Capítulo 43
La mujer había muerto hacía dos días. Su cuerpo, que tenía una pierna en una posición antinatural, desprendía un olor nauseabundo. El hombre acurrucado en una esquina con su esposa, pestañeó alejando las lágrimas que le producía aquel hedor.
Estaba oscuro, solo un resquicio de luz penetraba el pequeño hueco donde habían logrado esconderse hacía tres días. En su camino, la mujer que ahora yacía muerta, una mujer de unos ochenta años, rogaba por ayuda. Un trozo de concreto le aprisionaba una pierna dejándola inmovilizada, pero la herida no había dejado de sangrar desde que la rescataron, y no podían salir. No con los invasores pululando en cada esquina afuera.
Cubrir su rostro y rezar por la salvación de su alma era lo único que podían hacer. Eso, si era que algún Dios respondía sus plegarias. El hombre ya no estaba seguro de que siquiera estuviera escuchando algo.
El hombre volvió la cabeza, exponiendo su oído izquierdo a la pequeña abertura para escuchar. Las constantes explosiones le habían reventado un tímpano algunas semanas atrás y el solo acto de sobrevivir lo había obligado a adaptarse para no morir; aunque muchas veces se sentía desorientado y mareado como a un gato al que le cortan los bigotes, sin contar el agudo dolor que le quitaba el sueño casi todas las noches.
El agua se había agotado esa mañana y la comida el día anterior. Debían salir de ahí si querían sobrevivir, pero los oía caminando fuera. Había pensado que tal vez en la noche podrían lograr refugiarse en los bosques, llegar a una de las guaridas; pero su actividad se intensificaba a esa hora, y bajo la luz del día, las pequeñas naves que raptaban o simplemente aniquilaban todo lo que se movía, los verían fácilmente.
El hombre apretó a su esposa más contra su pecho y golpeo a una mosca que intentaba posarse sobre su rostro como si ya lo reclamara bajo su canción de muerte. Otra gran explosión se escuchó a la distancia, haciendo que pequeños trozos de concreto se desprendieran de la pared, cayendo sobre ellos.
—Carlos —murmuró su esposa, asustada. Él la volvió a abrazar. Lo sabía, la estructura no resistiría mucho más y sin agua...
—Debemos irnos —dijo y su esposa lo miró. Tenía una cicatriz en la mejilla que descendía hasta su clavícula. La había recibido el día de la llegada. La acarició y su esposa asintió alejándose para permitirle acceso al trozo de madera que cubría la entrada del hueco.
La mujer hizo una mueca y se tapó la nariz. Carlos le quitó el pelo de la cara con suavidad, esperó a que ella recogiera lo poco que tenían en una mochila y abrió. Asomó la cabeza y la luz lo cegó por unos segundos. El polvo lo hizo toser. La calle estaba despejada hasta donde podía ver. Una gran nube de polvo se veía detrás de unos edificios que se habían acostado como amantes, mientras las naves atravesaban el cielo como insectos molestos. Un roedor corrió al otro lado de la calle buscando su propio lugar para refugiarse.
—Vamos.
Ambos salieron encogidos, sucios, con pasos tambaleantes y el espíritu cansado.
—No te separes de mí —le dijo y tomó la mochila.
Comenzaron a recorrer la calle llena de basura y baches; las plantas habían roto el pavimento y se adueñaban de lo que quedaba de las fachadas de las cafeterías, los carros y librerías. Carlos pensó que se libraría del olor a muerte y podredumbre, pero no fue así. La calle estaba llena de personas y animales muertos, sus pertenencias regadas a su lado. Escuchó como su esposa se detenía y vomitaba al ver unas cabezas incrustadas en lanzas. Los gusanos ocupaban los orificios de sus bocas y ojos y las aves picoteaban la piel, desprendiéndola de los huesos. El hombre también tuvo arcadas, pero fue con su esposa y le acarició la espalda.
