casa pensando en tomar ese baño que deseaba desde que se le ocurriera en el taxi de regreso. Nunca más, nunca jamás, volvería a tratar de celebrar su cumpleaños sola. Cumpleaños número treinta. El cumpleaños más patético en la vida de Miranda Newman.
Aunque el bar de Harvy's estuvo bien: música entretenida, y los deliciosos cocteles, esos gingermills que prepara el guapo Joe; pero no pudo sacarse de la cabeza la idea de que no es lo mismo sin la compañía de alguien conocido que le hiciera reír o sentir algo de deseo.
Resumió en su mente la experiencia; que habría sido mejor si Clara no se hubiera casado y anduviera de luna de miel por Bermudas, Bahamas...Barbados; «¿Qué se yo? Algún lugar con "B"». Hasta con la necia de Rose, su hermana, se habría divertido de ver su cara cada vez que coqueteara con algún hombre para que les invitara un trago. Pero sin ella, no tenía chiste. «Rose, Rose, Rose. Mi hermana mojigata. Con el mundo a sus pies, como CEO de una gran empresa de Nueva York; y no sabe nada de seducción»; pensaba mientras abría la puerta de su elegante, aunque sencilla casa.
Se tambaleaba un poco subiendo las escaleras; y entró a su amplia habitación desplomándose sobre el diván con una risita involuntaria que se coló entre sus labios. Y luego estalló en una sonora carcajada de borracha, que rápidamente ahogó pensando que podía molestar a los vecinos.
—No fue mi culpa Rose —dijo recostada en el diván pasando la borrachera y recordando lo que provocó el distanciamiento entre hermanas —. Tu prometido estaba en el lugar y momento equivocados.
—Te hice un favor al ponerlo a prueba y falló estrepitosamente —dijo como si tuviera a Rose frente a ella. Pero su hermana nunca le dio esa oportunidad.
Recuerda que hace solo unos meses atrás, en casa de Rose entró con la llave que esta le diera; y ahí se encontró con Matt tomando un trago de coñac en espera de su prometida.
—¡Eres una perra, una zorra maldita! —le gritó su hermana mayor al verlos juntos en la cama.
Rose ni siquiera se molestó en quitarle las llaves. Solo cambió las cerraduras y la bloqueó en su teléfono y de todas sus redes, pero pensar en ello, ya no le causaba risa.
«¿Qué era lo que iba a hacer? Ah, sí. Tomar un baño caliente»; pensó levantándose para detener las vueltas del cuarto.
Ya en el baño, dejó correr el agua sentada al borde de la bañera; y el recuerdo de su solitario cumpleaños le asalta la mente. Un par de «galanes» se le acercaron en el bar, pero los rechazó lo más amablemente que pudo pues no tenía ganas de jugar. Y menos al escucharlos decir las consabidas frases clichés, con las excusas para acompañarla.
Pero esa noche no estaba de humor, había perdido las ganas al comparar ese cumpleaños con los anteriores. El de sus veinticinco fue épico. El de sus veintinueve no estuvo mal: una doble cita acompañada de Peter, el abogado; y su amiga Clara con el director de tecnología... «¿Cómo se llama? Wendell o algo así. Y la muy estúpida va y se casa con él; "tenemos mucho en común"; masculló entre dientes con sorna al imitar a su amiga. "Tonta"».
Miranda sacudió la cabeza para exorcizar todos esos recuerdos y una vez que la bañera estaba llena, se sumergió al agua y siente como el efecto del alcohol va cediendo. Cerró los ojos y notó complacida que ya nada daba vueltas así que disfrutó del momento pensando, mañana iría de compras para animarse. «Zapatos. Siempre serán zapatos». Sonrió. «Y un bolso que haga jue...».
El ruido que escuchó atravesó la casa llegando a sus oídos y provocando una natural sensación de sorpresa, junto a un miedo instintivo. «¿¡La puerta principal se ha cerrado!?». Se incorporó levemente y permaneció muy quieta en espera de volver a escuchar algo más, pero el silencio se apoderó de todo a su alrededor. Repasó la distribución de la casa en su mente: La puerta de entrada daba a un pequeño pasillo que termina en un salón de concepto abierto. La cocina, de diseño simple, cuenta con un mostrador con tope de mármol, una estufa de seis quemadores y una suerte de gabinetes empotrados en las paredes. Desde ese punto, se puede ver la sala, decorada con un sencillo sofá de terciopelo negro, una mesa de centro cuyo tope es un cristal ahumado y la tele en frente.
