Capítulo 10: Reglas rotas
Bad Liar - Imagine Dragons
Hansel
Hui.
Salí corriendo, no soportaba verla con los ojos irritados por aguantar las lágrimas, y que me diera las gracias por haberla ayudado. Al ver la fortaleza que siempre la rodeaba desvanecerse, el impulso de abrazarla me invadió, pero reprimí el sentimiento diciendo lo primero que se me cruzó por la cabeza. No quería verla sufrir, pero había cosas que estaban fuera de mis límites, y esto que acababa de pasar, lo era.
Isabella no solo había sido abusada, sino que aquella sensación de vulnerabilidad la aplastó, mostrándole el lado más cruel de la vida, y hasta dónde puede llegar una obsesión enfermiza. Era consciente de todo lo que se le vendría, no era algo que pudiera superar con facilidad, le tomará tiempo reponerse de la atrocidad que había hecho Santiago.
Sin ganas me senté en el sofá de la sala con los pies estirados, me sentía culpable, debí detenerla y no permitir que se fuera. Sospechaba de las intenciones de ese hombre, por lo tanto, debí decirle todo lo que había pasado antes de que arrancara el auto.
—¿En qué piensas tanto?
—Ya sabes —contesté sin ánimo.
—No fue tu culpa, ni la de nadie. No podías adelantarte a los hechos por suposiciones y presentimientos.
—No debí dejar que se fuera, Jaime.
—Te repito, no es tu culpa —insistió.
—Eso quiero creer.
—Ayúdame a hacer la cena, necesitas despejarte —dijo dándose la vuelta, mientras que desganado me levanté del sofá para seguirlo.
Jaime se quedó frente a la cocina en silencio, revolviendo la olla con manía, pero aquella miradita que me daba cada dos segundos me disgustaba. Llevaba años cuidando de mí, era mi amigo y mi confidente, y esa misma razón, me decía que algo se estaba callando.
—¿Qué? —dije impaciente—. Pregunta de una vez lo que sea que quieras decir.
—Por qué te molestas tanto, no he dicho nada, solo estoy revolviendo la sopa —con la cuchara metida en la olla levantó los hombros e hizo una mueca despreocupada.
—Te conozco muy bien, viejo zorro, a mí no me engañas. Algo quieres preguntar y te está zapateando la lengua por hacerlo.
Jaime, con una risa disimulada, dejó la cuchara de madera a un lado y se apoyó sobre la mesa que estaba en el centro de la cocina. Me observó de forma acusadora, como si supiera exactamente lo que estaba pasando por mi mente, pero sin decir nada, con esa mirada que me ocasionaba nervio en el ojo e incrementaba mis ganas a retarlo. Ante su gesto, me mantuve serio frente a él, mostrándome seguro y sin ninguna duda cortando las zanahorias para la sopa.
—¿Por qué tantas atenciones con la señorita Isabella?
Y ahí estaba la pregunta, solo era cuestión de tiempo para que su lengua lo traicionara.
—¿Por qué lo dices? —pregunté haciéndome el desentendido.
—Sabes muy bien de lo que hablo.
—No es nada en especial, lo que hice por ella lo haría de nuevo y por cualquier otra mujer.
—Mientes muy mal —dijo apuntándome con el dedo—. Olvidas que sabe más el diablo por viejo que por diablo, esa mujer te gusta, Hansel.
—No viejo, yo no me enamoro de nadie —aclaré acercándome con las zanahorias a la olla—. Soy de todas y de ninguna, soy como tú.
El hombre tenía su historial, era de los mismos que yo. Nunca se casó y vivió la vida loca con todas las sirvientas de la casa de mi padre.
—Entonces, ¿por qué dejaste que se quedara aquí? —la pregunta me dejó inmóvil, no sabía qué responder—. El Hansel que yo conozco, la habría llevado a un hospital y luego a su casa, asegurándose que estuviera tranquila y segura. Por nada del mundo habría permitido que pasara una noche en la casa, después de todo, solo es una más de la lista y no es especial.
—No lo sé... fue lo primero que se me ocurrió.
—¡Pamplinas! Lo sabes y desde hace tiempo, estás cacheteando la vereda por la paisajista.
—¡Qué no hombre! —insistí perdiendo la paciencia—. Mejor revisa la cena, tengo hambre y quiero darle algo de comer a Isabella antes de que se duerma.
—Y así dices que no estás enamorado —se burló riéndose sin despegar la vista de la olla—. Fuera de bromas, sabes que te quiero como si fueras mi hijo y quiero verte feliz. Si te gusta esa mujer para bien, sale con ella, pero juega bien tus cartas, no hagas las mismas tonterías que haces con las de una noche. Si ella es la indicada, hace las cosas de la manera correcta, como lo haría un hombre a la antigua.
—¿Qué diablos es un hombre a la antigua?
—Es un hombre detallista, atento, sin temor a demostrar lo que siente. Escribe cartas de amor sin miedo expresar en palabras las emociones que siente cuando está con ella, y siempre encuentra maneras para sorprenderla con pequeños detalles que marcan la diferencia. La lleva a paseos románticos en donde toda la atención sea para ella y disfruten cada momento juntos. Y aunque la atracción sea evidente, no se apresura, la respeta y espera a que ella esté lista para dar el siguiente paso sin presiones.
Jaime en su época había sido todo un conquistador y sabía muy bien de lo que hablaba, pero todo ese parloteo, para mí, era como un manual de cómo encontrar esposa.
