Intento 72
Seis y treinta de la tarde. El aeropuerto de Camfulhe era un desfile atiborrado de gente caminando de un lado a otro para alcanzar sus vuelos a tiempo o para recibir a alguien que venía de visita. Rigoletto Malcini y Jorgen Samuelsen habían pasado un día de pesadilla en dicho emplazamiento, que se había convertido en su segundo hogar, tanto así, que pasaron la noche en este. Y no, no en su habitación del hotel de la mencionada base aérea, sino dentro de la misma. Después de recibir la orden de llegar a Te-Rano cuanto antes, ambos se habían dirigido a buscar algun transporte veloz disponible. Estuvieron yendo a los mostradores de una línea aérea a otra, recibiendo la misma respuesta:
"Sí, tenemos un avión para Te-Rano que sale esta noche, pero lamentablemente está lleno. Mas si lo desean, los podemos poner en la lista de espera y apenas algún pasajero haga una cancelación, les estaríamos avisando."
Al parecer, nadie tuvo una gripe fuerte inesperada; una urgencia de último minuto en el trabajo que cancelara sus vacaciones; o una pelea con su pareja, deshaciendo el viaje romántico planeado hace meses; porque los dos compinches se la pasaron esperando el anuncio de sus nombres toda la nocturnidad. La mañana fue otro tanto, era una proeza imposible conseguir un boleto para dirigirse a una ciudad tan turística ahora, en la época de verano.
Cerca de las dos de la tarde, Malcini recibió un mensaje del Jefe preguntándole qué rayos hacía todavía en el aeropuerto de Camfulhe. Y, una vez más, el malhechor de medio pelo se quedó sorprendido de cómo era posible que supiera dónde se encontraba, pero no perdió tiempo tratando de responder ese misterio, no iba hacer esperar al Jefe. Fue así, que le contestó de inmediato con la verdad: que aún no conseguían ningún pasaje para su destino.
¿Malcini, y no se te ha ocurrido, en esa cabeza tuya que ni de adorno te puede servir, la posibilidad de tomar un vuelo a otro lado para conectarte de allí a Te-Rano? Por lo visto siempre tengo que pensar por ti. Ya te conseguí billetes de avión para Regulo. Seguro ni sabes dónde eso queda. Te informo, que si ves en un mapa parece un gran desvío. Eso no importa. No pienses, obedece. Resulta que Regulo es una ciudad chica y, por lo tanto, sus vuelos no son tan congestionados como en otras más grandes. Allí hay sitio disponible para que viajes a donde debes. Ya te separé dos billetes también. La próxima vez que reciba algún mensaje tuyo, Malcini, más te vale que sea desde allá.
El truhán panzón guardó su librel con manos temblorosas, cuidándose de no imaginar qué le podría ocurrir si no llegaba al punto indicado tal cual fue planeado. Luego, él y Samuelsen se la pasaron sentados en un café del aeropuerto para matar el tiempo, antes que llegara el instante de dirigirse a la sala de embarque. No fue el mismo de los días anteriores porque ahora se encontraban en la zona de tráfico internacional. Tal hecho no significaba que iban a perder su buena costumbre: se levantaron sin pagar la cuenta aprovechando un grupo de turistas recién llegados, que se acercaron al establecimiento como plaga de mosquitos. Los meseros no notaron, en ese momento, que dos de sus clientes partían muy contentos a tomar su avión.
Malcini echó un vistazo a su reloj, tenían que apurarse si no querían que les agarrara una gran cola cuando transitaran por seguridad.
"Perdón," dijo alguien que él golpeó, debido al apuro que llevaba cuando pasó por su costado.
El pequeño granuja no se dignó a responder, si el tipo ese no se hubiera puesto en su camino, él no lo hubiera ni rozado. Entonces, ¿por qué tenía que disculparse?
"Malcini," observó su compañero, "ése que acabamos de pasar se me hace cara conocida..."
"Samuelsen, con la cantidad de gente que hemos visto en el aeropuerto, ya todas las personas parecen conocidas," repuso el aludido en tono cortante.
"No, Malcini, a este de hecho creo haberlo visto en alguna parte... Lo que es de lo más raro porque nunca he tenido amistad con alguien de ojos rasgados, ¿quién será?"
"Te digo que nadie que nos importe, Samuelsen. En quienes tenemos que concentrarnos fijo que están en Te-Rano hace rato."
"A lo mejor lo recuerdo porque es un artista famoso..."
