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CAP V: Metta (Amor)

"Afrodita, nacida de la espuma del mar, / diosa que atraes el corazón de los hombres y las mujeres, / te imploro que me ayudes..."

Homero, Iliada (5.370-5.371)


2 MESES A.G.P

(ANTES DE LA GUERRA PRIMIGENIA)

Ariadna apareció en su habitación con una rapidez que desdibujaba el límite entre la realidad y el sueño. Recostada en la cama, su cuerpo aún vibraba con los ecos de lo sucedido momentos antes.

Su piel, ahora en contacto con las sábanas de seda, percibía por primera vez la diferencia entre el frío y el calor, la suavidad y la aspereza. Un roce tan sutil, tan presente. Los mechones de cabello, caídos desordenadamente sobre su rostro, la incomodaban de una manera que nunca antes habría notado.

Pero lo que realmente la sacudió fue el aroma a jazmín. Se infiltraba en cada rincón de la habitación, tan envolvente que parecía penetrar en su ser. Cada inhalación la llenaba de una dulzura inesperada, un sabor floral que se colaba entre sus papilas gustativas y la hacía sentir, con una intensidad palpable,

—Estoy viva... —susurró, como si la palabra fuera un descubrimiento. —Realmente lo estoy.

Se levantó con cautela del colchón y, al posar sus pies sobre el mármol frío, un escalofrío recorrió su cuerpo. Su piel se tensó, vibrando con una sensación que jamás había experimentado.

Todo era diferente. El aire estaba saturado con el aroma a jazmín, dulce y embriagador, como si el mundo entero hubiera renacido en una fragancia. Los colores, antes apagados, ahora vibraban con una intensidad cegadora; el gris de sus vestidos se transformó en un coral ardiente, como si la vida hubiera decidido finalmente tocar cada rincón de su existencia.

—Señorita, le traigo su té matutino. —Una joven, de cabello azabache y vestida con modestia, apareció en la habitación, trayendo una bandeja de plata con todo lo necesario: una tetera decorada con corazones, una azucarera a juego, cremera, tazas y cucharas.

—¿Y tú quién eres? —preguntó Ariadna, con voz cortante, mientras estudiaba las facciones de la sirvienta. A pesar de su belleza, algo en ella carecía de la suavidad que uno esperaría.

—Soy su nueva sirvienta —respondió la joven, sonriendo con una expresión tensa, como si cada palabra estuviera cuidadosamente medida.

Ariadna se levantó y, con una elegancia que rozaba lo amenazante, caminó hacia ella. Sus pasos eran deliberados, sus manos atrás, como si la escena fuera una coreografía perfectamente ensayada. Cuando finalmente estuvo frente a la sirvienta, la observó sin prisa, estudiando cada detalle de su rostro.

—¿Te estás quemando las manos? —preguntó, notando que la tetera aún despedía vapor y que las palmas de la joven estaban al rojo vivo.

—No, señorita, para nada. —Morgana continuó sonriendo, ahora más forzadamente, mientras sus ojos se tensaban.

Ariadna la observó un momento más, confundida por la importancia que le dio al sufrimiento de una cierva. Quizás, pensó, era porque ahora comprendía lo que significaba sentir, algo que no había experimentado hace milenios. Sin más, le arrebató la bandeja de las manos, ignorando el leve dolor que las quemaduras le provocaban al tocar la superficie ardiente. Dejó la bandeja sobre la mesa de noche, sintiendo una extraña satisfacción en ese acto.

—No entiendo por qué mientes. Puedes ser sincera —dijo, y abrió los ojos sorprendida por la suavidad de sus propias palabras. Luego, con una mirada más oscura, añadió—. Fuera de aquí.

—Muchas gracias, vuestra eminencia. Antes de irme, solo quería informarle que hoy, al llegar la luna, habrá una cena celestial. —Morgana asintió y, retrocedio lentamente.

—¿Cena celestial? Seguro que el idiota de Alethias está detrás de eso —masculló Ariadna, mordiendo un pastel de luna con furia contenida. Un amargo retintín de resentimiento se filtró por sus venas al pensar en él. Mientras se sumergía en sus pensamientos, otra idea emergió, una más inquietante. La sirvienta, Morgana, era diferente. Algo en su sonrisa parecía esconder secretos oscuros, inaudibles y grotescos. La sensación que Ariadna percibía de ella era... inquietante—. Lo averiguare despues.

