CAP VI: Dukka (Sufrimiento)
"El hombre esclavizado se ve a sí mismo como un objeto, una herramienta de la voluntad ajena, y su libertad se desvaneció en la sombra de la necesidad de complacer al opresor."
Jean-Paul Sartre
20 A.G.P
(ANTES DE LA GUERRA PRIMIGENIA)
Era un día gris en Kosmos. Las doce lunas, que antaño vestían el cielo de luz plateada, ya se habían desvanecido tras la cima de las montañas, dejando atrás sombras que parecían extenderse como raíces sobre la ciudad. Entre esas sombras, una mujer de largo cabello ennegrecido se deslizaba en silencio hasta un jardín abandonado, un lugar que, en otro tiempo, fue un prado trazado a la perfección por manos divinas. Ahora, no quedaba más que un terreno asolado por la guerra, consumido por una nube de polvo que parecía no tener fin.
Sobre sus hombros, cargaba a una niña, un reflejo diminuto de ella misma. Ambas vestían harapos que apenas se mantenían firmes sobre sus cuerpos, con cabellos opacos por el hollín que cubría la ciudad. Las rejas que cercaban el lugar estaban plagadas de carteles viejos, que se mantenían colgados por el mero desgaste del tiempo.
"LA ELITE CELESTIAL MANDA. CUALQUIERA QUE SE NIEGUE SERÁ DESTRUIDO."
Esos carteles habían quedado en desuso tras la caída de Eternidad y el fin de la dictadura. Desde entonces, los semidioses terrenales, al igual que insectos, se multiplicaron sin cesar. Lo que alguna vez fue un terreno de celestiales, ahora era un hogar de esclavos.
—Mamá, ¿por qué no podemos ver a papá? —susurró, mientras tomaba las cadenas oxidadas de un columpio que parecía resistirse al tiempo.
—Tu padre... —la mujer exhaló, conteniendo un nudo en su garganta—. Tu padre sirve a la jerarquía celestial, para que nosotras no tengamos que hacerlo.
La niña frunció el ceño, sin comprender del todo, y su voz tembló en la quietud del parque.
—¿Entonces prefiere a los dioses? ¿Por eso no está con nosotras?
—No... claro que quiere estar con nosotros... pero no puede —la mujer dejó de hablar por un instante, mirando al vacío, con la mirada perdida hacia el abismo del horizonte.
—No puede... las personas deberíamos poder hacer lo que queramos.
—Pues lamentablemente, los terrenales no nacemos libres.. —La mujer miró a su hija, y sus ojos se suavizaron un poco, aunque la amargura seguía en su voz—. Pero, ¿sabes qué es lo único que siempre será tuyo? ¿Lo único que nadie podrá quitarte?
—¿Qué, mamá?
La mujer detuvo el columpio, dejándose caer suavemente para quedar cara a cara con ella. Le tocó el pecho, señalando su corazón.
—Tu corazón... siempre será tuyo... Morgana.
OST: "La Solitude/Joshua Kyan Aalampour"
2 MESES A.G.P
(ANTES DE LA GUERRA PRIMIGENIA)
Morgana quedó suspendida en el brillo abrasador de la espada, sus pensamientos despejados con brutalidad por la verdad devastadora que cortaba las sombras de la magia celestial en su mente. Cuando la luz se extinguió, la semidiosa abrió los ojos al vacío tenso de la sala: los dioses la miraban en absoluto silencio, como si hubiera profanado algo sagrado.
Alethias, el dios de la verdad, se levantó de su silla. El sonido fue mínimo, pero la forma en que movió la silla—lenta, calculada, casi con un dejo de crueldad contenida—hizo que Morgana retrocediera instintivamente hasta que su espalda chocó con la fría pared, rodeada por figuras imponentes.
—Captúrenla. —La voz de Alethias, normalmente emblema de juicio y prudencia, resonó ahora en un tono oscuro y vacío, como el eco de una sentencia de muerte.
