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CAP I: Anicca (Impermanencia)

"El alma nunca nace ni muere, ni una vez que ha existido deja de ser. Es sin nacimiento, eterna, inmutable, anterior a todas las cosas."

Bhagavad Gita


2 MESES A.G.P

(ANTES DE LA GUERRA PRIMIGENIA)

Hace incontables eras, tiempos que abarcan un abismo de millones de años, los dioses engendraron dos joyas singulares: las bestias y los humanos. Seres imperfectos, distantes de la estirpe celestial que los creó. En la congoja de dar vida a estas criaturas, los semidioses emergieron, encarnando un legado que debía perdurar en el devenir de los tiempos.

—Ariadna, es hora de despertar —una voz femenina resonó en la habitación, dejando un eco reverberante en las intrincadas decoraciones de mármol.

—¿Qué sucede ahora? —Ariadna respondió con fastidio, mientras alzaba con languidez las vastas sábanas de un matiz rosáceo que la arropaban—. A una divinidad, se le despierta con la gracia de una danza celestial —se desplazó por la inmensidad de la estancia, iluminada por la dorada luz que se filtraba por los dos ventanales que la custodiaban.

Su habitación, situada en lo más alto del Olimpo, era un santuario de elegancia. Sus muros, cubiertos de un blanco inmaculado, parecían resplandecer con la luz divina que emanaba de ella. Los sutiles matices de color rosa se entrelazaban con el blanco, en detalles como las cortinas de gasa que ondeaban suavemente con la brisa.

En el centro de la habitación, se encontraba la majestuosa cama con dosel, adornada con sábanas rosáceas y almohadones blancos que aportaban un toque de color y comodidad, como el resto de la habitación. Frente a la cama, un espejo ovalado enmarcado en dorado descansaba sobre un tocador de mármol. Alrededor del espejo, había frascos de ungüentos y perfumes, cada uno con fragancias únicas. Sin embargo, la habitación misma tenía una mezcla de lavanda y rosas.

Aun así, lo más importante, era aquella sensación de eternidad y gracia, como si el tiempo fuera un siervo más en dicha estancia. Era un reflejo del poder y la belleza de Ariadna.

—Mis disculpas, noble señorita... —la doncella murmuró con timidez, tras la puerta de roble blanco, inclinando la cabeza antes de retirarse con humildad.

«Estos sirvientes terrenales malditos ignorantes, desconocen su lugar en el cosmos», reflexionó. Con un ademán majestuoso, delante del vestidor, y una hilera de prendas sostenidas por barras de diamantes. Cada uno confeccionado con las manos de artistas vanagloriados en la historia.

Con desdén, Ariadna escudriñaba la escasa gama de vestimenta a su disposición. Sin muchas alternativas, seleccionaba un vestido particular, confeccionado en un estilo de princesa y adornado minuciosamente con perlas.

—Los siervos de la limpieza aún no se dignan a aparecer; son unos ineptos. —La voz de Ariadna se perdió en el espacio de sus pensamientos, mientras agitaba con gracia una campanilla suspendida en su cuello de porcelana. Su gesto era delicado, como el aleteo de un cisne.

—Señorita, le ruego disculpe la demora. Por favor, no castigue nuestras almas —la criada apareció frente a la puerta de la joven, con inusual celeridad, tal vez aguijoneada por el cansancio o el temor.

—Mildred, te he advertido con antelación que eres muy lenta. Yo puedo ser indulgente, pero mis hermanos... te arrojarán a las fauces de las bestias —una risa burlona surgió de los labios de Ariadna, mientras se adentraba en los pasillos del reino, apartando a Mildred con un impulso despectivo.

Mildred fijaba con devoción sus ojos en el suelo, mientras aguardaba la salida de la divinidad. La habitación que se erguía ante ella, semejante a un santuario místico. El techo, elevándose majestuosamente desde el suelo, emulaba un mural de pinturas incrustadas con un toque abrupto, como si un artista hubiera arrojado pinceladas de arte por doquier y algo misterioso las hubiera ensamblado con perfección.

—Estoy rodeada de esclavos. —Ariadna profundizaba los pasillos del reino, finamente decorados con tapices y luces de candelabro, que iluminaban el lugar incluso en la lobreguez.

El reino que habitaba se conocía como el castillo de cristal, un lugar asombroso situado en la metrópolis de los dioses, "Elyssia". Como su nombre lo sugería, era un castillo con murallas de cristal que se alzaban majestuosas hacia los cielos. Las murallas no eran simples láminas de vidrio, sino más bien un tipo de material fibroso que irradiaba una luminiscencia. Cada panel estaba meticulosamente tallado con patrones intrincados que parecían cobrar vida cuando la luz del sol los tocaba. Los grabados mágicos que adornaban las paredes contaban historias de la creación del universo y las gestas heroicas de los dioses.