Ariadna bebió una taza de té de jazmín y se quedó dubitativa durante varios segundos. ¿Cuál sería el vestido perfecto para un evento como ese? Una ocasión que, claramente, servía para humillar a sus hermanos, para señalar que "ella nunca está en las reuniones". Algo dubitativa, abrió su guardarropa, un mueble extremadamente grande, cuyas dos puertas blancas abarcaban toda una pared. Sin embargo, eso no le sirvió de mucho, ya que ningún vestido la convencía.

—Ojalá el té de jazmín fuera un vestido, sería muy lindo... —En ese preciso momento, una idea cayó del cielo, dándole por primera vez un motivo de sonrisa—. Así que... Jazmín.

La diosa sacó unos retazos de tela que tenía guardados en una cajonera rosada. Eran varios metros de tela blanca, como una hoja vacía, ansiosa por imbuirse en arte. Aunque, decir arte era mucho, ya que solo se imbuiría en una infusión aromática.

—Ya no recuerdo cómo hacía esto —dijo en voz alta, como si alguien estuviera presente, escuchándola—. La esencia de las cosas es más fuerte que cualquier otra en el universo.

Ariadna comenzó a empapar las telas con el té de jazmín, salpicando un poco del líquido por todos lados. Al hacerlo, las telas no hicieron más que oscurecerse por la humedad. ¿En qué había fallado? Pensó la mujer, al darse cuenta de que aún no tenía un vestido. La verdad era que no usaba magia de glamour desde hacía mucho tiempo, ni siquiera encantamientos.

—Esperanza, además de quitarme mi inmortalidad, me quitaste mi poder libre de cualquier ley universal... Tendré que hacerlo a la antigua. —La voz de Ariadna era serena, pero tras las palabras se escondía una tensión palpable. Como diosa del amor, siempre había podido invocar encantamientos con un solo deseo. Su poder era absoluto, inmutable, gobernado solo por su voluntad. Sin embargo, ahora... ahora debía seguir el camino que los mortales recorrían, aquellos humanos que invocaban el poder del amor a través de algo más primitivo: el cántico.

Ariadna comenzó a armonizar con el aire, creando melodías leves que combinaba con ligeros golpes en la mesa. Aunque pareciera que para musicalizar algo se necesitan instrumentos, el arte más antiguo, el canto, podía encontrar su lugar en cualquier sonido.

"Tejidos de estrella, seda de luna,
que tu forma tome el ritmo de la brisa.
Cada hilo, un suspiro de elegancia,
cada pliegue, una danza de armonía.

De la luz nace tu destello suave,
de la sombra, tu misterio mas grave.
Que el reflejo de tu forma sea pura,
belleza inquebrantable, siempre a la altura.

Fluye entre los pliegues, gracia sin fin,
que tu presencia deslumbre al alma sin confín.
Vestido de ensueño, vestido de luz,
al tocarnos, desbordamos la virtud."

Mientras entonaba el ritual, tan antiguo como la luna, Ariadna, la diosa más bella, danzaba con las telas mojadas, dando vueltas y vueltas en la habitación hasta que todo se combinó para formar una pieza musical. Todos los sonidos del ambiente se mezclaron entre sí: la brisa que golpeaba la ventana, el aleteo de las aves, incluso la marea del mar más lejano. En ese instante, Ariadna había hecho cantar a cada ser vivo e inanimado del reino, al son de su canción.

—Dios mío, hace mucho no hacía eso. Sigo teniendo el toque. —dijo, mientras observaba el hermoso vestido que había creado. La tela, de un blanco inmaculado, parecía absorber la luz y reflejarla a su vez con una suavidad etérea, como si estuviera hecha de la misma esencia de la luna. El diseño era sencillo, pero a la vez rebosante de una elegancia que no necesitaba adornos ostentosos. En lugar de bordados brillantes, pequeñas flores de jazmín, como suspiros de blancura, se entrelazaban a lo largo de la prenda, enredándose entre sí con una delicadeza infinita.

Las cenas y reuniones celestiales no eran más que encuentros que Alethias organizaba para relacionarse política y socialmente con otras figuras de poder, como el dios de la verdad y la justicia, quien era el único al que realmente le importaban esos temas tan terrenales. Sin embargo, últimamente, siempre se encontraba acompañado de sus más allegados: Somnia y Fatum.

