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02.

EL RESCATE


«Compórtate. No llores. Obedece» se repitió a sí misma en un tono de voz inaudible. Estaba sentada en un taburete de la sala de espera de un hospital. Tenía un ligero recuerdo de esa clase de recintos cuando, a sus ocho años, le tocó despedir a su abuela que había sufrido un accidente. Aún no podía asimilar lo que había causado tan solo haciendo una llamada. Dobló las piernas sobre su pecho, las abrazó y posicionó sus manos uniendo las palmas. Cerró los ojos. Percibió su corazón latir presa del miedo. «Dios, Padre Eterno, en el nombre de Jesucristo, tu Hijo, te pido que no me dejes sola. Te suplico que me guíes en este mundo desconocido. Te pido que me perdones por haber traicionado a Él. Te suplico que puedas entender mi decisión. Te pido perdón por haber sido tan débil...» se balanceó suavemente en el taburete mientras oraba en voz baja.

Se sentía terriblemente culpable.

Cuando la policía intervino aquella tarde, la casa se convirtió en un alboroto. Mujeres y niñas gritaron aterradas por todas partes. Suplicaban que no les hicieran daño, a pesar de que los agentes fueron amables y cordiales con su trato. Pidieron por Joseph Warren, pero ninguna supo responder exactamente a dónde encontrarlo. Finalmente, identificaron a Rebecca. Ella confesó ser la persona que realizó el llamado y accedió a marcharse con ellos. Fue automático. Recorrió el camino de salida con la mirada en el piso y una marea de lágrimas que no podía detener. No se atrevió a ver el rostro de sus hermanas, le bastó con ver la expresión de un par que la miraban como si fuera la reencarnación del mismísimo demonio.

Nunca se lo perdonarían.

—Rebecca, cariño. Es tu turno. El médico te está esperando —indicó una amable enfermera llamada Ellie—. ¿Te encuentras bien?

Ella asintió. Después, se puso de pie dura como una roca. Llevaba unos quince minutos aislada en esa pequeña sala. Fría y silenciosa. Llevaba una bata blanca de hospital; debajo solo tenía la ropa interior y calcetines. Nunca la había visto un médico —o al menos no lo recordaba— por lo que sentía un inexplicable terror. La derivaron allí tras un breve interrogatorio en la comisaría que, en realidad, fueron preguntas con respuestas monosilábicas. «¿Has sufrido maltrato físico? ¿Te golpearon?» a lo que Rebecca respondió «sí». «¿Has sufrido abuso sexual?» a lo que Rebecca respondió con un encogimiento de hombros. No tenía idea de qué se trataba el abuso sexual. Solo sabía que, al concretar matrimonio, Él se encerraba con una esposa en su habitación y tenían intimidad, pero no estaba segura de qué se trataba exactamente. Existía un gran sufrimiento en su interior, voces que habían sido acalladas un centenar de veces y que aprendieron a mantenerse en silencio, como si fueran insignificantes... Como si no importaran. Rebecca no conocía el valor que podía llegar a tener su voz. Además, había un nudo gigante en su garganta que le impedía liberarse y múltiples muros construídos a su alrededor, como un escudo de protección. El equipo que la recibió en la comisaría, se rindió fácilmente. Tenían muchísimos casos que tratar a cada minuto; no querían perder el tiempo con una chica que parecía haber olvidado cómo pronunciar una oración de corrido. Así que, unas pocas preguntas después, siguieron el protocolo de enviarla al hospital para constatar las lesiones.

—De acuerdo, ven por aquí —Ellie la guió hasta la sala contigua, decorada con motivos coloridos que le robaron una pequeña sonrisa—. Súbete a la báscula, por favor —pidió.

Rebecca obedeció. Ellie controló su peso y altura, frunció ligeramente el ceño al comprobar que estaba por debajo de un número saludable. Quizá debía aumentar unos siete u ocho kilos para obtener el peso ideal de acuerdo a su edad y medidas. No se lo dijo. La joven se veía demasiado asustada como para darle otra preocupación que, a fin de cuentas, podría solucionarse con una correcta alimentación.

—Ahora, siéntate en la camilla. El médico te verá enseguida.

—¿Te irás?

—No, tranquila. Me quedaré aquí todo el tiempo.

La joven bajó la mirada en cuanto la puerta se abrió e ingresó un hombre de unos cuarenta años, alto y de expresión amable. Vestía un delantal blanco y llevaba un estetoscopio alrededor del cuello. Enseguida, Ellie le entregó la cartilla con apuntes y él echó un vistazo.

—Hola, Rebecca. ¿Cómo estás?

—Bien —contestó tímida.

—Mi nombre es Doug, voy a ser tu doctor hoy. Creo que Ellie ya te lo mencionó —comentó de manera amigable—. Tengo que examinarte, ¿de acuerdo? —ella asintió—. Te explicaré cada cosa que haga, tú puedes decirme si algo te duele o incómoda, incluso si quieres que me detenga. ¿Está bien?

—Sí —tragó saliva y se atrevió a mirarlo. Parecía un buen hombre. Tenía un rostro jovial y ojos afables; le sorprendió que no se comportara como si fuera un ser superior. La trataba como a una igual, algo a lo que no acostumbraba.