En las vísceras del reino sumía la sencillez, debajo de esos cimientos transparentes, un castillo normal, de roca y cemento se asomaba. Con un salón principal que conectaba a los pasillos por escaleras de madera. Mientras que las torres exteriores se elevaban en picada hacia el cielo, terminando en cúpulas de cristal que parecían alcanzar la mismísima bóveda celeste. Desde las alturas, se podía disfrutar de vistas panorámicas de Elyssia.

Ariadna sin titubear corría por los extensos pasillos, mientras intercalaba las escaleras que conectaban con la sala madre y así llegar más rápido. La chica, por unos segundos, se detendría en el corazón de cristal.

—Y este es el corazón de cristal, un patio interior que da directamente al cielo —dijo una semidiosa celestial, que al parecer estaba dando una demostración.

—¿Por qué se llama así? —preguntó un niño acompañado de otros más.

—Se llama así, ya que junto a la sala principal, esta zona conecta a sectores del castillo junto a puertas. —La semidiosa caminaba junto a su discurso expositivo—. Además de que es la única zona verde de la ciudad, para los humanos los árboles son vida, igual que su corazón.

Ariadna siguió su camino, y recordaba cómo los semidioses antiguos le dan clases a los nuevos por varios años, así conocen a la perfección el castillo y la ciudad.

Ella nunca tuvo que dar clases o demostraciones a sus súbditos, más bien ellos eran creados a la perfección para autogestionarse desde el día de su nacimiento. Incluso si algunos eran un poco... Imprudentes.

—Bueno, más vale que estés preparado para morir —dijo una voz proveniente de exteriores.

—Oh claro, nunca me puedes, podrías... ¿Podrás? —Esa voz titubeaba un poco al hablar—. Bueno, como se diga.

Ariadna observaba desde una pequeña ventana de barrotes negros, que le da la visión de los campos de Elysseo, un lugar donde entrenan los "terris", o más formalmente, semidioses terrenales; seres sin ningún tipo de educación, solo creados para morir en las guerras y hablar con... ¿Humanos?

Estos al parecer estaban entrenando, la diosa lo notó tras las enormes llamaradas y esferas de luz que proyectaban de sus manos y armas. Era una visión bastante interesante, pero Ariadna debía seguir su camino.

—Siento llegar tarde —dijo en un tono agitado, mientras sonaba el rechinar de las puertas abriéndose—. Siempre confundo las escaleras...

—Ariadna, eres una diosa y este castillo lo conoces desde la infinidad de los tiempos —respondió una voz autoritaria.

La chica se sintió avergonzada y tomó asiento sin siquiera rechinar los dientes, algo bastante habitual de ella. Todavía se siente pequeña al lado de sus hermanos, y más en esa enorme habitación de reuniones, una cámara elegante con tapices y alfombras azules, que no le roban el protagonismo a la mesa redonda ubicada en el centro.

—Creo que podemos comenzar la reunión... —Fatum, la más longeva de las longevas emitió ese comentario, seguido de un sorbo de su copa color zafiro.

—Bueno, el tema del día de hoy son las decisiones que vamos a tomar tras la época de sucesión de rey en las fosas...

Un ruido ensordecedor interrumpió su discurso, aunque parezca raro, provenía del bolso de Ariadna, siempre protagonista de cualquier momento incómodo. El sonido que parecía una pava a punto de explotar en hervor fue suficiente para dibujar caras de enojo en los allí presentes

—¿Podrías...? Por favor —dijo Alethias, el dictador del discurso y quien antes había respondido con una voz autoritaria.

Ariadna automáticamente tomó su bolso y esperando lo mejor, lo abrió, aunque quizás no se vio venir lo siguiente. Como finalmente el agua explotando en burbujas, una llamarada salió disparada hacia el techo, dejando una mancha negra. Donde antes había un hermoso mural traído desde el mundo humano.

—Copérnico, ven aquí. —Gritó la diosa y se subió a la mesa—. No volverás a comer almas en pena, te lo advertí.

Esta se abalanzó sobre la destrucción y con su bolso en mano volvió a tomar a la llamarada. Cuando cayó al suelo echó un vistazo, ahí estaba su mascota, Copérnico, un pequeño espíritu del fuego bastante rebelde.

—Esto ya es demasiado, te dijimos que no podías tener a un espíritu elemental de mascota, Ariadna —advirtió Alethias.

—Es que los sucios terris no podían cuidar a un pequeño elemental... —protestó Ariadna, su voz cargada de frustración. Habría continuado su queja, pero en ese preciso instante, el pequeño travieso salió disparado hacia la puerta de salida en un torbellino de llamas—. ¡COPÉRNICO, VEN AQUÍ! —gritó, su tono mezclando autoridad y desesperación. Volviéndose hacia sus compañeros, añadió apresuradamente—: Alethias, no sigan la reunión sin mí, ya vuelvo —aunque en el fondo realmente esperaba que siguieran sin ella.