Estaba tan pendiente de escuchar algún ruido que el sonido de una gota retrasada que salió por el grifo, la sacó de su ensimismamiento provocando que se riera de su estúpida situación. «No pasa nada»; pensó.
Eran las dos y dos de la madrugada, cuando envuelta en su bata de noche con la mente más despejada por el baño, baja las escaleras de regreso al piso inferior de su casa heredada; y más animada se dirigió a la cocina. En el camino se asomó al pasillo que termina en la puerta principal de la casa y ve con alivio que esta, está cerrada. Y antes de continuar, se detuvo y decidió comprobar los seguros. Todos, incluso el que requiere de llave, estaban puestos y la tranquilidad regresa en la forma de una sonrisa.
Al llegar a la cocina se llevó otro desaire; aún no había hecho la compra y la luz del refrigerador la iluminó en su, casi vacío esplendor. Suspiró arrepentida de sus tonterías infantiles que le llegan con la ebriedad; «Al menos me queda algo de mantequilla de maní»; pensó distraída y sacó el pan, untándolo abundantemente, mientras buscaba con el rabillo del ojo el calendario de hojas en la pared a su lado, pero no estaba ahí; solo el espacio vacío y el gancho del que colgara. De seguro en alguno de sus arranques lo habría tirado por la ventana, para que la fecha no le hostigara recordándole su cumpleaños. No lo recordaba, pero, «no importa»; se dijo mientras caminaba con su sándwich a ver la tele.
Miranda nunca fue muy organizada. Nunca tuvo que serlo ya que, como hija de un importante y rico empresario, no le fue de necesidad. Pero por eso mismo, ahora solo tenía mantequilla de maní en el refrigerador. «No importa. Mañana compraré unos quesos y embutidos con...».
Pasos. Pesados y lentos pasos resonaban descendiendo las escaleras. Con el corazón agitado a más no poder, corrió de regreso a la cocina y se escondió tras el mostrador temblando de miedo. «¡Hay un intruso en mi casa!»; exclamó en su mente. Aterrada miró a todos lados y al ver el contenedor de cuchillos, tomó uno, el más grande. Los pasos se acercaban y sintió que alguien se asomaba a la cocina.
«¡Oh, Dios!». La mujer se llevó una mano a la boca para controlar las ganas que tenía de gritar al escuchar un suspiro. Un inconfundible suspiro masculino, al otro lado del mostrador y el miedo le atormentó, pero no quiso que se apoderara de ella. Se aferró al mango del cuchillo con ambas manos y se dio cuenta que su cuerpo temblaba.
Entonces cae en cuenta de que no escuchaba nada. El silencio era interrumpido por algún auto que cruzaba la calle ocasionalmente. Miró al suelo y por un segundo cerró los ojos con la angustia de lo que habría de ocurrir. Al volver a abrir los ojos, una sombra ocultaba la luz que proviene de la calle; una sombra al borde del mostrador. Abrió la boca para gritar con todo su cuerpo sacudiéndose, pero el grito no salió; más bien sintió como un borbotón de agua invade su boca y garganta e instintivamente se incorpora. Despertó.
Miranda tosió para expulsar algo del agua que había tragado mientras su mente se ubicaba, hasta caer en cuenta que se había quedado dormida en la bañera. «¡Que horrible pesadilla!»; pensó, mientras se deslizaba fuera.
—Asco, entró agua a mi boca — se dijo y por fin lo reconoció —: Tomé demasiado.
Se acercó al lavabo para hacer gárgaras, pero en el botiquín, no encontró su enjuagador. Solo una lata de crema de afeitar que obviamente no era suya. Entonces recordó haber pasado un par de noches con Peter antes de que se fuera de viaje a Cleveland. Seguro él la había olvidado ahí.
«Que coraje me da ese hombre»; pensó mientras salía a buscar su bata de baño. Desde que le conocía y tuvieron intimidad, hacía hasta lo indecible por enamorarla. Peter era un buen hombre, con un trabajo bien remunerado. Excelente amante y cocinaba de maravilla, pero Miranda aún no quería formalizar una relación. «¿Por qué habría de volver a compartir su espacio con alguien?» Su independencia, es lo que más había aprendido a apreciar en los dos años que llevaba sola. «Es mejor como estamos: Amigos con privilegios, sin ataduras sentimentales»; pensó orgullosa de su capacidad para tomar una decisión segura; o casi segura. «Tal vez, lo pensaría después».
Con el rabillo del ojo miró hacia la habitación y se espantó al notar que, algo en esta había cruzado en medio de la semi penumbra. Dirigió toda su atención desde el baño iluminado al oscuro espacio y esperó unos segundos que iban calmando su ansiedad.