Al oír la orden, los semidioses al servicio de Alethias y de sus hermanos se lanzaron sobre Morgana con precisión implacable, sus rostros inexpresivos, como si ejecutaran un acto más del eterno ritual de obediencia. Ella, aturdida y sin posibilidad de reacción, sintió cómo sus brazos y cuello eran apresados en un agarre férreo, mientras sus fuerzas parecían desvanecerse junto con cualquier intento de resistencia.
De pronto, la tensión fue rota por Ariadna, quien lanzó su silla al suelo, levantándose con una fuerza que desafió la quietud de la sala. Sin dudar, se posicionó frente a Alethias, enfrentándolo con una mirada determinada y feroz. Somnia y Fatum, quienes observaban desde la distancia, parecieron sopesar la escena; sin embargo, el aura de Ariadna los hizo dudar antes de intervenir.
—Alethias, retira a tus servidores de mi estela —dijo Ariadna, con una frialdad mordaz—. Según el código celestial, ningún dios que no sea su celestial asignado puede castigarla.
Ley 13, Código Celestial: Una estela solo puede ser castigada por su dios celestial asignado al nacimiento, o aquel que lo haya adoptado como tal.
Las estelas, semidioses forjados a imagen de los dioses y destinados a servirlos, nacían con un lazo indisoluble hacia su deidad. Pero Ariadna, al no tener uno, se había valido de este vacío legal para reclamar a Morgana como su estela, protegiéndola de los castigos de otros dioses.
Fatum soltó una sonrisa burlona, su expresión imperturbable.
—No puede ser tu estela, Ariadna. No hubo bautismo ni ceremonia de enlazamiento —se burló, sus palabras impregnadas de satisfacción.
Ariadna reprimió el impulso de lanzarle una maldición que la dejaría despojada de toda su belleza y de su altanería, pero decidió contenerse. En cambio, lanzó una mirada de complicidad a su hermano Ergan.
—Ariadna ya había expresado sus intenciones de hacerla su estela hoy mismo —dijo Eran, avanzando con un semblante tranquilo hacia sus hermanos—. No sería prudente asesinarla antes de darles la oportunidad de enlazarse. ¿Verdad?
El dios de la verdad examinó la escena, y el silencio se volvió aplastante. Todos esperaban su veredicto, conscientes de la autoridad que poseía, incluso Ariadna, quien aunque no retrocedió, se mantuvo alerta y en silencio. Alethias, en un gesto de desdén calculado, levantó apenas el mentón y dirigió su mirada implacable hacia Morgana.
—Tal vez sea lo mejor... pero hay algo más. —Con un gesto elegante, apartó a Ariadna de su camino. A pesar de su físico imponente, Alethias se movía con una delicadeza perturbadora—. Morgana, guardarás silencio —declaró, llevando su dedo índice a sus labios en un gesto de silencio, mientras runas grabadas en su piel brillaban levemente y se proyectaban en los labios de Morgana antes de desaparecer.
Morgana sintió una quemazón, un dolor sordo que atravesaba sus entrañas y que pareció apagar sus palabras. Pero no cedió.
—No... no podrán silenciarme. —Morgana se impulsó hacia adelante, avanzando hasta quedar frente a todos los presentes, sus palabras resonando en la sala.
Ariadna la sostuvo entre sus brazos al sentir que su cuerpo se tambaleaba, mirándola con preocupación. Morgana estaba herida, pero no físicamente. Había algo profundo, una verdad enterrada en su mente, algo que sus hermanos, los dioses, claramente no querían que nadie escuchara.
—Ustedes, humanos y bestias... —la voz de Morgana se quebraba, pero su determinación era férrea—, creyéndose más que cualquier otra criatura en el universo... No saben que ustedes también estarán condenados cuando...
Las palabras quedaron suspendidas en el aire, su sentencia inacabada. Un dolor lacerante recorrió su cuerpo, y Morgana cayó en un sueño oscuro, dejando a Ariadna con la terrible sospecha de que aquella verdad, la que ni los dioses podían pronunciar, contenía una amenaza más grande que cualquier otra sentencia divina.