La reunión tenía lugar, como siempre, en el salón de las rosas, un espacio que parecía haber sido tomado directamente de un sueño etéreo. Las paredes, altas como las cumbres de montañas olvidadas, estaban adornadas con enredaderas que se deslizaban por el techo, creando un tapiz verde de flores colgantes que casi parecían levitar en el aire. La luz tenue de la sala reflejaba un resplandor suave, casi mágico, que hacía que las flores brillaran con tonalidades imposibles de describir. Para ocasiones tan especiales, las mesas de roble antiguo eran dispuestas con una elegancia que solo el paso de los siglos podía otorgar. Cada mesa estaba adornada con intrincados grabados históricos, imágenes de batallas celestiales, amores prohibidos y pactos olvidados, sellados con el paso del tiempo.

Ariadna ya estaba allí. Fue la primera en llegar y ayudó un poco en la organización, trayendo consigo la sinfonía celestial, un grupo de semidioses de alta élite que utilizaban sus poderes para interpretar las piezas más complejas.

—Hola, Ari. Estás más encantadora que nunca —dijo una voz desde detrás de la diosa.

—Esa voz... tan altanera —comentó Ariadna, girándose con una sonrisa—. Hola, Ergan, qué raro verte por aquí.

Sin perder tiempo, Ariadna abrazó a su hermano, poniéndose un poco de puntillas para alcanzarlo. A pesar de su esfuerzo, no pudo evitar sentir la distancia que siempre existía entre ellos, aunque este gesto, tan suyo, no fue de duración larga. Estar cerca de él siempre la cegaba, no solo por la luz dorada que desprendía, sino por esa intensidad que solo él sabía proyectar. El cabello rubio de Ergan, siempre perfectamente peinado con gel, y su resplandor dorado. Ariadna, por su parte, ya no emanaba esa aura rosada que la acompañaba en sus días de inmortalidad. Ahora, su presencia era más humana, más silente.

—Ayer te vi más malhumorada de lo normal y quise quedarme cerca —dijo Ergan, con una enorme sonrisa en el rostro.

—Es raro... siempre estoy en este castillo sola con Alethias, y las últimas semanas ha habido más gente de lo habitual —respondió Ariadna, mientras acomodaba manualmente las sillas de la orquesta, ya que no quería recurrir a un encantamiento nuevamente—. No me molesta, no malinterpretes. Pero tú... bueno, ya sabes que generalmente cada quien está con sus propios asuntos. Yo simplemente extraño esas noches cuando todos vivíamos en el reino, pero luego, Eternidad murió...

—Sí, lo sé —respondió Ergan, el tono de su voz más sombrío—. Hace más de dos mil años que no veo a Destrucción o Vacío. Sus reinos, junto con ellos, han desaparecido.

Un silencio pesado se instaló entre ellos mientras la realidad de esas ausencias pesaba más que cualquier palabra. Ergan, con un gesto de su mano, comenzó a acomodar el salón, transformando el aire a su alrededor con un simple movimiento. Como siempre, su poder era indiscutible.

—Es extraño que no uses tus poderes —comentó Ergan con una sonrisa burlona, pero al mismo tiempo, curiosa—. Siempre fuiste tan dada a usarlos sin ningún remordimiento.

—No quiero hablar de eso... —La semidiosa sonrió, y luego se giró al escuchar cómo se abrían las puertas.

A lo lejos, una gran oleada de luces azules apareció. De ellas surgieron tres semidioses celestiales, cada uno con su color característico: azul, gris y blanco, para anunciar la llegada de los dioses. Los tres inseparables.

Ariadna dejó que su sonrisa se desvaneciera al instante. Su mirada se endureció al verlos, pues aunque acostumbrada a su pomposidad, ahora algo en su interior se revolvía. Estos seres, tan autoritarios, siempre usaban a sus semidioses como simples instrumentos, sin el menor reparo. Y en ese pensamiento, Ariadna sintió la mella de la autocrítica. Había hecho lo mismo durante toda su existencia y lo veía ahora con un desprecio que no podía ocultar.

—Realmente me sorprende verte aquí, Ariadna, y a tu... acompañante —dijo Alethias, emergiendo de la luz blanquecina con su cabello blanco recogido con elegancia sobre su cabeza, su traje blanco resplandeciendo como si estuviera hecho de pura luz.

A su derecha, Fatum, con su túnica azulada que reflejaba el polvo cósmico, se erguía solemne, la venda blanca que cubría sus ojos, no por ceguera, sino para ver más allá, para entender los enrevesados caminos del destino. Junto a él, Somnia se deslizaba sobre una nube flotante, sus ojos grises fijos en Ariadna con una calma inquietante.

