Cada noche, al filo de la medianoche, el viejo reloj de la mansión Graham emitía un sonido siniestro que resonaba en los pasillos desiertos. Aquella noche, el joven heredero, Edward, se encontraba solo, rodeado por la opulencia y los retratos de antepasados que parecían juzgarlo desde sus marcos dorados.

Edward, un hombre de ciencia y lógica, nunca había prestado atención a las historias de fantasmas que envolvían la historia familiar. Sin embargo, esa noche, un frío inexplicable lo envolvió, y una sensación de estar siendo observado lo impulsó a explorar.

Con una vela en mano, recorrió los corredores hasta llegar a la biblioteca, donde un espejo antiguo, tan alto como la pared misma, lo esperaba. La luz de la vela titilaba, proyectando sombras danzantes que parecían cobrar vida propia.

Edward se acercó al espejo, y por un momento, juraría haber visto una figura oscura detrás de él. Se giró rápidamente, pero no había nadie. Al volver la vista al espejo, su reflejo parecía distorsionado, como si algo o alguien intentara salir de aquel plano de plata.

El reloj marcó la medianoche, y un silencio sepulcral cayó sobre la habitación. Edward, paralizado, observó cómo su reflejo se desvanecía lentamente, hasta que no quedó nada, ni siquiera él mismo. El espejo reflejaba una habitación vacía detrás de él.