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CAP VII: Madhyamāpratipad (El camino del medio)

"El camino hacia la iluminación no es extremo ni rígido, es un camino de balance entre la mente y el corazón, el mortal y el divino."

Dogen Zenji


2 MESES A.G.P

(ANTES DE LA GUERRA PRIMIGENIA)

—¿Estás segura de que esto va a funcionar? —preguntó Morgana, con un dejo de desconfianza mientras cruzaba los brazos y fruncía el ceño, observando el caldero con una mezcla de fascinación y escepticismo.

—Tú tranquila, yo nerviosa —respondió Ariadna con una sonrisa fugaz. Mientras hablaba, giraba la cuchara de madera dentro de un caldero de metal pulido, cuyas paredes estaban grabadas con delicados jazmines que, al reflejar el resplandor del fuego, iluminaban la habitación con un tenue resplandor rosado—. ¿Trajiste todo lo que te pedí? —sus ojos se posaron en Morgana con una expectativa casi maternal.

—Sí, claro. —Morgana señaló la mesa cercana, donde estaban dispuestos los ingredientes: canela, cenizas y un pequeño frasco con un líquido cristalino—. Aunque debo admitir que conseguir esto último fue un verdadero reto. —Su mirada se dirigió al frasco, mientras los recuerdos comenzaban a invadir su mente.

Horas antes...

Morgana avanzaba con paso decidido por los pasillos del reino, pero la determinación en su mirada no disimulaba la pizca de caos que la acompañaba. Al localizar a su objetivo -un semidios distraído que caminaba tarareando una melodía-, apretó el paso y alzó la voz.

—¡Oye, tú, el de la cara de tragedia griega! —gritó, señalándolo con firmeza.

—¿Perdón? —El joven volteó con una expresión de confusión absoluta.

Antes de que pudiera procesar su inminente destino, Morgana se lanzó hacia él como si estuviera en la final de un torneo de lucha libre. Ambos cayeron al suelo en un enredo digno de un espectáculo, con el semidios soltando un grito agudo que resonó en todo el pasillo.

—¡¿Qué está pasando?! —exclamó, mientras intentaba liberarse de la aplastante presencia de Morgana sobre él—. ¡Esto no puede estar permitido en ningún reino civilizado!

—Cállate y coopera —replicó Morgana, sacando un pequeño frasco de su cinturón con la eficiencia de una profesional. Se inclinó hacia él y agregó con una sonrisa tensa—. Solo necesito unas lágrimas, nada personal.

—¡¿Lágrimas?! ¡¿Qué demonios estás diciendo?! —El semidios la miró con incredulidad.

—Mira, tú lloras, yo me voy, y todos seguimos con nuestras vidas. ¿Es tan difícil?

—¡Sí, es difícil! ¡¿Cómo se supone que voy a llorar por orden tuya?! —protestó, mientras forcejeaba torpemente.

Morgana suspiró, dejando escapar un "Dioses, dame paciencia" antes de cambiar de estrategia.

—Está bien, hagamos esto más rápido. —Le dedicó una mirada que alternaba entre amenaza y compasión—. Piensa en algo triste... ¿No te ha pasado nunca nada trágico?

—¿Trágico? Bueno... hace tres días se me perdió mi tortuga... —El semidios hizo una pausa, visiblemente afectado—. Se llamaba Rayo...

—Eso es perfecto —interrumpió Morgana, tratando de no reírse—. Sigue pensando en tu tortuga, ¡vamos, un poco más de sentimiento!

El joven comenzó a sollozar mientras Morgana recogía con rapidez las lágrimas que caían de su rostro.

—Eso, muy bien. ¡Eres todo un profesional! —dijo Morgana, mientras se levantaba y guardaba el frasco en su cinturón.

—¿Quién eres tú y por qué haces esto? — El semidios la miró desde el suelo, entre lágrimas y desconcierto.