Pudo sentir los huesos bajo su palma y apretó la mandíbula. Volvieron a moverse, pero su esposa lo detuvo antes de doblar una esquina. Él la miró extrañado y entonces los escuchó. Miró en todas las direcciones, buscando un refugio; una nave pasó sobre ellos y se pegaron a la pared para no ser vistos; su mano casi tocando una mancha de sangre. Se arrastraron detrás de un letrero roto y contuvieron la respiración mientras unos cinco saqueadores cruzaban dialogando en su extraño lenguaje. Al hombre le pareció agudo y chirriante. Ese lenguaje se había convertido en el lenguaje de la muerte y la desesperación.
Carlos se percató de la billetera abierta que estaba cerca de él. Una foto de una familia sonriente le devolvía la mirada. La sangre sobre ella le dio un indicio de cómo había terminado, posiblemente, el propietario.
Su esposa señaló un parque lleno de árboles que estaba prácticamente intacto. Los saqueadores no tocaban los árboles. Por eso la mayoría de los refugios estaban en los bosques y desde que se habían enterado de esos lugares habían luchado por llegar a uno de ellos. Pero los saqueadores estaban en todos lados, destruyendo, masacrando, saqueando, violando, desmoralizando las esperanzas; acabando con lo que la humanidad había construido en el transcurso de siglos, en solo unos pocos meses.
Corrieron hacia el refugio de los árboles, solo debían internarse y rogar por encontrar uno de los refugios. Tenían la ubicación de uno, alguien emitía las coordenadas a través de la radio en código morse, pero debían atravesar la ciudad para llegar hasta él. Otra persona con la que se habían encontrado les había asegurado que en los bosques siempre estarían más a salvo que en las ciudades. Por ahora debían llegar a la seguridad del bosque, una cosa a la vez, se dijo Carlos.
Comenzaron a sentirse más seguros bajo el cobijo de los árboles, tanto que se permitieron descansar unos segundos para recuperar el aliento. Su esposa le dedicó una de esas sonrisas que amaba: donde mostraba ese diente chueco que la hacía sentir insegura de su sonrisa, pero que a él le parecía que la hacía ver tan jovial. Algo atrapó la luz detrás de su esposa llamando su atención. Una armadura plateada se vislumbró detrás de un árbol.
Carlos tomó a su esposa y la puso detrás de él, su corazón comenzó a martillear contra su pecho. El saqueador le dijo algo que no pudo entender, pero su sonrisa lo decía todo. Carlos buscó algo con que poder defenderse, pero no había nada. Nada más que su cuerpo cansado, magullado y famélico.
—Cuando te diga, corres.
—No —replicó su esposa detrás de él.
—Lizzy —advirtió Carlos—. Por favor, corre cuando te diga.
Antes de que los dos pudieran procesar lo que sucedía, una daga volaba hacia ellos y se incrustó en el brazo de Carlos, causando que emitiera un grito de dolor. El saqueador rio, una risa gutural y entrecortada y se acercó más a ellos. Carlos extrajo la daga y la sangre manó hasta caer hacia la hierba. Su esposa había comenzado a llorar, pero no se alejaba. Carlos sujetó la daga con su mano buena y se paró firme ante él.
—Ahora —le dijo a su esposa.
—No, si morimos, morimos juntos.
El saqueador dijo algo que ninguno entendió y Carlos se preparó, pero el saqueador detuvo sus pasos y su cabeza cayó separada de su cuerpo con un golpe húmedo. Una figura con capucha y una espada se encontraba delante de ellos, ocupando el lugar que antes pertenecía al saqueador.
—En esa dirección hay una guarida —dijo haciendo un gesto con la cabeza. Era la voz de una mujer. Unas hebras blancas escapaban de su capucha y unos ojos de un azul muy claro los miraban como los ojos de un dios vengador—. Si caminan la mayor parte del día llegarían en dos o tres días —agregó guardando su espada.
—Debemos irnos, majestad —dijo una voz desde más atrás y Carlos dio un respingo al percatarse del hombre recostado contra un árbol. No los había visto salir y se movían con una gracia antinatural, como si los elementos a su alrededor no fueran capaces de tocarlos. Un escalofrío le recorrió la columna. Otro tipo de miedo se instaló en él, un miedo más visceral, más primitivo.
Ambos comenzaron a alejarse.
—Gra... gracias —dijo su esposa, pero los extraños no se giraron, solo levantaron una mano en señal de despedida y desaparecieron entre los árboles, dejando una bolsa en el pequeño claro.
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