"Entonces anda a pedirle su autógrafo, Samuelsen, ¡pero después no te quejes si pierdes el avión!" replicó su socio ya exasperado .
Luego de cruzar por seguridad, se instalaron a aguardar por el anuncio de embarque de su vuelo, en la sala vacía al costado de la que les correspondía porque Malcini tenía dolor de cabeza y quería estar apartado de la gente. Al llegar el momento de ingresar a la nave, dejaron que los demás pasajeros entraran al avión, antes de moverse de sus asientos y pasar por su correspondiente salón de espera. Fue así que arribaron unos minutos tarde y tuvieron que abordar por la puerta de atrás, que los llevó directo a sus lugares evitando recorrer clase de negocios, primera y primera de lujo. Cuando se acomodaron en sus sitios y por fin el aeroplano se preparó a despegar, se dispusieron a dormir sin haber notado que, unos metros más adelante, había un grupo de cuatro jóvenes y dos adultos que también emprendían su larga jornada a Te-Rano.
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Seis y treinta de la tarde. En una mesa un tanto aislada del bullicio de la cafetería del Galileo, estaban terminando de acomodarse Belinda Alegre, Raymundo do Santos y Saturnino Quispe, cargando sus azafates con comida. La primera tenía una entrada de lasaña; un segundo de pollo Korma con arroz jazmín, acompañado de una montaña de rotis embadurnados en ghee; de postre, dos porciones redondas de mochi relleno con anko y una tajada de encanelado junto a dos bolas de helado de vainilla como contorno; para beber había escogido té beduino:
"No necesito azúcar, querido," le había dicho al empleado del establecimiento que le estaba sirviendo el té al otro lado del mostrador. "Tengo que cuidar mi esbelta figura, ¿no crees?"
Y aunque no se notara, esbelta era en realidad, pensó Raymundo. ¿Dónde pondría ella toda esa comida? En algún momento debía preguntarle...
"¿Todo bien en tus proyectos, delicioso Saturnino?" inquirió la mujer del grupo en forma casual, una vez que se encontraron sentados en la mesa.
El profesor no contestó al instante porque se hallaba sopesando la palabra delicioso. Por unos segundos, se imaginó a sí mismo servido en un plato, con la Alegre a punto de cortarlo para comérselo.
"Por fortuna, sin problemas," contestó. "Parece increíble, pero todo está yendo cual reloj nuclear y, por los reportes recibidos de los demás grupos, ellos también están procediendo tal cual programado sin mayores inconvenientes."
"Nosotros igual," intervino Raymundo.
"Sí, ya vi su reporte. Pero no creo que me hayan llamado para conversar sobre Delik, ¿verdad?"
"Así es," respondió Belinda aún manteniendo su sonrisa, a pesar de haberse puesto un pedazo tamaño extra-grande de lasaña en la boca. Al poco rato añadió, "les tengo noticias de mis investigaciones."
Do Santos casi no podía creer la eficiencia de su compañera de trabajo. Ese día, ella había cumplido lo que debía hacer en tiempo récord, incluso más rápido de lo que él se estaba acostumbrando a esperar de su nueva colega. Con algunos minutos extras disponibles, ella había desaparecido del laboratorio para ir de compras: Necesito un par de zapatos púrpura, querido, los míos se están poniendo viejos, ya los vengo usando casi dos meses, ¿puedes creerlo?
"Hoy en la tarde tuve una pausa para ocuparme en nuestro otro asunto," continuó la agente. "En el laboratorio hice un análisis de las fibras del papel y de allí salí a hacer mis averiguaciones. Ser parte de la Policía Internacional tiene grandes ventajas. No fue muy complicado averiguar los lugares que producen ese tipo particular de material. No son muchos como saben; a pesar que el papel ya es cien por ciento de reciclaje, la demanda es mínima, así que no es negocio su venta. Por lo mismo, no me tomó mucho tiempo encontrar las tiendas que venden aquel del tipo que recibimos."
"También deben ser escasas, ¿cierto? Ustedes que son muchachitos no habrán visto nunca," inició el Prof. Quispe, mientras los otros dos se miraron pensando lo mismo, ¿muchachitos nosotros? "Pero yo recuerdo cuando, de muy niño, iba a los supermercados y compraba libretas, no electrónicas, sino esas hechas de hojas. Ahora solo uno puede comprarlas en las pocas tiendas dedicadas a la venta de papel," terminó con un suspiro el astrofísico.