—Siempre tan elegantes, ustedes —comentó Ergan, con su tono amable pero algo cínico, buscando aliviar la tensión que flotaba en el aire—. Tu espada de la verdad brilla más que nunca.

La diosa no pudo evitar admitir, al menos para sí misma, que Ergan tenía razón. La espada de la verdad, siempre colgando con imponente presencia sobre la espalda de Alethias, brillaba con un fulgor cegador. Era un arma tan poderosa como cruel, forzada a hacer confesar a los impuros, a los débiles. Y esa tarde, parecía lista para desatar su juicio.

Ariadna, con una sonrisa que no llegaba a los ojos, se giró hacia ellos, sus palabras calculadas como siempre.

—¿Qué nos trae a esta reunión, hoy? —preguntó, fingiendo una cortesía que se sentía amarga en su boca.

—¿Quién más que yo, hermosa princesa? —respondió una voz áspera y fría, con un eco de amenaza.

Ariadna no necesitaba verlo para saber quién había entrado. Esa voz, tan burlona y gélida, solo podía pertenecer al rey de las bestias, Toth. Apenas sintió su presencia, un hedor insoportable, mezcla de pescado en descomposición y carne podrida, invadió la sala, ahogando el aroma de los jazmines. Para Ariadna, diosa de lo bello, Toth era la antítesis de todo lo que amaba; era la encarnación de la corrupción y la vileza.

—Ten más respeto ante tu diosa, peste —le espetó Ergan, poniéndose frente a ella, el brillo de su aura intensificándose en señal de desafío.

Toth, envuelto en su túnica negra, con el cabello grasiento y pegado hacia atrás, alzó las manos en una falsa señal de paz, su sonrisa torcida apenas contenida.

—Tranquilo, niño. Yo no soy el único monstruo al que debes temer —dijo, su voz llena de promesas veladas, antes de dirigirse a la mesa destinada a las bestias, con una mueca burlona en el rostro.

—¿A qué te refieres con eso? —preguntó Ariadna, intentando sofocar el desprecio que se reflejaba en su voz.

En respuesta, un grupo de bestias comenzó a atravesar el portón. Criaturas humanoides de torsos retorcidos, bestias marinas de escamas viscosas, y seres deformados se esparcieron por la sala, esparciendo un hedor aún más repulsivo. Ariadna, incapaz de soportar el ambiente que crecía en densidad y oscuridad, arrancó varios jazmines de su vestido y los dispersó por la sala, como si los delicados pétalos pudieran cubrir aquella invasión de inmundicia.

Al cabo de unos minutos, con los dioses ya ocupando sus lugares en una mesa apartada, la entrada del rey de los humanos, Avalon, anunció un cambio en la atmósfera. Avalon era un hombre de mediana edad, con un bigote cuidadosamente arreglado y una actitud carente de todo carisma. Flanqueado por su tropa mortal, su presencia era discreta, como si él mismo supiera que su humanidad no era más que una nota menor en el concierto celestial. Ariadna apenas le dedicó una mirada, considerándolos poco más que ruido de fondo; después de todo, para ella, los humanos no eran más que sombras pasajeras en un mundo de inmortales.

—Bueno, habitantes del mundo humano y señores de las profundidades —anunció Alethias con voz resonante mientras alzaba su copa de vino, su sonrisa desbordante de una serenidad casi inquietante—. Nos hemos reunido hoy para celebrar un hito sin precedentes: el acuerdo para implementar el plan Utopía. Un universo en el que prosperen las razas más poderosas, unidas bajo un nuevo orden.

Hizo una pausa, recorriendo con la mirada a los asistentes, como si quisiera grabar sus rostros en la historia misma.

—Existen miles de razas esparcidas por el cosmos —continuó—, pero hoy, en este salón, están representadas las tres especies que se alzarán como soberanas sobre todas las demás. Las tres que forjarán el destino del universo.

Un murmullo de aprobación creció en la sala, hasta transformarse en una explosión de júbilo.

—¡Por un nuevo orden! ¡Por el plan Utopía! —clamaron los presentes, levantando sus copas al unísono.

La sinfonía celestial, en respuesta a la aclamación, comenzó a interpretar una sonata radiante y vibrante. Los acordes llenaron el aire, envolviendo el salón en una atmósfera de celebración teñida de una extraña solemnidad, como si las notas mismas predijeran la gloria y la tragedia que podría traer aquel acuerdo.

Ariadna observó la escena con una sonrisa apenas disimulada. Aquel clamor universal, esa embriaguez de poder que compartían todos los presentes.

