
08.
EL EMPLEO
Alguien la sacó con brusquedad de la cama.
Le había llevado prácticamente la madrugada entera conciliar el sueño. La mayor parte de las horas, mantuvo los ojos abiertos. Alarmada. Convencida de qué, sin dudas, se trataba de una de las peores noches de toda su vida. Bajo un débil rayo de luz que provenía de la farola que se encontraba fuera y colaba por la ventana, observó los detalles de la tenebrosa habitación. Humedad en las paredes, pintura deteriorada, muebles de roble viejo que rechinaban causando sonidos espeluznantes. Hacía un frío de mil demonios; una corriente de aire helada ingresaba por un hueco que había en la ventana justo al lado de su cama. La manta que la cubría era delgada, por lo que debió envolverse en la chaqueta para obtener un poco de calor.
Quería llorar. En Sion Creek, sin dudas, tenía una vida en mejores condiciones —referido a lo material—. Los hombres de la comunidad se ocupaban de realizar mantenimientos en la gran casa, al menos, dos veces al mes. Las habitaciones siempre olían a lavanda o jazmín. Tenían calefacción para mantenerse cálidos durante el invierno. Aunque los muebles también eran antiguos, eran de calidad y estaban prolijamente cuidados.
«Podría volver...» divagó.
«No. No puedes».
Logró descansar sobre el amanecer hasta que, un par de horas después, Oscar explotó de furia al verla aún dormida.
—¡Estás no son horas para dormir! —exclamó el hombre indignado. La sujetó por los brazos y luego, la empujó hacia el piso. Cayó sentada pero su espalda golpeó contra la estructura de hierro de la cama y largó un quejido—. Cierra la boca. No tienes de nada de qué quejarte. Cambiáte y sal a buscar un empleo, mierda.
—Lo haré, señor. Lo haré —agregó sin aliento.
Todavía no estaba recuperada de la última paliza que le dió el profeta en Sion Creek. Aún le dolían los brazos, el cuello, el torso y las piernas. Debía ser fuerte. En su mente entendía que los castigos eran parte de la disciplina; necesarios para mantener a las personas en el camino del bien. El libertinaje convertía a las personas en perversos e impuros guiados por seres oscuros con malas intenciones.
«Levántate. Tienes que agradecer al señor Oscar por abrirte las puertas de su casa. Tienes alimentos y un techo. No puedes fallarle».
—Señor, ¿dónde están las demás chicas?
—En el instituto —respondió gruñón—. Tu comenzarás el próximo lunes. Ahora, date prisa —se retiró.
Becca se ocupó de hacer la cama. Sacudió las sábanas, las estiró y ocultó la chaqueta deportiva debajo de ellas. No olvidaba la advertencia que le dio Alexa: «si mañana se me antoja usarla, te la quitaré». Tenía la esperanza de que si la ponía lejos de su vista, su compañera de hogar se olvidaría de la prenda. Por último, colocó el cubrecama y un par de almohadas para disimular el ligero bulto. Después, se vistió con un vestido rosa pastel y encima, el sweater beige. En el cuello, se acomodó una delicada cadenita con una cruz en el medio y la acarició un instante, tratando de reunir calma.
«Sé dócil. Sé dulce. Sé obediente. Todo irá bien».
🤍🏀🤍
Le llevó una eternidad adecuarse al ritmo de las calles. Al principio, se mareó a causa del sonido del tráfico y la marea de personas que caminaban rápido de un lado a otro. Becca estaba acostumbrada al silencio, los espacios vacíos y la calma. Permaneció un largo rato sentada en el banco de un parque infantil, donde niños y niñas jugaban en las atracciones. Sonrió al ver la manera en que reían mientras disfrutaban los columpios, se echaban por el tobogán o giraban en el carrusel. Aquello la hizo echar de menos a sus hermanas pequeñas, la alegría genuina que transmitían mientras correteaban por el jardín trasero o las carcajadas contagiosas en momentos impensados.
—¿Tienes hijos? —preguntó una amable mujer que se había sentado a su lado minutos atrás.
—No. Solo... Solo tomo un descanso. ¿Usted?