"Y por eso las que existen, vendiendo el tipo utilizado en los mensajes de Dimos, son contadas con los dedos de la mano," señaló Belinda.
"¿Y se encuentran en...?" preguntó Raymundo.
"Una en Colemoltada y otra en Yung Sen Kin. También hay una en Zembrish y, esto les va a interesar, la última que ubiqué queda en Lobla."
"¿En Lobla?" hizo eco do Santos, "¿no es esa la ciudad donde está el Albert Einstein?"
"Exacto," respondió ella. "No solo eso, la tienda que vende esa especie de papel, ¡queda en el mismo Einstein!" Y mirando al mayor de los tres agregó, "por favor, profesor, no me diga te lo dije."
"Saturnino, tenías toda la razón de sospechar que Dimos se encuentra en los alrededores del Einstein," indicó el del Van Leeuwenhoek.
"Al parecer la evidencia apunta hacia eso," atajó Belinda. "Debí reconocer el material por mí misma porque esa tienda no solo vende papel, sino que lo produce como una actividad para sus estudiantes. Pero la verdad es que nunca asomé las narices por allí, mi interés no estaba en eso."
"Lo importante es que hemos hecho progreso," habló por fin el erudito. "Pero aún no sabemos dónde exactamente se puede encontrar Dimos ni cómo llegar hasta él."
"Es cierto, profesor," concordó su ex-alumna. "Y queda claro, que mi intención no es intensificar la búsqueda de los desaparecidos en esa zona, todo lo contrario. Hacerlo sería ir en contra de lo que nos pidió. Encima, y creo que los tres estamos de acuerdo, eso lo pondría bajo mayor riesgo de alguna manera."
"Pero, entonces, ¿cómo haremos para buscarlo? Nosotros no podemos movernos de acá, es imprescindible que continuemos con nuestro trabajo en el Galileo," objetó Raymundo.
"Si hay un problema, es porque hay una solución," indicó con filosofía el enseñante del Einstein.
"¿Y tú tienes alguna, Saturnino?" inquirió do Santos sin el mínimo atisbo de sarcasmo, de verdad esperanzado que él les pudiera aconsejar cómo proseguir.
"Tal vez podríamos obligarlo a que se comunique otra vez con nosotros," respondió el cuestionado.
"Esa es una buena idea," repuso Belinda, y añadió en tono entusiasmado, "una manera de lograrlo sería haciendo averiguaciones en la misma tienda. No utilizando a la Policía Internacional porque, como dijimos antes, eso podría ser peligroso para los desaparecidos. Mi sugerencia es que tú, Raymundo, que no tienes nada que ver en el asunto, seas quien haga indagaciones sobre las personas que compran o compraron allí. Te apuesto lo que quieras, a que eso llegará a los oídos de Dimos. Cuanto más te acerques a él, él sentirá la necesidad de comunicarse contigo para pedirte que dejes el asunto en paz. Y cuando lo haga, esta vez estaremos preparados."
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Seis y treinta de la tarde. Un niño se encontraba sollozando de forma callada, apoyado en la pared de un corredor iluminado a la perfección con luz artificial. Este no tenía ventana que diera al exterior, se organizaba alineado con puertas cerradas y poseía una gran blancura, que daba la sensación que el sol cayera directo sobre el mismo. Al frente del infante se ubicaba una nena alrededor de su misma edad, en torno a los seis o siete años, hablándole despacio como para consolarlo. El chiquillo parecía no escucharla, más bien trataba de ignorar su presencia, fijando la mirada al piso. Él solo dejaba caer sus lágrimas hasta la punta de su nariz y, de vez en cuando, pasando el revés de su mano sobre esta, se limpiaba los mocos causados por el llanto.
No se escuchaba ningún ruido alrededor, los cuartos a lo largo del pasaje se encontraban vacíos en esos momentos. Incluso, si estos se hubieran hallado rebosantes de actividad, no hubiera hecho una gran diferencia porque eran a prueba de sonido. Para la sorpresa de ambos, la puerta de su costado se abrió, de ella salió una persona vestida en forma casual, que contrastaba con el aspecto formal y serio del lugar. Llevaba bermudas holgados junto con un polo mostrando un búho de las nieves con la palabra salvémoslo salpicada por todos lados, escrita en diversos idiomas. Sus pies se presentaban descalzos y su pelo estaba agarrado en una corta cola. La mirada intensa de sus ojos oscuros se suavizó al notar a los pequeñuelos,
"¿Qué hacen ustedes dos por acá?" interrogó, aparentando que no se había dado cuenta que uno de ellos se econtraba llorando; no quería hacerlo sentirse peor.