—La heroína que no sabías que necesitabas —replicó ella, lanzándole un guiño antes de desaparecer por el pasillo.

De vuelta al presente...

Un leve empujón en el hombro la sacó de su ensimismamiento. Ariadna la miraba con una mezcla de paciencia y ligera impaciencia.

—¿Vas a darme las lágrimas o planeas seguir reviviendo tu momento de gloria? —preguntó la diosa con un tono burlón, aunque sus ojos revelaban urgencia.

Morgana parpadeó un par de veces, sacudiendo los vestigios del recuerdo. —Oh, sí, lo siento. —Rápidamente tomó el frasco y se lo entregó a Ariadna, quien lo recibió con un asentimiento de agradecimiento.

—Espero que al menos le hayas dado las gracias —comentó Ariadna, mientras destapaba el frasco y vertía las lágrimas en el caldero.

Morgana evitó el tema, enfocándose en observar cómo el líquido transparente se mezclaba con los demás ingredientes, transformando el contenido del caldero en algo que empezaba a brillar con una tonalidad mágica. El aire en la habitación parecía cargarse de energía, y Morgana no pudo evitar preguntarse si todas estas peripecias realmente valdrían la pena.

La divinidad, ahora atrapada en la fragilidad de la mortalidad, alzó las manos hacia el fuego bajo el caldero. La llama respondió con un rugido, incrementando su intensidad hasta convertir el recipiente en un rojo ardiente. El calor que irradiaba era tal que arrancaba gotas de sudor de la frente de Morgana, quien observaba el espectáculo con una mezcla de fascinación y recelo. El caldero parecía una bestia viva, palpitante, y el conocimiento de que debía ingerir algo de su contenido le helaba la sangre.

Con movimientos calculados y ceremoniosos, Ariadna comenzó a tomar los ingredientes. Sus manos, delicadas pero firmes, sujetaron primero un frasco que contenía lágrimas destiladas. Las vertió con lentitud en un lado del caldero, como si temiera que una sola gota fuera derramada fuera de lugar. Luego, recogió un recipiente más pequeño con cenizas mezcladas con canela, y sin prisas, esparció el contenido en el lado opuesto.

—Revuelve con el palo de madera —ordenó Ariadna, su voz tan firme como el acero. La tensión en la atmósfera era palpable mientras levantaba un cristal que atrapaba la luz del fuego, irradiando destellos danzantes en las paredes—. Invoco el poder del amor. Invoco el glamour. —Con un movimiento decidido, vació el contenido del cristal en el agua hirviendo, que reaccionó con un chisporroteo casi musical—. Lágrimas del mar, para que me doten con el poder de la transformación y el cambio.

Morgana, un poco reacia, comenzó a revolver el líquido. Al hacerlo, observó asombrada cómo el agua se teñía de un turquesa brillante que parecía contener fragmentos de estrellas. Sus ojos, abiertos de par en par, traicionaron su incredulidad. Ariadna, aun en su condición mortal, había conseguido evocar un poder que resonaba con una fuerza primigenia, como si tocara cuerdas olvidadas en lo más profundo del universo.

—Las cenizas del fénix —continuó Ariadna, su tono solemne mientras tomaba un pequeño puñado de polvo gris perlado—. Porque después de la destrucción siempre llega el renacer. —Sus dedos dejaron caer una pizca en el caldero, lo que hizo que el agua burbujeara de manera vigorosa y emitiera un aroma cálido y especiado.

La tensión se rompió con la siguiente frase.

—Y canela... para que sepa rico. —Ariadna lanzó una mirada ladeada hacia Morgana, arqueando una ceja con una pizca de humor.

Morgana quedó desconcertada, casi soltando el palo de madera en sus manos. Por un instante creyó que la canela tenía un significado mágico oculto, pero el comentario de Ariadna la dejó sin palabras. Un destello de humor en un momento cargado de seriedad descolocó a Morgana, que se encontró soltando una pequeña risa involuntaria.

