Capítulo 8: El hombre de la pintura
Celoso-Lele Pons.
Hansel
Cada mañana y sin falta corría para estar a las 08:00 am en la ventana que daba hacia el jardín. A esa hora en punto, llegaba Isabella vistiendo un ajustado pantalón negro estilo cargo y una polera holgada, que cubría sus curvas.
En un principio pensé que su presencia femenina y delicada, sería un símbolo de autoridad que estaría observando todo desde una cómoda silla de playa, tomando limonada fresca. Pero la realidad era otra, desde hace dos semanas, me quitaba el sombrero ante Isabella, porque en vez de permanecer al margen, se integraba completamente al ritmo de la obra. Su rostro constantemente serio, tomaba una expresión decidida, y se unía al grupo de obreros sin miedo a ensuciarse las uñas. Quién la viera en ese momento, no podría imaginar que se trataba de la misma mujer elegante que llegó el primer día. Se mezclaba con los demás hombres trabajando codo a codo, cargando sacos de cemento, organizando a los hombres por sector, y supervisando cada detalle con una eficiencia que dejaba en claro que no estaba allí para hacer de espectadora, sino para estar al mando de la obra y participar en todo.
Con el paso de los días no solo entendí que Isabella era una mujer fuerte, tenaz, y con la capacidad de dirigir a un equipo, sino que comprendí por qué no se había impactado por verme desnudo en el baño. Su equipo era exclusivo de hombres corpulentos, que llevaban a cabo sus labores en poleras ajustadas o medios desnudos exponiendo el torso muy bien esculpido, y a ella, le importaba cinco mil hectáreas de mierda, nunca se daba la vuelta a mirarlos con otros ojos.
No podía decir lo mismo de ellos, se les caía la baba cada vez que Isabella se acercaba a dar una orden o se mojaba la nuca por el calor. Uno de los obreros estaba más atento a Isabella que los otros, y desde mi posición en la ventana podía ver todas aquellas miradas hambrientas que le daba. Lo maldecía por eso desde lejos, y al mismo tiempo permanecía atento a cualquier movimiento o intenciones sospechosas de su parte.
—Hansel, el almuerzo está servido —oí a Jaime, pero no despegué la vista de la ventana hasta que los vi moverse del jardín hacia la mansión.
—¿Los llamaste a comer a todos?
—Así es.
—Qué bueno, no quiero a nadie desmayado en mi patio —dije dándome la vuelta para bajar las escaleras.
Quería que todos se alimentaran bien, llevaban horas trabajando bajo el sol, y se merecían un almuerzo de campeones por su esfuerzo.
Disimuladamente, me asomé al comedor para verlos. Nadie hablaba y todos estaban con la cabeza agachada en el plato engullendo, dando un bocado tras otro sin siquiera respirar. Pero verlos a punto de atorarse con un trozo de carne no era mi preocupación, sino la ausencia de la líder del grupo en la mesa.
A pasos lentos salí hacia el jardín y enseguida la vi. Estaba en cuclillas escarbando en la tierra, cantando y hablándoles a los tulipanes que estaba plantando. Imagino que las plantas eran como los niños para ella, les dedicaba la misma atención y al estar tan cerca, pude oír la conversación tan interesante que tenía con las flores.
—Escúchame bien tulipán, tienes que crecer fuerte y saludable para verte bonito, sí, tienes que serlo.
Me provocaba un sentimiento cálido en el pecho la forma cariñosa con la que le hablaba aquella planta, pero no soy quien para criticar aquel sutil aire de locura con toque de ternura. Imagino que Isabella debe pensar que la planta puede entenderle, porque le susurraba palabras de ánimo, o le hablaba de lo cansada que estaba, como si la maceta fuera una vieja amiga.
—Vaya, no sabía que peinabas la muñeca —dije con un tono burlón. Isabella al oírme, dio un salto que la dejó sentada de culo sobre la misma tierra que estaba cuidando.
—No hagas eso, casi se me sale el Jesús por la boca —se quejó con una mano en el pecho—. Y no estoy loca, las plantas son seres vivos que también les gusta escuchar y recibir elogios.
—Si tú lo dices. ¿No vas a comer nada?
—No, estoy ocupada con tu jardín. Me quedan solo tres meses y dos semanas para terminar y no tengo ni un segundo que perder, entre menos tiempo descanse más rápido saldré de aquí y no tendré que volver a verte —contestó sacudiéndose las manos.
—Florecita, no quiero que mueras por insolación o deshidratación, además, no puedes irte, aún no me pruebas.