Ariadna se lanzó a la persecución de su mascota con una velocidad y determinación inquebrantables. Su carrera desenfrenada la llevó por los largos y laberínticos pasillos del castillo. Copérnico, balanceándose como un felino ágil y escurridizo, iba dejando tras de sí un rastro de caos y destrucción. Las hermosas tapicerías y decoraciones, meticulosamente colocadas, se convirtieron en cenizas al contacto con las llamas del espíritu de fuego.

Cada recodo del pasillo se convirtió en un desafío. Ariadna zigzagueaba, esquivando columnas y puertas, mientras el eco de sus pasos resonaba en las paredes de piedra. Entró en varias habitaciones, donde el caos se propagaba rápidamente. Librerías antaño ordenadas ahora mostraban libros chamuscados y papeles volando por el aire. Alfombras elegantes se convirtieron en brasas ardientes bajo los brincos juguetones de Copérnico. La diosa trataba de mantener la calma, pero el creciente desorden la exasperaba.

La travesía de Ariadna y Copérnico continuó por todos los pasillos, infiltrándose en las estancias más privadas del castillo. Los sirvientes y semidioses que se encontraban en su camino retrocedían con horror y asombro, tratando de no quedar atrapados en el pandemonio ígneo. Las chispas volaban, iluminando brevemente los rostros sorprendidos y preocupados de los que presenciaban la escena.

Sin querer, el dúo de malandros se adentró en una puerta en construcción, una entrada todavía inacabada y cubierta de runas antiguas que apenas comenzaban a formarse. Estaba siendo transportada por varios semidioses al salón de puertas, un lugar destinado a recolectar todas las entradas en construcción. Sin embargo, había un problema significativo: las puertas que no estaban terminadas te llevaban a un punto cero en el universo, donde todas las dimensiones se conectaban para el transporte.

En un abrir y cerrar de ojos, Ariadna y Copérnico se encontraron en ese misterioso y caótico punto cero. El entorno cambió drásticamente; en lugar de los familiares muros del castillo, se hallaron en medio del vacío. Era un espacio infinito y abstracto, donde la realidad se disolvía en una marea de colores y formas cambiantes. Miles de rayos de luz se entrecruzaban, señalando que seres de diversos mundos se estaban teletransportando a diferentes destinos. Ariadna observó con fascinación y temor como esos destellos se movían a velocidades inimaginables.

De repente, una de esas luces llamó su atención: un rayo que se dirigía hacia la fosa de las bestias. La curiosidad se mezcló con la alarma en el rostro de Ariadna. ¿Quién en su sano juicio querría ir a un lugar tan peligroso y sombrío?

Mientras se encontraba absorta en sus pensamientos, sintió una mano firme en su espalda que la jaló con fuerza hacia atrás. En un instante, la vertiginosa sensación de flotar en el vacío desapareció. Ariadna se dio cuenta de que ya no estaba vagando por el universo; había regresado al pasillo que daba a la sala de reuniones del castillo.

—¿Sabes lo peligroso que fue eso? No puedes entrar a portales que no están acabados; el vacío te puede consumir —dijo Ergan, el dios de la "Ambicion", mirándola con severidad y preocupación.

—Lo siento, fueron esos inútiles de los semidioses que se metieron en mi camino... ¿Y COPÉRNICO? —preguntó Ariadna, su voz reflejando una mezcla de ansiedad y cansancio.

Al instante, una sensación de quemadura en su cuello le indicó que su travieso espíritu de fuego estaba justo detrás de ella. Ariadna lo tomó rápidamente con su mano y lo encerró en una burbuja mágica, suspendiendo momentáneamente su capacidad de causar más problemas.

—¿Crees que no sabemos que haces todo esto para faltar a las reuniones? —dijo Ergan, su tono ahora más acusatorio.

—¿A qué te refieres con eso? —Ariadna se mostró asombrada—. No digo que no lo haya hecho antes, pero esta vez fue genuino.

—Mira, Ariadna, no puedes rechazar tus responsabilidades como una diosa, menor, pero una diosa al fin. No tienes consideración por nadie más que por ti y tus ambiciones, cuando no ves lo que trabajamos tus hermanos para mantener el equilibrio en el universo. —Todas esas palabras fueron dichas con tanta rapidez y enojo que el rostro blanco de Ambicion se tornó rojo, quizás por la falta de aire.

—Lo siento, tienes la razón... Volvamos a la reunión —concedió Ariadna, con una mezcla de arrepentimiento y resignación.

"Soy una mala persona, y cada vez que lo pienso, siento que hay algo dentro de mí que lo confirma."

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