"Hola, Dimos," saludó la niña con una gran sonrisa de alivio; si alguien la podía ayudar con su amigo reciente era él.
La jovencita había llegado hacía tres meses y Dimos fue el que le mostró el complejo, las reglas y lo que se esperaba de ella. Este era su nuevo hogar, le había dicho. En realidad no era muy diferente de dónde había estado antes, solo que un poco menos extenso. No tenía derecho de ir por ciertos lugares específicos, por cuestión de seguridad, y debía hacerse a la idea que no podría salir al mundo exterior. Aunque eso no significaba que dejara de ver calles, montañas, ríos o incluso el mar. Para ello habían dos habitaciones y una tercera casi terminada: los parques. Allí, escogiendo la proyección del ambiente deseado, uno podía disfrutar del aire libre a través de las imágenes que cubrían la sala por completo, recreando el ambiente solicitado. Para otorgale incluso un mayor realismo, las condiciones climáticas: temperatura, humedad y viento, se adaptaban de manera automática de acuerdo al lugar duplicado.
Dimos también le presentó su cuarto, era pequeño, mas casi replicaba al que tenía antes. No sabía cómo, pero todas sus cosas se hallaban esperándola, la única diferencia era la carencia de ventanas. En su lugar, se ubicaba una pantalla con cortinas simulando ser una; en aquella se proyectaba la imagen que solía ver desde su pieza con variacones de luminosidad de acuerdo al momento del día, dando la impresión que daba al exterior. Todo parecía construido para ofrecer una sensación de familiaridad, siendo, al mismo tiempo, sin duda diferente porque todos sabían que no era donde vivían antes.
Su rutina también había cambiado; ya no tenía que ir a las clases de la escuela, en vez, las horas matutinas se las pasaba en proyectos de investigación. Un día sí y otro no, a media mañana, tenía cuarenta y cinco minutos de actividad en el gimnasio. Por lo menos, le habían dado la libertad de escoger qué tipo de deporte practicar y, con un video, tenía su preparador personal que le decía qué debía hacer. Por supuesto que sus entrenamientos solo eran una excusa para hacer ejercicio porque nunca iba a poder aplicar lo que practicaba en ninguna competencia. Sin embargo, era ameno, sobre todo si alguien más que ella se encontraba en dicha sala de labor física en esos momentos. Por lo general la gente se le acercaba y muchas veces se adiestraban juntos, pasando ahí un buen rato.
Dos horas después de almuerzo eran dedicadas a que estudiara en forma autónoma lo que a ella le interesara. Luego venía tiempo libre, sin embargo, no podía regresar al gimnasio porque, habiendo agotado su cuota deportiva con la cantidad de calorías que ingería por día, no tenía permiso a desgastar más energía corporal. ¿Qué podía hacer, entonces, si no era volver a trabajar o a aprender? Claro que tenía acceso a una cantidad de libros casi ilimitada que devoraba para divertirse por lo general en los parques.
Terminando la cena también era tiempo libre, pero no habiendo nadie de su edad, otra vez no tenía muchas opciones para entretenerse. Para su fortuna, varios de los que vivían en el complejo intentaban hacer amistad con ella, a pesar de la gran diferencia de edad. El problema residía en que, muchas veces, la trataban como a una bebita, hablándole con ese tono artificial, como si ella no fuera capaz de entender lo que decían. Mas Dimos era diferente, él no solo le hacía compañía, la trataba como a una igual. Conversaban sobre temas interesantes y jugaban juntos a cosas que, ella podía ver, no lo hacía esforzándose para complacerla, sino que también las disfrutaba. El muchacho de la coleta era su salvavidas para mantenerse a flote en este lugar.
¿Por qué la habían sacado de su escuela y traído acá? El día que se la llevaron, alguien que jamás había visto antes la despertó en su dormitorio, diciéndole que era importante que la siguiera. Ella se hallaba todavía medio dormida y tan solo obedeció sin entender mucho lo que pasaba. Saliendo de la habitación, le dieron a beber un jugo de maracuyá, su preferido. Luego de eso no recordaba nada, solo haberse despertado en su susodicho cuarto y ver a Dimos sonriéndole con cara amistosa. Ella lo atiborró con preguntas y más preguntas. Él contestó las que podía, y las que no, las ignoró. Pero esas eran las más importantes: ¿dónde se encontraba?, ¿por qué la habían llevado allí?, ¿hasta cuándo se quedaría? No sabía cuántas veces las había formulado, si bien haciendo un cálculo rápido serían entre 727 y 732. Ya no perdía el tiempo enunciándolas, sabía que la probabilidad de tener algún tipo de respuesta era de 0.035%.
