William Fray se movía como una sombra entre las espesuras del bosque en aquella oscura y fría noche de invierno. En su poder un único objeto, tan valioso como imprescindible. Lo guardó en su bolsillo y, con mucho cuidado siguió caminando entre el lodazal. Más allá del lugar la lluvia, en una melodía casi imperceptible empezaba ya a descargar de nuevo con dureza. Pero en aquel bosque no llegaron a sentirla.

William seguía corriendo con sus zapatillas desgastadas por el único camino antes de llegar al claro del bosque. Allí se encontraban otros dos hombres, encapuchados y con un par de bolsas en la mano. Se acercó a ellos y sacó de su bolsillo el objeto que portaba.

-Excelente. Tu servicio servirá a toda nuestra estirpe. Gracias por tu fidelidad, fiel siervo.

-Ahora dádmelas. Las necesito por encima de todas las cosas.

William intentó coger con todas sus fuerzas la bolsa del primer encapuchado, mientras el segundo reía con fuerza, estridente como ninguno.

-Parece que alguien está deseando terminar con esto, ¿no te parece? -se hablaban entre ellos, mientras William, apenas sin saber lo que estaba ocurriendo quedó paralizado. Los encapuchados se habían quitado sus máscaras y mostraban tras de ellas un rostro desagradable a la par que inhumano.

-¿¡Qué clase de criaturas sois vosotros!? -William gritó, tanto como pudo. Pero los encapuchados, que no hacían más que reír utilizaron el cuchillo que hasta entonces había portado en su bolsillo para rebanarle el cuello. Dejaron al lado de su cadáver las dos bolsas con monedas de oro y con la espesura de la niebla desaparecieron.

«Primera víctima. Todo está saliendo a pedir de boca».