Pero sí pasó. La figura de un hombre que cruzaba por frente al espejo; y Miranda aspiró violentamente por la impresión. Buscó en derredor, y se armó con el destapacaños. A fin de cuentas, era un palo rígido con que podía defenderse. Con mucho cuidado y lentitud se aproximó a la entrada entre el baño y la habitación. Antes de entrar, coló su mano palpando la pared hasta dar con el interruptor.
Con una agresiva inyección de adrenalina, encendió la luz y se adentra con el destapacaños en alto dispuesta a sorprender al invasor con el primer golpe. Pero la sorpresa fue para ella al ver que no había nadie en el cuarto. Todo estaba quieto y silencioso. Corrió a la puerta de la habitación y la abrió. Pero todo seguía en silencio. Ya calmada comenzó a pensar que su imaginación y los tragos, le pasaban factura con alucinaciones.
Es entonces que Miranda sopesó que tal vez su única amiga Clara, tenía razón: «Necesitas un psicólogo»; le había recomendado. Eso o; no quiso pensar que pudiera ser un fantasma. «Los fantasmas no existen. Son problemas en mi mente, imaginaciones que tengo por andar pensando tanto en la muerte». La muerte de su madre, su padre... los abuelos. Y los problemas con su hermana tan necia.
De regreso al baño, se reía de lo estúpida que debía verse con el destapacaños en la mano y completamente sola. Tiró del tapón de la bañera y el agua comenzó a irse por el desagüe como se iban sus ganas de seguir despierta. Descubrió su reflejo en el espejo y notó que tenía los ojos algo cansados, con ojeras. Parecían bolsas de compra y las apretó para palpar lo llenas que están. Puede que haya sido por el llanto que soltó en el taxi camino a la casa; luego de sus cinco cocteles de celebración de un cumpleaños solitario. «Tomo nota. No volver a tomar whisky sola, para que esos sentimientos no vuelvan a aflorar».
—¿Me estaré volviendo loca? —se preguntaba mientras respira profundo y más calmada.
Haría la cita con el psicólogo al día siguiente y si tenía suerte le podrían ver el mismo día. «Sí doctor, hay fantasmas en mi casa y parecen estar a gusto»; comenzó a burlarse de sí misma. «Y es el fantasma de un hombre. Claro, con lo desesperada que estoy de compartir mi espacio».
Esta vez, con sinceridad, se ríe divertida de lo que piensa.
«Si la abuela estuviera vagando como fantasma, lo haría en el hospital. ¿Verdad? No sé exactamente las reglas del más allá. Eso es lo que dicen de los fantasmas». «Cuanta estupidez Miranda, eres una mujer lógica, pero tu mente te está jugando una mala pasada. No más cocteles con whiskey». Volvió a reír. «Dormiré y todo estará bien. Mañana me reiré de esto».
La mujer decidió, acomodarse entre las sábanas y tranquilizarse, porque «no pasaba nada». Eran las dos y dos de la madrugada en el reloj sobre la mesa de noche y con los ojos cerrados esperaba un ansiado sueño que la llevase lejos.
De pronto, la luz de la habitación se encendió y como impulsada por resortes, quedó sentada al borde de la cama. Con miedo y curiosidad en su mente, se levantó y apago la luz comprobando que todo a su alrededor estaba en calma. Una sepulcral calma que le recordó cuando a los siete años, vio a su abuelo en el ataúd. Parecía que dormía y que en cualquier momento abriría los ojos y se levantaría para tomarle de los hombros, abriendo su boca para morderla hasta arrancarle un pedazo de rostro. Porque ya no sería el abuelo, sino un muerto en vida, un zombie buscando alimentarse de ella.
Pero con la madurez llegó la seguridad de que, todo era producto de la imaginación activa de una diseñadora gráfica. Todo estaba tranquilo y silencioso, excelente para poder dormir y olvidar esa pesadilla. Pero no bien cerró los ojos cuando la luz en el cuarto se volvió a encender. «No puede ser»; pensó tratando de mantener la calma. Dominando el miedo, se levantó y ya enfadada, bajó el interruptor. La luz se volvió a encender una vez más.
—¡Maldición! —gritó esta vez.
Apagó y se quedó unos segundos observando el foco Que no tardó en volver a encender; entonces mira al interruptor. ¡Está encendido! Extendió lentamente su mano hacia el interruptor, mientras iba temblando toda la distancia para alcanzarlo y lo apagó. Justo frente a sus ojos, con la tenue luz que provenía de la calle, vio como el interruptor... «¡Se movió!» Y La luz vuelve a encender.