Hacía dos días Nicola llegó. Ella estaba tan contenta con la noticia de por fin tener alguien de su edad, (aunque sea un chico, ¡qué importaba!) que hasta le pareció que el complejo tenía una rernovada luz radiante y cálida, no la de siempre, limpia y fría. Dimos la había buscado esa mañana en el gimnasio, después de que había tomado su ducha y estaba preparándose para regresar a trabajar una hora adicional antes de almorzar. Al escuchar la noticia que le trajo su amigo salió disparada, aunque, sin saber a dónde debía ir para conocer al recién llegado, tuvo que esperar a que el portador de buena nueva la alcanzara y la comdujera a él. Lo localizaron en el cuarto al costado del suyo, ¡iban a ser vecinos! Juntos le dieron el tour del lugar, explicándole todo lo que había que saber. El niño, a diferencia de su anfitriona, permaneció sin pronunciar sonido alguno, con la mirada gacha. No planteó preguntas, sin embargo, se notaba que comprendía a la perfección. Al día siguiente, no lo vio en la mañana porque él se hallaba ocupado laborando en un proyecto diferente al suyo. Durante el almuerzo se sentaron juntos y por más que trató de hacerle conversación, él solo contestó con monosílabos. Lo peor fue cuando le llamó Nico,
"Mi nombre es Nicola," señaló él en tono cortante, y ella no osó a abrir boca por el resto del lapso alimentario.
Mientras tiempo libre lo llevó a uno de los parques, incluso le dio la oportunidad para que él escogiera qué ambiente poner, mas el nuevo no parecía interesado en el asunto, el chiquillo se sentó en un rincón y se puso a leer. Ella hizo lo mismo para acompañarlo.
Y hoy no lo había visto para nada, solo en el almuerzo. Después de eso, él dijo que iba a estudiar en su cuarto y ella no lo quiso molestar. Cuando ya venía la hora de cenar, fue a buscarlo a su habitación y no lo ubicó. Se le ocurrió que, a lo mejor, se había ido a trabajar y que aún estaba por allá. Cuando llegó al corredor donde se localizaba su proyecto de investigación, lo encontró en el pasillo.
"No quiere ir a cenar. Dice que no tiene hambre. Yo le he explicado que si no va a comer se va a meter en problemas, pero no puedo convencerlo."
"Déjame ver," replicó Dimos, al instante que se agachaba para ponerse a la misma altura de los dos niños. "¿No tienes hambre hoy, Nicola?" preguntó.
"No," contestó él, esforzándose en parar su llanto.
"Está bien, pero tienes que venir con nosotros igual. La comida acá es riquísima, vas a ver que algo te va a provocar."
"No," repetió el pequeño.
"¿No, que no vienes, o no, que no vas a comer nada?" inqurió el mayor de los tres.
"Si dije un solo no, es porque estoy respondiendo a la primera de tus opciones, la de ir con ustedes. No tengo que decir un segundo no porque, si no voy, entonces es obvio que no voy a comer."
"Es verdad," repuso el otro con una sonrisa. "Perdóname, lógica no es mi especialidad, sino bacteriología."
"Tampoco es la mía," continuó Nicola, "pero cualquier tonto entendería como si nada con un solo no."
"Es cierto," repuso su interlocutor, riéndose. "Por lo visto soy más que tonto. Lo que sí comprendo es que no estás contento, que estás extrañando y por tal motivo no quieres venir con nosotros. Hasta un peor que tonto como yo puede darse cuenta de eso."
El niño no respondió, Dimos prosiguió:
"No te voy a decir que las cosas van a mejorar porque no te voy a mentir. Esto es lo que hay. Mejor tratas de aceptarlo ahora, no sacas nada sintiéndote mal. Ven con nosotros, después de cenar podemos hacer algo para divertirnos. Si no puedes cambiar tu situación, por lo menos puedes hacer algo para no sufrir con ella. Eso, hasta un tonto como yo lo entiende."
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