Isabella puso los ojos en blanco y pasó por mi lado ignorándome, tomó un saco de tierra de hojas y se lo echó al hombro como si fuera un fino bolso de cuero y siguió su camino.
—Si viniste a insinuarte, ya puedes darte media vuelta e irte —dio unos pasos por mi lado y dejó el saco en el suelo de golpe, debía pesar unos diez kilos.
—Déjame ayudarte.
—¿Qué sentido tiene que ayudes a la persona que contrataste?
—Qué tiene de malo que te ayude, solo quiero que no te sobre esfuerces —insistí agachándome a su lado e imité su movimiento de escarbar en la tierra.
Isabella me observó con una ceja levantada sin decir nada, y no pude ocultar mi sonrisa al ver que por fin me dejó estar a su lado. En silencio continuamos escarbando hasta que vi algo baboso y rosado moverse entre mis dedos.
—¡Aaahhh! —grité retrocediendo de golpe.
Isabella al verme escapar, tomó el bicho con dos dedos y lo miró con una sonrisa. Sin pensarlo, me lo tiró encima y al ver el bichito baboso sobre mí, me revolqué en el suelo tratando de deshacerme de él.
—¡Ay! ¡Nooo! ¡Qué asco! —grité poniéndome de pie rápido y dando vueltas en círculo, al igual que un perrito contento—. ¡Cómo se te ocurre hacerme eso!
Con desespero me sacudí la ropa, sentía cómo el maldito bichito se arrastraba por mis manos. Mi cuerpo se erizó al contacto, mientras que Isabella, estaba a punto de mearse de tanto reírse.
—Por favor, es solo un gusanito Hansel, no te hará nada —dijo entre carcajadas, le corrían las lágrimas por las mejillas.
—¿Gusanito? Eso es el diablo, ¡qué asco!
Estaba enojado, cómo podía hacerme algo así, podría haberme matado de un infarto por el susto. Un escalofrío me corrió por la espalda, aún podía sentir su piel babosa rozándose con la mía. Sentía una necesidad urgente de correr de regreso a la casa para quitarme la sensación tan desagradable.
—Está bien, perdóname ¿sí?, pero es que no pude evitarlo —continuó riéndose, mientras que mi rabia crecía—. Es que si te hubieras visto, también te habrías reído de ti mismo.
Llena de tierra hasta las cejas, sudada, con ropa que no le favorecía, riéndose como una gaviota de playa, y desde mi punto de vista, seguía siendo la mujer más hermosa que había visto.
—Isabella, ¿por dónde empezamos? —al escuchar la voz ronca detrás de nosotros, nos giramos hacia el hombre que nos miraba con una profunda seriedad.
La risa del momento, en un segundo se esfumó y logró que el ceño fruncido de Isabella regresara, lo que me molestó, ella se veía mucho más bonita sonriendo.
—Cuantas veces tengo que decirte que no me llames por mi nombre, para ti soy la jefa, deja de tomarte confianzas que no te he dado. Ve por los demás sacos.
Al parecer aquel sujeto que ya tenía en la mira, era peor de lo que esperaba y ya tenía problemas con ella por eso. Aquel descarado al oír las palabras llenas de coraje por parte de Isabella, sin decir nada, se dio media vuelta con la mandíbula apretada por la rabia.
Mi intento por contener la risa había fracasado y el orgullo en mi pecho creció, al ver la ferocidad con la que se defiende y no se deja aplastar por unos cuantos hombres en el jardín. Me gusta.
—¿Hombres difíciles? —pregunté, mirando hacia el sujeto que nos miraba con disgusto desde la distancia.
—Solo Santiago, se cree la gran maravilla... igual que cierto personaje que conozco —dijo con las manos en la cintura mirándome fijamente.
—Con la diferencia que yo no me creo la gran maravilla, lo soy.
—Si tú lo dices. Ahora lárgate, necesito trabajar en paz.
—Como diga mi capitán —dije metiéndome las manos en los bolsillos y darme la vuelta.
—Hansel —me giré de nuevo y la sonrisa que tanto me había gustado estaba de regreso—. Cuidado con los gusanos.
—JA, JA, JA, qué graciosa.
Me fui sin quitarle los ojos de encima al pelafustán de hace unos minutos, lo tendría bien vigilado y lo investigaría. Algo me grita en el pecho que ese hombre no es de fiar y por lo general tengo razón al dudar de la gente.