—Es entendible. El día está increíble —comentó. —Sí. Tengo dos niñas. Las que están en los columpios. ¿Quieres un poco? —extendió un paquete de palomitas de maíz.
—Sí. Gracias —Becca extendió la mano y sacó una pequeña cantidad. Fue el primer alimento que probó en el día—. Sus hijas son adorables.
—La mayor parte del tiempo, sí. Lo son —bromeó. Becca sonrió.
—Sabe... ¿Usted sabe dónde podría encontrar un empleo? —se animó a preguntar. Al menos la mujer tenía un modo amable de conversar.
—¿Buscas empleo?
—Sí.
—Oh. Claro. Tendrías que fijarte en los anuncios del períodico. Hay una página completa sobre ofertas de empleo —explicó—. También puedes fijarte en los escaparates de los negocios. Ahí suelen publicar avisos —agregó. Se mantuvo en silencio durante un par de segundos, hasta que recordó un dato—. ¡Ya sé! He visto uno, de camino al parque. Es en una cafetería. Déjame que te apunto la dirección —pronunció mientras sacaba de su bolso una libreta pequeña y un bolígrafo. Allí escribió la ubicación de la cafetería y se la entregó a Becca—. Es fácil de llegar. Está a unos quinientos metros de aquí.
—Gracias. Gracias. Muchas gracias —no pudo contener su alegría. Sabía cómo buscar un empleo y tenía una oportunidad entre manos. Obtuvo algo de claridad entre tanta confusión—. Dios la recompensará por esto.
Todos los clientes se voltearon a mirar a la joven que ingresó al café. Portaba un vestido inusual: largo y rosado. Encima, un sweater de lana beige la abrigaba mientras que su cabello caía de costado en una larga trenza. No había una gota de maquillaje en su rostro. Piel blanquecina, ojos color cielo y una lluvia de pecas caía sobre su nariz y mejillas. Temerosa, Becca se acercó al mostrador y se inclinó ligeramente sobre sus codos. El lugar olía a café, tortitas y canela. Su estómago rugió de hambre.
—Hola, cariño. ¿En qué puedo ayudarte?
—Hola. Eh, vengo... Vengo por el empleo.
La mujer alzó las cejas, sorprendida.
—¿Cuántos años tienes?
—Dieciséis, pero cumpliré diecisiete en tres meses —murmuró.
—¿Cómo te llamas?
—Becca... Bueno, Rebecca pero... pero prefiero que me llamen Becca. Larsen... Larsen es mi apellido.
—De acuerdo, Becca. Mi nombre es Maggie. La dueña de este lugar —se presentó—. Dime, ¿tienes experiencia como camarera?
—Yo no... No he tenido un empleo antes, pero... pero aprendo rápido. Y sé hacer toda clase de tareas domésticas, si eso sirve de algo.
Maggie la estudió con la mirada. Parecía una chiquilla asustada y perdida. Titubeaba al hablar, no había nada de seguridad en su voz pero le resultó genuina. Sincera. A pesar de la inseguridad, había una especie de ilusión en su modo de dirigirse... Algo que no se encontraba en los aspirantes de ese tipo de empleos. La mayoría pretendía hacer el trabajo lo más rápido posible y llevarse el dinero.
—Me agrada tu entusiasmo —sonrió amable—. Necesito a alguien que pueda darme una mano por las tardes. Normalmente lo hacía mi hijo, pero hace poco ingresó al equipo de baloncesto escolar y ya no tiene demasiado tiempo para estar aquí.
—Mamá... Deja de hablar sobre mí, ¿quieres? —pronunció el chico algo avergonzado de que su madre develara detalles de su vida a cualquier desconocido—. Ey, hola —apareció detrás del mostrador.
Becca elevó la mirada hacia él.
—Ah, no es para tanto. Ni siquiera había empezado a hablar —bromeó—. Becca, él es mi hijo, Julian. Julian, ella es Becca y, si le parece bien, la nueva camarera.
—¿En serio? —los ojos de Becca se abrieron más de lo normal.