—¿De verdad? —murmuró Morgana, entre la sorpresa y la incredulidad.

—Incluso los dioses necesitan un poco de sabor en la vida. —Ariadna sonrió apenas, aunque sus ojos seguían fijos en el caldero, como si el alma misma estuviera depositando algo en aquel brebaje místico.

Morgana, todavía atónita, continuó revolviendo, mientras sentía una chispa de calidez inesperada entre ellas, como si en ese instante compartieran algo más que un ritual: una conexión inesperada, casi íntima, entre lo humano y lo divino.

—Debe estar lista... ¿Quieres agregar algo más? —preguntó Ariadna, observando el caldero que emitía un tenue brillo carmesí.

—Creo que sí... —respondió Morgana con un tono misterioso, antes de ponerse a buscar algo entre los estantes de la habitación.

Ariadna arqueó una ceja, confundida. Había lanzado la pregunta como un simple gesto de cortesía, sin pensar que Morgana realmente se tomaría la libertad de añadir algo. Yo y mi gran boca, pensó con una mezcla de exasperación y curiosidad.

Cuando Morgana regresó, traía en las manos un pequeño puñado de pétalos de rosa.

—¿Rosas? —preguntó Ariadna, desconcertada.

—Pétalos... para que te veas linda. —Morgana encogió los hombros con una sonrisa dudosa, dejando caer los pétalos en el caldero.

La diosa suspiró, pero no pudo evitar esbozar una leve sonrisa ante el gesto. Mientras Morgana revolvía la poción, el líquido adquirió un color violeta profundo que iluminó la habitación como si un pequeño cosmos hubiese nacido en el caldero. El resplandor atravesaba incluso el ventanal, proyectando tonos púrpuras en el exterior del castillo.

Ariadna apagó el fuego con un movimiento decidido, y la luz mística se desvaneció poco a poco, dejando tras de sí una atmósfera de expectación.

Las dos mujeres intercambiaron una mirada. Morgana retrocedió para vigilar la puerta, asegurándose de que nadie entrara. Mientras tanto, Ariadna tomó una taza de madera desgastada y sirvió un poco del líquido oscuro, que ahora tenía la textura del vino más denso que hubiese visto.

—Espero no haber fallado... —murmuró la diosa, antes de beber de un solo trago.

El sabor fue un golpe inesperado.

—Dios, la canela no le dio nada de sabor —se quejó con una mueca.

—¿Cómo te sientes? —preguntó Morgana, acercándose con precaución.

—Me siento bien... —Las palabras murieron en el aire.

La mujer comenzó a tambalearse, como si el suelo se convirtiera en agua. Su cuerpo perdió el equilibrio y cayó con un impacto que resonó en la habitación. El frío del mármol pareció perforarla mientras su visión se nublaba, y sus ojos se cerraron como si una pesada cortina los envolviera.


Ariadna abrió los ojos en una vasta penumbra. El espacio parecía no tener límites, salvo por un único punto de luz que colgaba desde un techo invisible, iluminando el centro de la habitación. Allí, bajo ese resplandor solitario, se encontraba una figura sentada en una silla sencilla, una sombra viva que exudaba una calma inquietante.

La diosa se acercó lentamente, cada paso resonando como si estuviera caminando sobre un abismo. Al sentarse frente a la figura, sus ojos intentaron descifrar sus contornos, pero algo en ella seguía esquivo.

—¿Quién eres? —preguntó Ariadna con un tono que intentaba ser desafiante, aunque llevaba consigo inseguridad.

La figura alzó el rostro hacia la luz. Su piel era completamente negra, como una sombra que había tomado carne, y de su cabeza emergía un cabello afro que formaba una corona natural. Sus labios se curvaron en una sonrisa amable, casi maternal.

—¿Quién eres tú? —respondió la figura con una voz que era una versión más suave, más dulce, de la propia Ariadna.