La celebración se encendió como un fuego desbocado en el reino. Las bestias se agrupaban en el extremo opuesto del salón, formando un círculo cerrado y ominoso, mientras los humanos se desplegaban alegremente por todo el lugar, dejando tras de sí el eco de carcajadas y el tintineo de copas al brindar. El vino fluía como un río interminable, y el ambiente estaba teñido de un optimismo embriagador. El nuevo tratado parecía pintar el futuro en tonos rosados, una promesa de un mundo utópico al alcance de la mano.

Sin embargo, Ariadna no lograba desprenderse de una inquietud que le nublaba la frente. El plan Utopía, anunciado con tanto júbilo, era aún un misterio para ella. Observó de reojo a su hermano Ergan, cuya expresión perpleja confirmaba que tampoco había sido informado de los detalles. Era extraño, y cuanto más pensaba en ello, más perturbador se volvía. Jamás una bestia o un humano había puesto pie en el Elysseo; de hecho, la entrada misma estaba protegida por el "Puente de Babilonia", un límite sagrado que separaba ambos mundos. Si esa barrera había sido levantada, debía haber algo oscuro escondido tras esta alianza.

Sus pensamientos se desvanecieron al ver a su semidiosa atravesar las puertas del salón. Antes, la joven vestía harapos y su melena negra y revuelta le caía como una cortina sobre el rostro. Ahora, lucía un vestido rosado de sirvienta, un cambio de aspectol que incluía un rubio platinado casi irreal, contrastando con su antigua oscuridad. A su paso, ignoró varias invitaciones de baile por parte de los humanos, deslizándose con paso firme hacia el asiento de Ariadna, como lo dictaba el Código Celestial.

Ley 136 del Código Celestial: Todo sirviente o semidiós celestial debe permanecer siempre detrás de su dios líder. Si es un semidiós terrenal, jamás podrá compartir la misma estancia con un dios, salvo que este lo autorice expresamente.

—Lo siento, mi señora, tuve inconvenientes para llegar. Aceptaré cualquier castigo acorde a mi inoperancia —dijo la mujer con una sonrisa tensa y forzada, aunque su tono sonaba casi sumiso.

Ariadna, perpleja, se tomó unos segundos para responder. La sirvienta frente a ella parecía haber cambiado no solo su aspecto, sino su esencia misma. Ese cabello rubio, el vestido rosa cuidadosamente escogido para emular el suyo... todo eso le parecía un reflejo distorsionado. Pero lo que más la desconcertaba era la falta total de miedo en su expresión. ¿Por qué la miraba con esos ojos vacíos, sin una pizca de temor? La llevaban a pensar en el abismo, donde algo oscuro e invisible yacía tras una fina capa de normalidad.

Ariadna la condujo a un rincón, lejos de la atención de los otros invitados. La opulencia del salón apenas mitigaba el susurro de incomodidad que la presencia de Morgana le inspiraba.

—¿Qué está sucediendo? Nunca tuve una sirvienta como tú, sin ningún tipo de miedo en el rostro. —Ariadna la miró a los ojos, esperando captar el menor atisbo de duda, de sometimiento. A ella y a sus hermanos siempre les habían obedecido a través del temor, una costumbre que se había vuelto casi natural en sus relaciones con los que les servían—. ¿Estás siendo obligada?

Morgana le sostuvo la mirada sin parpadear, pero una ligera fisura se abrió en su máscara; una lágrima, solitaria y silenciosa, se deslizó por su mejilla.

—No, señorita —respondió, en una voz suave y baja, casi como un susurro que flotaba en el aire.

Ariadna observó aquella lágrima con fascinación y extrañeza. ¿Era acaso miedo reprimido? ¿O había algo más profundo y oculto detrás de esa sirvienta enigmática? Sus manos se posaron firmemente sobre los hombros de Morgana, intentando descifrar su esencia, aquello que no alcanzaba a ver.

—¿Cómo te llamas, niña? —preguntó con un susurro que llevaba una mezcla de curiosidad y autoridad.

—Morgana, su eminencia. Para lo que usted desee.

—Para lo que yo desee... —murmuró Ariadna, y sus palabras cobraron un matiz sombrío mientras una idea descabellada y peligrosa tomaba forma en su mente—. Muy bien, Morgana. Entonces, te tengo una orden...

