A veces pienso (intento de microrrelato)
A veces mi cabeza piensa.
Y digo "a veces" porque no suele hacerlo sola.
Piensa, en su mayoría, en lo mal que se siente. Piensa, de forma ocasional, en lo buena que es.
Si algo envidio de ella, es su capacidad para no trabajar más de la cuenta. Parece tener bien clarito cuales son sus limitaciones.
Las cosas sociales, por ejemplo, no son sus favoritas. Aunque al emplearlas por cortos y necesarios plazos, obtiene resultados muy favorables. Las matemáticas y la lógica son sus fuertes, en definitiva. El sarcasmo y las obviedades no son algo que se le dan muy bien.
Pero, si es que asistiera a la escuela y las dotes de pisque humana fuesen las materias, la única nota reprobatoria que tendría sería en "relaciones interpersonales".
Y es que a mi cabeza no se le dan nada, nada, nada bien.
No es que sea estúpida, o no sepa manejarse bajo presión, todo lo contrario: incluso se las ingenia para martirizar a sus semejantes cuando quiere obtener algo a nuestro favor.
Tampoco es que no entienda las funciones indispensables que ellas le ofrecen, o los múltiples beneficios que pueden traernos la cercanía con determinadas personas en un futuro, quizá lejano, quizá próximo.
No. Nada de eso. Es, más bien, el cansancio que todo aquello le provoca. Es agotador entablar pláticas por mero gusto. Y la entiendo, porqué a mí también me causa fatiga la sola idea de crear un vínculo con personas existentes más allá de mi nariz.
Si algo amo de ella es su perseverancia, esa misma que nos mete en mil embrollos por la lengua tan imprudente que me cargo -y es que ella es tan buena al pensar palabras, pero yo soy tan malo al expresar las mismas-. La perseverancia quizá es lo que nos mantiene a flote cuando tenemos que seguir la charla con alguien, aun si no nos apetece.
Sin embargo, cuando se trata de conservar una amistad, la perseverancia se da paso a cosas mucho más importantes, y evita distraerse en trivialidades.
No la culpo, pues soy el primero en darle razón. Solo que a las trivialidades yo las nombro "falta de tiempo". Ambos concordamos, en el fondo, que cualquier nombre le va muchísimo mejor que el real.
A pesar de ello, quien casi siempre cede ante el encanto de una persona, fuera de la zona de confort, soy yo. Y es algo que está muy constante en la lista de reclamos que me recita antes de dormir.
Quizá sea la necedad empática que surge en mis entrañas, al ver a alguien desamparado. Un instinto protector más allá de lo conveniente, cuando alguien ya no puede más. Sea como sea, soy yo quien da el primer paso, y quien en primera instancia se arrepiente.
La angustia de pensar que hay alguien esperando por mí. Alguien que me hará la innecesaria petición de narrar mi día. Alguien que confía en mi persona y en mis decisiones. Alguien que me guarda cariño y agradecimiento.
Alguien. Alguien. Alguien.
Alguien que se tiene que ir lo antes posible. Que nunca tuvo que estar ahí, en primer lugar.
Lo peor es que, casi siempre, ese alguien suele traer a alguien más, y poco a poco la lista se incrementa y más personas son las que requieren de atención. Más palabras por escuchar, mensajes a contestar, cariño que corresponder. Más, más, más.
El mundo exige demasiado como para tener el lujo de desperdiciarme. El tiempo es oro y bastantes carencias económicas tengo ya como para derrochar dinero. La vida resulta tan poco grata que cada acción nos condiciona a perder algo de nosotros: si no es amor, es efectivo, si no es energía es orgullo, nada llega gratis.
¿Entonces por que insisto? ¿Por que no me mantengo al margen, a una distancia prudente donde nadie resulte afectado? ¿Por qué mi necesidad de preguntar si todo está bien? ¿Qué es eso que anda tan mal conmigo? ¿Eso que le gusta acercarse al resto a sabiendas de las consecuencias?
Hoy, a mis casi treinta, me resulta incomprensible. Le rezo a Dios por que a los cuarenta no siga en las mismas.
A veces pienso que mi cabeza piensa de más. Otras veces estoy tan cansado, que simplemente dejo de hacerlo.
Pero ella no se calla.
Ella nunca se calla.
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