—Soy la diosa del amor, Ariadna. —Respondió con firmeza, aunque la aspereza de su voz la sorprendió.

—¿Eres solo eso?

La pregunta la descolocó. Frunció el ceño y ladeó la cabeza, como si no hubiera escuchado bien.

—Por supuesto que sí. ¿Qué clase de pregunta es esa? —replicó, con un filo de irritación que buscaba ocultar su duda.

—Yo soy una humana.

—¿Qué humana? —demandó Ariadna, entrecerrando los ojos.

—Tu humana. Tu mortalidad. —La figura inclinó ligeramente la cabeza, como si evaluara a Ariadna con de ternura—. Soy la que abraza la imperfección. Quizás esa última también seas tú.

—¡No digas tonterías! —Ariadna golpeó la mesa con ambas manos, su voz reverberando en la oscuridad—. Los dioses no somos imperfectos. ¡Tú me haces imperfecta! Tú me robas mi poder, me llenas de dudas.

La figura no se inmutó. Se limitó a observarla con una paciencia inquebrantable, como si las palabras de la diosa fueran gritos de un niño al que le han negado un capricho.

—¿De verdad crees eso? —preguntó finalmente.

—¡Claro que sí! —gritó Ariadna, levantándose de golpe, como si la silla bajo ella ardiera.

—Entonces, ¿por qué sigues cargándome contigo? —La figura permaneció sentada, pero su voz resonó con una fuerza inesperada, aunque seguía siendo cálida.

La pregunta se hundió en Ariadna como una lanza. Quiso replicar, gritar, pero las palabras se le atragantaron. Su pecho se llenó de una presión insoportable, como si un torrente de emociones reprimidas buscara escapar.

—¡Porque no tengo elección! —gritó finalmente, con lágrimas brotando de sus ojos sin que se diera cuenta.

La figura asintió, como si esperara esa respuesta. Se levantó con una gracia tranquila y dio un paso hacia Ariadna. Ahora, de pie frente a ella, su presencia era más tangible, más real.

—Tú tienes todo el poder del amor, pero lo usas para huir de lo que realmente eres. —Extendió una mano hacia Ariadna, pero la diosa la rechazó, apartándose bruscamente.

—No quiero escucharte más. —Su voz era un susurro, quebrada.

—Entonces, dime, ¿quién eres? —La figura sonrió de nuevo, esta vez con un toque de tristeza.

Ariadna abrió la boca para responder, pero las palabras no llegaron. Todo lo que podía sentir era un vacío, un abismo que se abría dentro de ella. La furia volvió a brotar, esta vez más intensa, como una tormenta desatada en su interior.

Sin pensarlo, se lanzó sobre la figura, derribándola al suelo. La golpeó con fuerza, cada movimiento cargado de una mezcla de rabia y desesperación. Pero la otra mujer no reaccionó. No se defendió, no mostró dolor. Solo la miraba, con la misma compasión que antes.

—¡Responde! ¡Haz algo! —gritó Ariadna, mientras sus puños seguían descargándose sobre el cuerpo inmóvil.

Pero en lugar de encontrar resistencia, solo sintió un calor extraño, reconfortante, emanando de la figura bajo ella. Era como si cada golpe se transformara en un abrazo invisible, desarmando su ira desde dentro.

Ariadna se detuvo. Su respiración era errática, su cuerpo temblaba. Miró sus propias manos, manchadas por lágrimas invisibles, y finalmente alzó la vista hacia la figura.

La diosa y la mortal comenzaron a brillar, sus cuerpos irradiando con un fulgor cálido pero al mismo tiempo frío, como si el sol y la luna se abrazaran en el cielo. Una luz amarillenta, cálida y dorada, emergía de la diosa, mientras que de la mortal nacía un resplandor más blanquecino, etéreo y distante. Las dos luces se comenzaron a entrelazar, pero el contacto entre ellas fue tenso, casi como un choque de fuerzas opuestas. La energía que emanaba de ellas parecía repelerse y atraerlas al mismo tiempo, como si la misma esencia de sus seres no pudiera coexistir sin alterarse.