Ariadna dirigió instrucciones precisas a Morgana, enunciando su nombre de forma repetida y deliberada, un recurso calculado para fijar la orden en el alma de la semidiosa. El acto de reiterar su nombre hacía imposible que Morgana desobedeciera; después de todo, esa imposición era una norma inquebrantable del código celestial.

Ley 450, del Codigo Celestial: "Un sirviente debe obedecer todas las órdenes de su dios, y también las de cualquier otro dios que lo invoque por su nombre."

La calma tensa entre ellas fue súbitamente interrumpida por Fatum, la diosa del destino. Su expresión estaba marcada por una sombra de inquietud mientras se aproximaba a ambas figuras. Ariadna captó al instante el porqué de su llegada. Fatum, con su visión de las infinitas posibilidades del futuro, podía percibir cambios en las ramificaciones del tiempo, sutiles desajustes que alteraban el equilibrio. Aunque su poder le permitía vislumbrar las probables consecuencias de cualquier acción, no podía ver con precisión los eventos, pues cada decisión modificaba el rumbo del destino.

—¿Ocurre algo con tu sirvienta, Ariadna? —preguntó Fatum, mirando a Morgana con detenimiento—. Si deseas, puedo asignarte a otra.

Sin esperar respuesta, Fatum extendió una mano y sujetó el brazo de Morgana, con la intención de llevársela. Su tono era firme, pero el gesto tenía algo extraño, como si supiera que esa semidiosa era un problema.

Ariadna reaccionó de inmediato, su postura y su tono marcando su desagrado con claridad.

—No, Fatum, no es necesario. Te agradezco la preocupación —dijo, esbozando una sonrisa sarcástica—. Simplemente mi sirvienta se ve tan desagradable que me provoca náuseas.

Ariadna ya no se preocupaba por la obediencia de Morgana, pues estaba segura de que la semidiosa seguiría sus órdenes incondicionalmente. Sin embargo, la amenaza de Fatum, con su ojo inquebrantable sobre el destino, le causaba más temor. Sabía que, si Fatum percibía algo extraño, su intervención podría ser fatal para sus planes. Necesitaba hacer algo para desorientar a la diosa del destino, para que su poder de premonición no pudiera alcanzar la exactitud que requería.

La diosa del amor, con su ingenio afilado, pensó rápidamente. Sacó un jazmín de su vestido, aplastándolo con las manos, dejando que las pequeñas flores se desintegraran en pedazos diminutos, liberando su fragancia. La esencia del jazmín, suave y persistente, siempre había tenido el poder de alterar la percepción, de suavizar el aire de manera sutil, cubriendo los sentidos de aquellos que la respiraban. Luego, cerró el puño con fuerza, como si sellara su voluntad, y dio un leve beso, para finalizar el encantamiento a los petalos, pidiendo que la gracia de Eternidad la ayudara.

Al acercarse a Fatum, Ariadna dejó caer los pedacitos de jazmín bajo la mesa, justo a los pies de la diosa del destino, confiando en que su poder sería lo suficientemente eficaz como para distraerla.

—¡Creo que debemos hacer otro brindis más! Por la enorme fiesta, y porque la verdad triunfe... —dijo Ariadna, alzando la voz para hacer que todos se unieran en su propuesta. Golpeó la mesa con la mano y se levantó con una actitud decidida.

—¡Sí, brindemos! —gritó Ergan, uniéndose al juego con una sonrisa cómplice. Levantó su copa de vino, sin dudar un instante.

Los otros dioses, por inercia, comenzaron a seguir el gesto. Incluso los humanos, algunos tan ebrios que ya no se sostenían, alzaron sus copas, arrastrados por la marea de la fiesta. Fue en ese momento cuando Morgana, obedeciendo la orden clara de Ariadna, se acercó sigilosamente a Alethias, el dios de la verdad.

Con una mano temblorosa, pero resuelta, Morgana tomó la espada de la verdad, el brillante filo dorado que siempre colgaba de la espalda de Alethias. Sin dudar, pinchó su dedo índice contra la hoja afilada, dejando que la sangre impura de su linaje fluyera por el filo. El metal brilló intensamente, bañando la sala con una luz cegadora que absorbió por completo la atención de los presentes.

El resplandor de la espada se fue apagando lentamente, y en ese momento, Morgana recuperó la conciencia. Ariadna observó satisfecha, sabiendo que, con ese simple acto, había ganado el tiempo necesario para mantener el control de la situación.

"¿Me seguirás amando, incluso cuando olvide quién soy y mi dolor se convierta en llamas que arrasan con todo?"

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