«¡No me vas a asustar fantasma!»; se envalentonó mentalmente. Debía estar soñando o algo andaba mal en el interruptor. «Solo tengo que quitar el foco»; pensó triunfante. «Eso. Me subo a la cama y retiro el foco. Así ya no podrás joder, maldito fantasma en mi mente». Al acercar la mano, el foco comenzó a brillar con más intensidad, cada vez mayor, hasta que reventó provocando que se le escapase un grito cuando los finos cristales se esparcieron por la habitación.
Miranda observó la roseta con los alambres del foco sobresaliendo y se sintió algo victoriosa pues no volvería a encender. «No hay problema»; se dijo pensando. En la mañana llamaría a Peter para que lo repare. Realmente ese hombre era encantador. Gustoso vendría a ayudarle. Incluso, lo podría llamar en ese mismo instante para que le hiciera compañía. Para él no sería problema acudir en la madrugada esperando estar con ella. Lo haría por ella. Aunque no entendía porqué. «Idiota. ¿Por qué te enamoraste de mí? ¿Qué no ves que ni siquiera yo me soporto? Te estoy usando».
Busca su teléfono, pero en el cuarto no lo encuentra. «Tal vez en el piso de abajo» pensó; y salió de la habitación casi corriendo, bajó ruidosamente las escaleras y se puso a buscar. El teléfono no estaba en el sofá como pensaba, ni siquiera entre los cojines. En la cocina, limpia y sumergida en la penumbra, no había rastro.
Revisó los cajones, las mesas, frente al televisor. Buscando bajo el sofá, escuchó los pasos nuevamente que bajaban precipitadamente las escaleras. En cualquier momento, podría ver a quien se apareciera en la sala.
Nadie. Nadie había llegado. El miedo regresó a su corazón que quería salírsele del pecho. Miranda se acercó lentamente a las escaleras y una vez alcanzó el primer escalón, echó a correr subiendo a la carrera y pudo escuchar que «eso» la perseguía escaleras arriba, y muy de cerca, cuando al fin alcanzó la entrada del cuarto, cerró la puerta y corrió el seguro.
Algo se estrelló contra la puerta con violencia y la manija se sacudía rápidamente. Esta vez, en serio estaba muy asustada, retrocedió y pudo ver como el seguro en la perilla se movía. Claro, eran perillas de seguridad que permiten abrir desde afuera con tan solo una moneda. Alguien del otro lado está abriendo y ella no quiso permitírselo. Se hizo con la perilla tratando de evitar que esta girara y sostuvo la puerta con todo su peso. Pero no fue suficiente y Miranda se vio proyectada por una fuerza superior a las suyas, que le hizo caer de bruces al suelo.
—¡Ok, de acuerdo! —gritó mientras se levantaba de un salto para encarar al intruso —. Eres un fantasma real. ¡Pero esta es mi casa! ¡No puedes quedarte en mi casa!
La puerta de la habitación estaba abierta y en la entrada, pudo ver la figura oscurecida de un hombre alto que parecía mirarla. Estaba harta; «fantasma o no, esta es mi casa, no tienes razón para estar aquí».
—¡Largo de mi casa! —gritó con todas sus fuerzas antes de que su voz se quebrara por el llanto, al pensar que iba a morir —. ¡Lárgate! ¡Lárgateeee!
Las lágrimas invadieron sus ojos y la figura no se movía de la entrada; solo nota que aquella sombra abría y cerraba los puños. Llena de pánico entró al baño y cerró la puerta tras ella apoyando todo su peso sobre esta para no dejar entrar al espíritu; y al mirar a su alrededor se dio cuenta de su grave error: «Estúpida. ¡Estúpida, te encerraste a ti misma! ¡Los fantasmas atraviesan las paredes!». A través de la endeble puerta del baño, logró escuchar cómo los cajones de la cómoda se abrían y cerraban.
Pero lo que le alteró todos sus sentidos hasta lo más profundo de su alma, fue que le escuchó hablar.
—¿Hola? ¿Robert? Soy yo, Logan —escuchaba ella desde el otro lado de la puerta —. Disculpa la hora, pero... la vi, Robert.
—...
—¿Cómo que a quién? A ella.
—...
—Sí. Miranda...Newman, creo que era su nombre.
«Conoce mi nombre. ¿De qué habla?»
—Me ha pegado un susto atroz. Desde hace días que han estado pasando cosas extrañas. Desde el 22 de octubre, pero hoy...
—...
—¿Dices que era su cumpleaños?
Miranda retrocedió con miedo y angustia en medio de confusión.
—...