Los sueños de Morgana eran un círculo interminable, atrapada en el mismo escenario, una pesadilla que la acosaba noche tras noche. A menudo había considerado la idea de construir un altar en honor a Somnia, el dios de los sueños, para suplicarle un poco de paz. Sin embargo, en su corazón, Morgana sabía que sería en vano. Somnia no le concedería ese alivio. En esos sueños, siempre era lo mismo: su madre se encontraba en peligro, y la pequeña Morgana, atrapada en el cuerpo de su infancia, no podía más que observar impotente. Atada por gruesas cadenas a una colosal bestia marina, luchaba sin fuerzas. Nunca había entendido qué representaba ese monstruo, ni por qué lo enfrentaba noche tras noche.
La pesadilla se volvía más aterradora con los pensamientos de los demás, que se filtraban en su mente dormida. Era una maldición que la acompañaba desde niña: podía escuchar los pensamientos ajenos incluso en su descanso, sin poder escapar de las emociones y secretos de quienes la rodeaban. La desesperación y el silencio la ahogaban. Las veces que había intentado acabar con su vida, superaban con creces los momentos de alegría. Recordaba vagamente haber sonreído, alguna vez, en uno o dos cumpleaños.
Además, cualquier intento de acabar con su sufrimiento había resultado en fracaso. Las semidiosas de su tipo eran tan escasas que cargaban con "la Marca de Caín"; una condena que le prohibía encontrar la paz eterna por su propia mano. Solo un dios podía otorgarle el descanso final.
"Despierta, pequeña". Una voz melosa y cálida se infiltró en los sueños de la semidiosa. Podía darle forma, una figura femenina hecha de rosas.. Ese ser interrumpió la pesadilla y, cuando Morgana se dio cuenta, ya no estaba atada a ninguna bestia. Su madre había desaparecido, y ella volvió a ser adulta. Su salvadora... La diosa del amor.
—Despierta, Morgana —dijo Ariadna, mientras le picaba el brazo con sus uñas.
Morgana abrió los ojos y, de forma instantánea, sin pensarlo, lanzó su puño hacia la diosa, asestando un golpe justo en su nariz. Cuando se dio cuenta de quién era, el arrepentimiento vino seguido de una disculpa.
—Oh, Dios santo, perdóname —dijo, mientras se levantaba de la cama donde había quedado desmayada durante la noche—. No sabía que eras tú —añadió, con un tono de temor, mientras ayudaba a la diosa.
—Golpeas muy fuerte —respondió Ariadna, antes de aceptar la ayuda de la semidiosa—. Entiendo que seguro fuiste obligada a actuar como una "damisela perfecta" frente a mí, pero no por eso debes agredirme—soltó una leve risilla para aliviar el ambiente.
—Bueno, la verdad es que fue una tortura. Podía ver todo, pero no podía moverme —se sentó en el borde de la cama—. Generalmente, yo era la que les hacía eso a otros semidioses, hasta que me tocó a mí.
—Así que para eso usan a los semidioses empáticos... Yo siempre quise tener una —dijo Ariadna, y al instante se dio cuenta de lo que había dicho—. No digo que sean animales, eso lo diría mi antigua yo.
Morgana frunció el ceño, sorprendida. En toda su vida, nunca había visto a una diosa arrepentirse de lo que había dicho. Fue entonces cuando percibió algo distinto en la celestial frente a ella: su aura era más débil, menos imponente. Tal vez por eso la golpeó, pensó. Ariadna ya no era una figura celestial; se sentía como cualquier ser mortal.
—Tú... eres diferente —comentó Morgana.
—Oh, si te refieres a que soy más bella, sí, lo soy. Mis hermanos son unos viejos andantes, pero yo al menos me baño en lagos de polvo estelar —respondió Ariadna, sin sarcasmo esta vez.
—No es eso. Tú eres como un mortal. —Morgana la miró detenidamente—. Los otros dioses se sienten como muertos, nunca había oído a un celestial respirar.