"Quiero quedarme con este lado", penso, su voz temblando, aunque nadie la escuchara. "Este que me llena de dudas, de incertidumbre... El que me consume con su dolor y tristeza, pero que, al mismo tiempo, me hace sentir el amor. Este lado que, aunque me destroza por dentro, me hace ser... más que lo que fui."

Hizo una pausa, sintiendo el peso de la decisión. La energía que la rodeaba palpitaba, inminente, inmutable.

—¿Quieres realmente ser inmortal? —dijo la voz mortal—. Ser una sombra eterna sin nada que atormente tu cabeza, sin la angustia de la conciencia, pero también sin la capacidad de cambiar lo que sucede a tu alrededor... ¿Qué somos sin el poder de transformarlo todo? ¿Qué somos sin la humanidad que nos desgasta?"

"Mi divinidad, por favor despierte," resonó una voz en la cabeza de Ariadna, un eco urgente que la arrancó de su inconsciencia. Era su estela, la voz que siempre la guiaba en los momentos de oscuridad. Necesitaba despertar, enfrentarse a lo que estaba por venir.

—¡Despiértese de una vez! —Morgana, con una mezcla de desesperación y furia, propició una bofetada en la cara de su diosa.

Ariadna se retorció, el ardor de la bofetada recorriéndole la piel como fuego.

—¡Dios santo, Morgana, ¿qué haces?! —gritó, las palabras entrecortadas por el dolor, mientras su visión comenzaba a cobrar forma poco a poco, como si los contornos de la realidad se despejaran de una niebla densa.

Finalmente, se incorporó en su cama, y la escena que encontró la dejó sin aliento. Su habitación estaba irreconocible: muebles volcados, libros esparcidos por el suelo, y una extraña quietud que parecía impregnada de caos. Era como si una explosión de energía incontrolable hubiera desgarrado el cuarto.

Ariadna se llevó la mano a la mejilla, tocando el lugar donde Morgana la había golpeado. La piel ardía, pero al mismo tiempo, algo en ella parecía diferente, extraña. Al mirar su mano, la confusión la paralizó. La piel que antes era pálida, ahora se había tornado en un tono profundo y cálido, como el de un chocolate derretido bajo el sol.

Con un empujón violento, apartó a la semidiosa de su vista, enviándola a caer pesadamente sobre la cama, y se levantó con rapidez, el suelo bajo sus pies crujía con pasos firmes.

Su cuerpo estaba tenso, y un sudor frío recorría su espalda mientras buscaba frenéticamente algún reflejo. Necesitaba ver algo, una pista que la devolviera a su ser, algo que confirmara que todavía era ella. Sin embargo, lo único que encontró fue un trozo de vidrio astillado, la ventana que había roto el día anterior, y su reflejo se distorsionaba en los fragmentos.

Su piel era morena, un tono cálido y terroso. Su cabello, ahora desordenado y lleno de vida, era un gran afro que se extendía por su cabeza, rebelde y salvaje. Parecía que la esencia mortal que había absorbido la había transformado por completo, llevándola a un lugar que no reconocía.

Pero al mirar más detenidamente, un pequeño destello de sí misma seguía ahí, intacto. Sus ojos, esos dos faroles azules que siempre habían brillado con la luz de su divinidad, seguían siendo suyos. Eran como dos fragmentos de cielo, brillando con una intensidad.

—Te ves bien. —Morgana sonrió, evaluando a Ariadna con una mirada curiosa.

—Cierra la boca —respondió con sequedad.


"¿Por qué hemos de luchar y arrebatar la vida a seres inocentes? ¿Por qué despojarlos de lo que no les pertenece?"

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