—Pero eso fue hace un año.
«¿De qué habla?»; pensó Miranda con una angustia que iba creciendo.
—...
—Sí —contestó Logan a su interlocutor —. Comenzó con cosas pequeñas, pero poco a poco se fue incrementando. Tú ya sabes: revisando los cajones. Subiendo y bajando las escaleras. Encendiendo las luces, moviendo cosas. ¡Incluso cuchillos!
—...
—¡No te rías, no tiene gracia! —replicó Logan — Acabo de verla justo frente a mí, exigiendo que me largue y se veía normal; como tú o yo.
«¿De qué está hablando? No comprendo lo que dice».
Miranda no podía creer lo que escuchaba. De pronto, sintió algo que le ha tocado la pierna. Al voltearse lo que ve, es la gota que desplazó del vaso, la poca cordura que le quedaba.
—No puedo seguir así —decía Logan del otro lado —. Ahora mismo me largo a un hotel. Si la muerta quiere quedarse la casa, se la dejo.
—¿La muerta? ¡Yo no estoy muerta! ¡El muerto eres tú, maldito imbécil!
Miranda comenzó a pegar en la puerta con rabia.
—¡Tú eres el fantasma! —Gritó desesperada.
—Ahora está pegando en la puerta del baño —dijo la voz de Logan del otro lado.
Con el terror plasmado en su rostro Miranda encara lo que ha encontrado. La mano colgando por fuera de la bañera, el cuerpo sumergido y desnudo de Miranda en rigor mortis miraba al vacío, con ojos apagados. La piel ya grisácea y su cabello negro flotando en el agua quieta, como lianas de una planta en una laguna empozada. Su boca estaba entreabierta en un último aliento. Un aliento en el que trató de gritar por ayuda; porque en ese preciso momento, se arrepintió de su segura decisión.
Miranda entonces lo recordó todo. Era su cumpleaños, y no tenía con quién pasarlo. Incluso Peter estaba fuera de la ciudad. Nadie la llamaría, nadie le desearía un feliz cumpleaños. Todos estaban muy ocupados para recordar que el 22 de octubre era su día. Fue al bar buscando animarse, pero se sentía tan decepcionada que no se dio cuenta que pudo haber conocido a alguien esa noche y le rechazó. Alguien que al menos le hiciera olvidar su depresión.
Se ensimismó tanto en sus fracasos que olvidó que había apagado los datos de su celular. Tal vez así hubiera recibido los mensajes de su hermana que le decía que quería verla. También se perdió del mensaje de Peter: «Feliz cumpleaños hermosa». Se encerró en sus pensamientos, tan profundo, que se olvidó del hombre que estaba para ella incondicionalmente; y no quiso llamarle.
Y una vez en la casa, con la bañera llena de agua caliente se hizo los cortes de la manera apropiada y dejó que la sangre saliera con abundancia, llorando su lastimera situación; porque la realidad era, que ya no soportaba la soledad. Ya no podía volver a la casa sola, soportando estoicamente el silencio por el orgullo fatuo de no necesitar nada de nadie. Y cuando su mano ya no pudo sostener ni siquiera la hoja de afeitar, se acordó de sus padres, juntos hasta que la muerte los separó y de la numerosa familia de la que solía ser parte y aun así sintiéndose sola. Recordó a su amiga Clara disfrutando de su luna de miel en Bermudas o Bahamas...
Se acordó de Peter. Recordó sus besos y la forma en que se preocupaba por ella. Y, aun así, ella le apartó. Quiso moverse, llegar a su teléfono y llamarle, pero las fuerzas ya le habían abandonado. Y en ese último aliento, se le escapó un quedo grito apenas audible de auxilio.
Miranda ve su cuerpo y no puede negar la realidad de lo que le ha ocurrido.
Entonces grita. Grita con el desespero de lo irremediable. Grita con la locura invadiéndolo todo.
Al otro lado de la puerta, Logan escuchaba los gritos y cerró la maleta con todo lo que ha podido recoger y un tétrico escalofrío que lo invade de pies a cabeza.
«Tú ganas Miranda. Me voy»; pensó. Tan solo lo pensó por el miedo de que el espíritu de la mujer le respondiese. Bajó las escaleras y aún podía escucharla. Salió a la calle y todavía los gritos del fantasma de la chica le martillaban los oídos. Que bueno que el taxi llegó unos segundos después.
—¡Arranque! —urgió Logan al taxista cubriéndose los oídos.
En la calle que ha dejado atrás, los gritos se han tornado en una maniática risa de loca desesperanza solitaria, que nadie más escuchaba.
FIN
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