Ariadna quedó paralizada. No podía creer que su hermana Esperanza le hubiera quitado todo, que ahora realmente sentía dolor. Recordó cómo se quemó con una bandeja un día antes, y cómo el golpe de Morgana también le había causado daño. Era algo que no había experimentado en milenios, salvo cuando aún estaba conectada a la vida misma.
—Necesito saber qué estás ocultando —interrumpió Ariadna, su tono severo y distante. No quería ser analizada, y mucho menos ser vulnerable—. Hay algo que sabes, algo que Alethias no quiere que nadie se entere, y creo que me lo están ocultando.
—Sí, sobre eso... —Morgana señaló sus labios, y unas runas brillaron por un instante antes de desvanecerse—. Me bloquearon. Ahora, además de no poder morir, no puedo decir la verdad.
Ariadna la miró, su rostro palideció y su ira creció, intensamente. Creyó que había logrado sobreponerse a sus hermanos, que finalmente había alcanzado un lugar de poder, pero su plan fracasó. No podía romper el bloqueo sin más poder. Irritada, se levantó de la cama y, con un golpe, destruyó la ventana de su habitación, cortándose la mano.
—¡No, espera! —Morgana la alcanzó y la tomó del brazo, observando cómo la sangre comenzaba a manchar la mano de la diosa—. Tú... ¿estás sangrando?
Ariadna la apartó con brusquedad, cubriéndose la mano con una sábana. El dolor era algo completamente nuevo para ella, y no podía soportarlo. No entendía cómo los mortales podían vivir con esa constante vulnerabilidad, sin poder golpear nada sin sentir sus consecuencias. El karma los perseguía, o eso pensaba.
—No te importa. Y no te metas, cierva. Respeta los rangos. Te adopté como mi estela, así que en algún momento deberemos hacer la ceremonia de enlazamiento —dijo, eliminando cualquier rastro de compasión en su voz.
—Debes ir al reino humano —comentó Morgana de forma abrupta.
—¿De qué hablas? —preguntó Ariadna, y la observó.
—Entiendo que estés molesta, y te debo la vida, así que te ayudaré. No puedo revelarte todo, pero si vas a la Tierra, lo descubrirás por ti misma.
—¿Y cómo sabes que voy a entender lo que ocurre? No soy precisamente la más brillante, por si no lo has notado —dijo con una risa amarga, una que no tenía la ligereza de antes, sino una tristeza oculta entre sus palabras. Sin sus poderes, se sentía vacía. Si ya no era una diosa, ¿qué sentido tenía su existencia?
—Eres mortal. El universo siempre guía a los mortales hacia su destino, sin importar cómo o cuándo. Si naciste para cumplir una misión, la cumplirás, o morirás en el intento. Tal vez, cuando perdiste tus poderes, naciste de nuevo. Ahora el universo te otorgará un propósito —dijo Morgana, mientras se levantaba de la cama y comenzaba a buscar por la habitación—. Si tienes miel, puedo curarte.
La semidiosa sentía una mezcla de resentimiento y amor por los dioses. Su vida fue arruinada por ellos, que le habían arrebatado todo, pero al mismo tiempo nació para servirles. ¿Qué es una esclava sin su dueño? Simplemente una esclava, esperando al siguiente al que entregarse. Sin embargo, Ariadna era distinta. Ella sentía dolor, y lo que era más sorprendente, empatía. A Morgana le dio esperanza: de que tal vez, ahora, podría trabajar por alguien que realmente hacía el bien.
—Muy bien, cúrame y arrancaré mi misión. Estoy emocionada por conocer a los humanos. Su rey es muy aburrido. Además, oí que algunos tontos hacen cultos hacia nosotros, como si tuviéramos tiempo para oírlos. Ahora supuestamente crearon un dios todopoderoso que maneja todo y le hicieron un libro, "Biblia" —Ariadna soltó una carcajada.
—Qué divertida, su eminencia —Morgana le mostró una sonrisa y siguió buscando la miel.
"No puedo amarte, entre las cenizas de tu destrucción. No puedo desearte sabiendo que seré el polvo que dejaste atrás."
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