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PROLOGO

2 MESES DGP 

(Dos meses después de la Guerra Primigenia)

El eco de los pasos sobre los suelos de la frontera arcadiana, resonaba por todo el reino de Elysseo. Esta región, situada entre Kosmos y Olympia, era una arteria crucial de comercio, donde los celestiales adquirían manufacturas terrenales. En aquel día, el bullicio de las multitudes se había intensificado por una noticia devastadora: la muerte de Ariadna, la diosa del amor.

—¡Genas frescas! ¡Lleven sus genas! —gritó un niño terrenal, con su voz que resonaba entre la multitud, mientras ofrecía su mercadería.

Un guardia uniformado lo empujó sin piedad, lanzándolo al suelo.

—¡Quítate del medio, bastardo!—gruñó mientras se abría paso.

Los soldados habían llegado a supervisar la zona. En medio de rumores sobre una supuesta rebelíón, la tensión entre celestiales y terrenales se palpaba en el aire. Los disturbios recientes habían avivado el resentimiento de los terrenales, aunque la élite celestial seguía desestimándolos.

—¿Qué quieren ahora esos sucios rebeldes? —murmuró una mujer vestida con trajes elegantes—. Hace milenios que no muere un dios.

Los rumores habían generado miedo en los semidioses, quienes promovieron una campaña contra Juana, "la reina de los rebeldes". Murales con su imagen distorsionada como una bruja inundaban las calles, acompañados de lemas que advertían: "¿Quieren que esta bruja gobierne a sus hijos?"

—Guardia, ¿qué está sucediendo? —preguntó un burgués al comandante de la tropa.

—Señor, lamento no poder informarle. Lo único que puedo asegurarle es que los dioses tienen todo bajo control —respondío el comandante, su mirada fija al frente.

—¡Lo ven, gente! ¡Esa bruja no avanzará! —gritó el burgués, alzando los brazos con exaltación.

—¡Eso! ¡Que la bruja caiga! ¡No queremos a una revolucionaria! —coreó la multitud.

El niño terrenal yacía en el suelo, junto a otros como él, apartados brutalmente por los celestiales. Habían sido golpeados, escupidos y humillados, una demostración cruel del poder de la élite.

"¿Qué quiere cambiar? ¿Qué piensa lograr?

Los terrenales deben callar.

No hay lugar para un alma insurrecta,

¡Juana caerá, su llama se extinguirá!"

Una luz cegadora interrumpió la manifestación. Un portal se abrió en el aire, del cual emergió un carruaje tirado por caballos dorados. A su lado, un hombre resplandeciente como una supernova apareció: Ergan, el dios de la ambición.

—¿Cómo está mi querido pueblo? —dijo con una sonrisa radiante—. Me alegra verlos unidos cantando por nuestro reinado.

—¿Es cierto que la diosa Ariadna murió? —gritó alguien entre la multitud.

Ergan guardó silencio, su semblante solemne. Finalmente, llevó una mano al pecho y proclamó:

—Lamento informarles que es cierto. Ariadna murió intentando detener a los rebeldes. Su sacrificio no será en vano. Mañana, al atardecer, la despediremos.

El murmullo creció entre los presentes. Algunos cuestionaban el poder de los dioses; otros despreciaban a Ariadna por su aparente debilidad.

—Silencio, ¡basta de chismes! —rugío Ergan—. Ariadna no murió en vano. Su sacrificio levantó un muro que retiene a las bestias. La insurgencia no podrá con nosotros.

"Así se castiga a quienes desafían,

el orden divino nunca caerá.

Quienes suben al fuego, en él se consumen,

¡y los insurgentes perecerán!"

Los celestiales festejaron, convencidos de que la rebelde Juana y su banda serían derrotados. Junto a ello, destruyeron cualquier imagen relacionada con la rebelde, quemando los carteles y rompiendo las paredes.

Ergan alzó una mano para acompañar el fervor de los celestiales. Su sonrisa seguía siendo amplia, pero al ver las imágenes de esa mujer siendo quemadas y maltratadas, no pudo hacer más que apartar la mirada. Aunque para su pueblo se mostraba sonriente, acompañando el cántico, su mente se rebelaba.

—Y los dioses sabemos que los insurgentes no son felices. Los insurgentes mueren solos y se pierden como sombras grises —pronunció Ergan, con una voz melancólica.

De repente, una pequeña voz irrumpió entre el clamor:

—¿Por qué prefieren a los celestiales antes que a nosotros? —preguntó el niño terrenal.

Ergan, quien había permanecido en silencio, dirigió su mirada hacia el niño. Su rostro perfecto mostró una fugaz expresión de humanidad.

—Pequeño, a veces el mundo no es justo. Pero debes creer en la armonía del cosmos —dijo con dulzura.

—Yo pensaba que los dioses eran justos, pero son crueles si dejan que mis hermanos mueran de hambre —replicó el niño antes de escupir al rostro del dios.

La multitud enmudeció. Los guardias se abalanzaron sobre el niño con violencia, sus gritos se ahogaron bajo el peso de sus botas. Uno de los soldados sujetó al niño por el cuello de su camisa, alzándolo como si fuera un saco inerte.

—¡Es solo un niño! —gritó Ergan, su voz temblaba entre la urgencia y el miedo—. ¡Bájenlo ahora mismo!

El dios extendió una mano, pero antes de que pudiera intervenir, una guardiana celestial, una mujer con armadura brillante, bloqueó su camino.

—Mi señor, no puede interferir. Las reglas divinas son claras —dijo la guardiana con voz firme.

—¡Esto no es justicia! ¡Deténganse! —Ergan dio un paso hacia adelante, pero en ese instante una luz dorada descendió del cielo, envolviéndolo por completo. Su figura se desvaneció en un destello que lo transportó fuera de la escena.

En el lugar, el caos continuó por unos momentos. Los guardias, liberados de la presencia de Ergan, actuaron con fría brutalidad. El niño fue arrastrado hacia la frontera, su menudo cuerpo tambaleándose con cada tirón. Alrededor, los terrenales mantenían la distancia, inmóviles por el temor.

Cuando llegaron al borde, un soldado alzó al niño con una indiferencia aterradora. Con un gesto despectivo, lo arrojó hacia el suelo terrenal. El pequeño cuerpo cayó pesadamente, levantando una nube de polvo que pareció envolverlo en un silencioso epitafio. Su pecho se movía con dificultad, un jadeo apenas audible rompía el sofocante silencio.

Una mujer terrenal corrió hacia él, sus pasos veloces contrastando con la quietud de los que observaban. Su rostro reflejaba pánico mientras lo tomaba con cuidado.

—¿Qué te hicieron? ¿Cómo te llamas? —preguntó mientras acariciaba su rostro cubierto de heridas.

El niño abrió los ojos apenas, un hilo de voz escapó de sus labios.

—No tengo... nombre... —susurró, su mirada perdida en el cielo opaco.

Un grupo de terrenales se reunió alrededor, sus expresiones mezclaban furia e impotencia. Una anciana se arrodilló junto a la mujer.

—Debemos llevarlo al sanador, rápido —dijo la anciana con voz temblorosa.

Pero antes de que pudieran moverlo, el niño exhaló un suspiro final. La mujer que lo sostenía se derrumbó sobre su pecho, sollozando.

El cuerpo sin vida del niño, como tantos otros, quedó abandonado en la tierra polvorienta. La multitud se disolvió lentamente, dejando atrás otro capítulo de dolor, una cicatriz más en la interminable herida de los terrenales. Un niño sin nombre, uno más entre los muchos olvidados.

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