Como un rayo me metí en la casa y lo primero que hice fue lavarme las manos, quería quitarme la sensación del cuerpo gelatinoso del gusano. Si tan solo recordarlo me daba náuseas y la piel se me ponía de bolitas. Subí las escaleras de forma perezosa, miré en varias direcciones asegurándome que nadie estaba por ahí, y moví el cuadro del hombre solitario que miraba hacia el jardín descubriendo una puerta secreta.
Estaba a la vista, y a la vez oculta de todos pasando como decoración, pero con más seguridad que el resto de la casa. Aquella puerta solo se abría con mi huella dactilar, por el simple hecho que ahí se encontraba mi oficina y muchos casos archivados que en algún momento había investigado.
Nadie sabía de este lugar, excepto Jaimito, que es mi alcahueta y ha estado a mi lado toda la vida, es de mi absoluta confianza y pondría las manos al fuego por él. El resto de la familia no sabe nada de esto, y pretendo que siga así, no me gustaría que por saber demasiado se metieran en problemas.
No me llevó mucho tiempo buscar al hombre en cuestión, se llama Santiago Pérez, no tiene más de treinta años, y sorprendentemente, vive no muy lejos de aquí y tiene antecedentes. En un ataque de celos golpeó a su exnovia dejándole dos costillas rotas, el hombro dislocado y con muchos moretones por todo el cuerpo, como resultado obtuvo una orden de alejamiento y dos semanas tras las rejas.
Maldito zángano, a las mujeres solo se les podía tocar con el pétalo de una rosa y él había tenido el atrevimiento de golpear a la mujer que había confiado en él.
No encontré nada más, aparte de que no se graduó de la escuela, y que se ha dedicado a trabajar en construcciones gran parte de su vida. Es el típico hombre sin metas que se conforma con poco, y aun así se cree la cereza del pastel.
❀
Al cabo de unas horas, salí de mi guarida asegurándome que el cuadro quedara acomodado igual que todos los días y la puerta quedara bien cerrada, no quería que por error alguien entrara.
Me acerqué hasta uno de los ventanales del segundo piso que daban al jardín, para ver cómo iba todo allá afuera, pero la decepción se me instaló en el pecho al ver que los obreros iban caminando de regreso al camión, excepto uno. Santiago iba andando detrás de Isabella como un perrito faldero, y cada dos segundos intentaba detenerla tomándola del brazo. En incontables veces ella se soltó de su agarre dándole un fuerte tirón, pero él insistía en detenerla, hasta que Isabella abrió la puerta del Jeep y arrojó con rabia alguna de sus cosas para darle una buena regañada.
Sonreí de satisfacción. Ella era como un león defendiendo su territorio al lado de Santiago que era un gusano rastrero que solo le serviría de alfombra. Pero mi sonrisa se apagó al ver que el hombre se metió una mano al bolsillo y luego, acarició el cabello de Isabella antes de que se subiera al Jeep. Fue un movimiento tan sutil y ágil, que ella no lo notó y le cerró la puerta en la cara, logrando que él se alejara.
Me mantuve en la ventana sin apartar la vista de Santiago, que al ver que fue rechazado se dio media vuelta avanzando hasta la pileta, sonriendo, encendió un cigarrillo y le dio una calada profunda. Con la mano se despidió de todos sus compañeros que se alejaban hacia la salida en el camión y él se quedó solo en el jardín.
Aquella actitud me pareció sospechosa y captó mi atención de inmediato. Había algo en el comportamiento de Santiago que no encajaba y despertaba mi curiosidad. Él observaba a Isabella, ella ajena a su acosador hablaba con tranquilidad por teléfono, y yo en mi posición de vigilante tras la ventana, captaba todo como un espectador a los hechos.
Finalmente, colgó la llamada y arrancó el Jeep levantando polvo, perdiéndose en el camino de sauces que estaban en la reja de la entrada. Fue en ese instante cuando Santiago se levantó de la pileta, tiró la colilla del cigarrillo al suelo, y puso en marcha un paso lento, pero firme hacia la salida de la casa. Su caminar parecía calculado, como si estuviera tomándose su tiempo para llegar hasta la salida. Sin embargo, lo que realmente despertó mi interés fue que, en lugar de dirigirse hacia la izquierda en donde llegaba a su casa a no más de 15 minutos caminando, giró hacia la derecha, misma dirección que Isabella había tomado momentos antes.
Algo más estaba sucediendo, algo en la actitud de Santiago no cuadraba, estaba comportándose muy extraño, y no podía ignorar a mi intuición, cuando me gritaba que algo muy peligroso estaba por pasar.
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