—Sí. Haremos una prueba, ¿está bien? Te enseñaremos de qué se trata, lo pondrás en práctica y luego nos dirás si quieres quedarte oficialmente. ¿Estás de acuerdo?
—Sí. Sí. ¡Gracias! —puso una sonrisa amplia—. Haré lo mejor que pueda, lo prometo.
—No lo dudo —murmuró—. Julian, ya que ocupará tu puesto, muéstrale un poco de que se trata.
—Sí, claro. Ven por aquí, Becca —dijo guiando a la peculiar chica hacia la parte trasera de la cafetería.
Cautelosa, fue tras el muchacho que se movía con naturalidad a través de las instalaciones. Julian tenía dieciocho años; medía un poco más de un metro ochenta, su cabello era corto y rubio, su cuerpo atlético y fuerte. Era deportista, siempre había tenido habilidades para el baloncesto aunque por mucho tiempo se dedicó a minimizar su talento. Ayudar a su madre en la cafetería había sido su prioridad durante la mayor parte de su vida, hasta que la mujer se enteró que el entrenador lo estaba buscando para el equipo escolar. Entonces, le hizo entender que debía trabajar en sus habilidades. Valía la pena. Le abriría un camino fácil hacia la costosa universidad.
Poco a poco, Julian le explicó a una tímida Becca las tareas que debía llevar a cabo. Atender a los clientes, servir los pedidos, limpiar las mesas y lavar utensilios. Nada de otro mundo. Lo que realmente la ponía nerviosa, era la interacción con la gente.
—Mira, el trabajo aquí no es complicado. Tienes que ser paciente con la gente. Y apuntar los pedidos para no olvidar nada —resumió—. Quizá en algún momento te equivoques, pero no pasa nada. Lo cambias y listo. ¿Alguna duda?
—No —respondió apenada y con la mirada baja.
El chico la intimidaba. No acostumbraba a relacionarse con varones de su edad.
—¿Segura? Bueno, cualquier duda que tengas, puedes preguntarme. Sin miedo —soltó relajado—. ¿Vas al instituto?
Ella negó.
—En realidad yo voy... voy a empezar el próximo lunes —contestó.
—Ah, ¿eres nueva en la ciudad?
—Yo... Uhm, algo así —se encogió de hombros.
—¿Vives por aquí cerca?
El chico hacía demasiadas preguntas.
—S-sí —titubeó—. Estoy... Vivo en un hogar de acogida —largó con ingenuidad.
Julian alzó las cejas, inspiró una bocanada de aire y le echó un vistazo con más atención. Desde que la cruzó en el mostrador, notó algo extraño en ella. No podía explicarlo con exactitud pero Becca desprendía cierto aura inusual. Parecía temerle a algo. Rodeada de incertidumbre.
—Oh, está bien —respondió. No quiso indagar más por temor a incomodarla. Si estaba en esa clase de hogar solo podía significar dos cosas: su familia murió o sufrió algún tipo de negligencia por lo que tuvo que separarse de ellos—. Bueno, Becca. Supongo que mi mamá te indicará los horarios y demás formalidades. Podrás empezar mañana.
—De acuerdo —sonrió ligeramente. En su interior, quería gritar a los cuatro vientos que había conseguido un empleo por sí misma. No lo podía creer.
—Te veo mañana.
—Adiós —se despidió.
El muchacho regresó a sus tareas habituales. Becca permaneció detrás del mostrador hasta que Maggie reapareció y le indicó los horarios de entrada y salida. Le dijo que no era puramente exigente con la puntualidad pero que esperaba que pudiera trabajar cuatro horas al día durante la tarde. Becca se comprometió a hacerlo. Después, se despidieron y se marchó, tras pactar que regresaría al día siguiente.
Pensativa, Maggie se apoyó sobre el recibidor y suspiró en dirección a la puerta. Finalmente había conseguido una aspirante que le causaba buena espina. Al menos la chica tenía entusiasmo y ganas de aprender.
—Mamá... —Julian regresó—. Tenemos que contratar a esa chica.
—¿Has visto lo mismo que yo?
—Sí —coincidió—. Necesita urgente un empleo.
—Lo sé, hijo. Y lo tendrá.
🤍🏀🤍
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