—No gracias, paso, eso es pérdida de tiempo, prefiero hacer las cosas a mi manera, es fácil y sin complicaciones —dije pasándole los platos—. Además, ella no me gusta, solo me atrae la forma en que se resiste a mí, mantiene el juego interesante, eso es lo que me encanta.
—Estúpido, acabas de encontrar a tu futura esposa, y tu orgullo de mujeriego, no te permite pensar más allá de lo placentero —molesto recibió los platos y me los entregó de vuelta en una bandeja—. Deja de hablar tanta tontería y llévale la sopa a la futura señora Becker.
Negando con la cabeza salí de la cocina hacia las escaleras. De seguro ya debe estar dormida, pero aun así quiero asegurarme de que coma algo. Despacio, me dirigí a su habitación y antes de golpear oí unos sollozos que intentaban pasar desapercibidos. No tuve la fuerza para irme, me quedé ahí escuchándola llorar, sacando todo el dolor que tenía dentro.
La ira regresó en una oleada, reviviendo el recuerdo de cuando cruzó la reja de la entrada. Intenté ponerla sobre aviso y la llamé a su maldito teléfono una y otra vez, pero no respondió. La preocupación me explotó en la cara como una bomba y no pude evitar salir tras ella. Cuando salí a la calle me di cuenta de lo estúpido que era Santiago, porque no estaban ni a 10 minutos de la casa caminando. Fue entonces cuando vi que la tenía totalmente inmovilizada y media desvestida, tratando de luchar a pesar de que su cuerpo no le respondía.
Me llené de sentimientos que no sabía cómo procesar, una mezcla de emociones tan intensas que no encontraba palabras para describirlas. Solo pude identificar uno, el gran y profundo miedo que se apoderó de mí. Miedo a que algo le pasara, miedo a no ser capaz de protegerla, miedo a haber llegado tarde. La angustia me invadió, y lo único que pude pensar fue en cómo matarlo con mis propias manos por lo que estaba haciendo. Un deseo desesperado me motivó a vengar su dolor, y con la rabia moviendo mi cuerpo como una marioneta me acerqué. El odio y la impotencia me cegaba y solo podía pensar en protegerla de la única manera que se me ocurrió; golpearlo sin darle tregua.
Me costó mucho volver a entrar en razón luego de que estuviera descargando mi ira contra él, y solo volví a pensar cuando sus gritos de dolor se transformaron en un silencio sepulcral. Al verlo tirado en el suelo con el rostro deformado sonreí, me daba gusto haberlo dejado bueno para nada.
Congelado en la puerta, me mantuve con la cabeza fija en la bandeja escuchando el llanto de Isabella. No la veía, pero es como si pudiera ver a través de la madera y me moría de ganas por entrar a abrazarla y decirle que todo estaría bien, que la cuidaría y la protegería siempre que pudiera. Pero no, me quedé tras la puerta hasta que poco a poco su llanto se detuvo. Ahora necesitaba espacio para procesar lo que sucedió y sacar todo el dolor y la impotencia que la estaban consumiendo desde adentro. Mi presencia ahí solo provocaría incomodidad, además, quién soy yo para consolarla.
Una vez que el silencio perduró, entre dudas y contradicciones abrí la puerta, pero estaba dormida de lado con la respiración pausada y relajada. Su pelo negro resaltaba sobre la funda blanca de la almohada y sus labios estaban ligeramente entreabiertos. Dejé la bandeja sobre la mesa de noche para acercarme a verla, me arrodillé en la alfombra peluda y pasé un mechón de cabello detrás de su oreja. De seguro lloró hasta que se durmió, tenía los ojos hinchados y algunas lágrimas todavía se asomaban por sus ojos.
Al estar tan cerca, tomé una fotografía mental de algunas facciones de su rostro que no había notado antes. Había una pequeña cicatriz blanca bajo la ceja derecha, y unas pecas casi imperceptibles en la nariz, era tan bonita que dolía mirarla. Verla tan tranquila me causaba ternura, e inconscientemente acaricié su mejilla, mientras que ella en la vulnerabilidad de su sueño confiaba ciegamente en que no defraudaría mi promesa de no entrar, pero aquí estaba, como un maldito psicópata viéndola dormir.
—No, si no me gusta —oí a mis espaldas con un tono que superaba a la burla.
—Cállate, la vas a despertar —susurré despacio, pero el suspiro de Isabella y verla acomodarse del otro lado casi hace que se me salga el alma del cuerpo.
Si me atrapa aquí, es capaz de cortarme las bolas y dársela de cenar a los obreros por haberla traicionado.
El susto logró sacarme del trance en el que estaba sumido, dándome cuenta de los actos recién cometidos. Un remolino de pensamientos confusos comenzó a azotarme la mente, reviviendo el momento en que sentí la suavidad de su mejilla, sin encontrar una respuesta lógica para mi actuar. De un salto tomé la bandeja de regreso y pasé por el lado de Jaime sin decir nada, no necesitaba escucharlo burlarse de mí.
Estaba huyendo de mí mismo, era un cobarde, pero más que nada, necesitaba salir de la casa, necesitaba alejarme, poner una distancia para no pensar en Isabella y en todo lo que provocaba en mí estando cerca. No podía darle la razón a Daren y Jaime, eso sería violar las reglas que me impuse, pero sobre todo, revivir lo que creí haber matado hace muchos años.
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