En Sion Creek, las mujeres vivían para satisfacer a los hombres. Su deber era darles hijos y ayudarlos a conseguir la salvación. Mientras más esposas e hijos tuvieran, más cerca estaban de Dios y el famoso paraíso.

—Puedes decirnos lo que sea, ¿de acuerdo? Junto a Ellie estamos para ayudarte —remarcó atento—. ¿Hay algún sitio en particular que te duela mucho?

Se encogió de hombros.

—Todo el cuerpo.

El médico comprendió el panorama complicado que abatía a la joven. Había visto pacientes con toda clase de heridas y maltratos, pero pocas veces trató a jóvenes de esa edad tan distantes, perturbados y temerosos como esa chica. Apenas se expresaba. A pesar de que él explicó previamente lo que haría, cuando se acercó a auscultar su corazón, ella se sobresaltó. Ocurrió lo mismo en cada paso del procedimiento, en ningún momento logró tranquilizarla por completo.

Cuando el exámen acabó, Doug repasó lo que había apuntado en la cartilla.

Hematomas y erosiones en espalda, tronco, brazos, piernas, mejillas y cuello. Posible causante: Manos/Dedos. Objetos como cinturón o vara.

Hematomas en distintos estados evolutivos.

Marcas de estrangulación alrededor del cuello.

Es decir, habían golpeado mucho a esa chica. No solo había sido una paliza, habían sido cientos. Tenía cicatrices. Marcas. Evidencia de que el maltrato fue ocasionado de múltiples formas y diversas etapas de su vida. Además, dictaminó que se encontraba mal nutrida y débil.

—Hemos terminado por hoy, Rebecca. ¿Tienes alguna duda? —preguntó mientras apartaba la cartilla y guardaba el bolígrafo en un bolsillo del delantal—. ¿Algo qué quieras contarnos?

—Yo... —bajó la mirada, repleta de vergüenza—. ¿Voy a morir?

—No, cariño. Claro qué no. Te pondrás bien.

—Es que... El... El otro día —intentó hablar. Llevó la mirada al piso nuevamente y se aferró al borde de la camilla. Temía desatar un escándalo como ocurrió con Elissa aquella vez en Sion Creek—. El otro día encontré sangre. En... En mi ropa interior —develó casi en un susurro.

—¿Eso en qué momento sucedió?

Ella se encogió de hombros.

—No... No lo sé. Solo fui al baño y estaba ahí.

—¿Sentiste algún dolor?

Asintió.

—Me dolía mucho la parte baja del estómago.

—Oh, comprendo. Tuviste el período —trató de usar un lenguaje sencillo y coloquial.

—Eso...¿Qué es?

Ellie y Doug intercambiaron una mirada de preocupación. Había indignación y tristeza detrás. ¿Cómo nadie había sido capaz de explicarle a esa joven que la menstruación era un procedimiento normal en las mujeres? Rebecca, por su parte, se sintió apenada. Llena de nervios que golpearon su estómago y se transformaron en ganas de vomitar. Creyó que, tal como lo intuyó, había dicho algo malo. Nunca debió mencionar el tema desde un principio. Quizá, de no haberlo hecho, Él no le habría dado esa paliza ni tampoco habría querido transformarla en su esposa. Tal vez estaría, como cada noche junto a sus hermanas, orando para bendecir los alimentos de la cena. Su pecho subió y bajó por su respiración exaltada, se mordió el labio inferior y lágrimas silenciosas brotaron. Entonces, el médico puso una expresión gentil que emanaba comprensión.

—Quédate tranquila, ¿si? No te preocupes. Es algo normal. Te lo explicaremos todo.


🤍🏀🤍


Esa noche, permaneció en el hospital. El médico consideró que estaba deshidratada y anémica, por lo que tuvieron que administrarle suero para ayudar a revertirlo. Le dijo que poco a poco empezaría a sentirse con más energía. Luego, Ellie apareció con una bandeja de comida. Bistec de carne, puré de patatas y verduras al horno. La enfermera también le extendió un chocolatín «es un pequeño regalo de mi parte» dijo y le guiñó un ojo. Rebecca lo miró con deseo, pero no estaba segura de sí podía comerlo. En Sion Creek estaba prohibido cualquier tipo de alimento ultra procesado. Se alimentaban con frutas y verduras que cultivaban en los campos y, de vez en cuando, tenían la fortuna de probar un bocado de carne vacuna o blanca. Eso era un privilegio para los hombres, en especial, los que estaban más cerca de Dios. Sin embargo, la comida emanaba un aroma delicioso. «Dios, Padre Eterno, en el nombre de Jesucristo, tu Hijo, bendice estos alimentos para que puedan nutrir y fortalecer mi cuerpo».

Comió. Se sintió culpable por las porciones contundentes y no se animó a probar el chocolate por mucho que lo deseaba. Bebió agua. Y trató de dormir, pero no pudo hacerlo durante más de quince minutos. Tenía mucho en qué pensar, como en todos los cambios físicos que estaba experimentando su cuerpo —de los que, hasta ese día, jamás escuchó hablar— y también en la incertidumbre por no saber qué ocurriría con ella en las próximas horas.

De momento, estaba en el hospital. ¿Luego, qué? 


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