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Prólogo

De todas las humillaciones que Park Jimin había sufrido a lo largo de su vida (la lista era bastante larga y jugosa), la
de verse desnudo en una fotos filtradas a internet era, sin duda, la peor. Cualquiera que tuviera un módem y una tarjeta de crédito podía comtemplarlo en cueros. Cada foto era más embarazosa que la anterior. Saber que esas fotos se encontraban en internet era una desgracia, un peso
sobre su espalda, un yunque sobre su cráneo.

Aquellas imágenes eran de unos
cuantos años atrás y se las había
tomado su ex novio, Sam. Sam, el
chico que le habia profesado amor infinito, el chico que le dijo que podía confiar en él para cualquier cosa, había utilizado sus fotografías para salir de
sus problemas financieros. Cuatro años después de la ruptura, había creado
www.jiminencueros.com, la mayor humillación de Jimin.

Tiempo atrás, Jimin había posado para fotógrafos profesionales demasiadas veces para llevar
la cuenta. Pero Sam trabajaba en un banco de inversiones y
había hecho las fotos con una Kodak desechable que había comprado en una maquina expendedora. En esa ocasión, que sólo podía atribuir a un
momento de absoluta locura, él
permitió que le hiciera una serie de fotos en las que aparecía totalmente desnudo en la cama, sobre la bicicleta de ejercicios y encima de la mesa de cocina masticando barritas de
chocolate y Doritos.

La peor foto de todas era una en la que aparecía besando una piruleta de tamaño gigante. En ese momento, las fotos eran graciosas, eran un chiste sobre su carrera, porque él nunca
ingería nada que no hubiera sido
cocinado al horno, o hervido, o
sazonado con una salsa sin rastro de calorías. Jamás tomaba ningún alimento graso que su cuerpo no pudiera depurar sin problemas.

Lo que no se veía en las fotos era el malestar que sufrió justo después de ese atracón de comida basura, el círculo vicioso de culpa que empezaba después de una absoluta pérdida de control, el pánico ante la posibilidad de haber ganado treinta gramos, qué siempre lo obligaba a correr hacia el gimnasio o hacia el lavabo.

Era una compulsión que actualmente controlaba, pero que en un momento determinado había estado a punto d acabar con su vida. Incluso ahora, cada vez que se veía en fotos de cuando medía 1,79 y pesaba cincuenta kilos, escuchaba una vieja vocecilla que lo tentaba a saltarse la comida.

Peor que la humillación que esas fotos vulgares aparecieran en internet a la vista de todo el mundo, era la conciencia de que no podía hacer nada al respecto. Aunque lo había intentado. Había rogado a Sam que le
devolviera las fotos y que las sacara de la red. Le había ofrecido dinero, pero él estaba tan amargado por la ruptura que se había negado. Jimin consultó un abogado y éste le dijo lo que, básicamente, ya sabía. Sam era el propietario de las fotos y podía publicarlas donde quisiera. A pesar de todo, él llevó el
caso ante los tribunales y, rápidamente, lo perdió.

Su única opción, actualmente,
consistía en contratar a un matón. Opción que habría tenido en cuenta si hubiera podido saber de antemano que no sería descubierto, lo cual lo humillaría todavía más, y no sólo a él, sino también a su familia. Porqué, en su familia, repleta de pecadores, Jimin siempre había sido la oveja negra. Lo cual era considerable teniendo en cuenta que aunque ninguno de ellos había estado en prisión, sí habían estado en la cárcel del condado. Y verlo a él entre rejas acabaría definitivamente con su pobre madre.

Jimin sacó la revista que tenía en la maleta y echó un vistazo a su rostro que aparecía en la portada. Debajo de la foto, el titular decía: «El ex modelo Park Jimin, peso pesado de la profesión, continúa
escondido.»

Dejó la revista a un lado y llevando a Baby Doll, su pinscher enano bajo el brazo, salió del pequeño bungalow. Al parecer últimamente nunca mencionaban su nombre sin hacer algún comentario sobre los once kilos que había ganado desde su alejamiento de las pasarelas. «Peso pesado» era uno de los adjetivos más amables que utilizaban con él esos días. El menos favorable era «Gran
Jimin». Intentaba que esos calificativos no lo hirieran o preocupasen. Pero en lo más hondo, lo hacían.

No estaba gordo, ni tampoco se escondía. Se encontraba en una isla privada de las Bahamas, descansando, en unas vacaciones que su salud mental necesitaba hacía tiempo. Pero al cabo de dos días de descanso ya estaba
desconsoladamente aburrido. Tenía una vida que vivir y un negocio que dirigir. Y ahora, gracias al sol y al aire fresco, tenía un bonito bronceado, la
cabeza despejada y un nuevo plan.

Pensó que lo único que necesitaba para obligar a Sam a retirar la página de internet era un buen investigador privado y algunos trapos sucios recientes. Sam nunca había sido honesto en sus negocios, y él sabía que debía haber mucho material del que echar mano para chantajearlo. Era tan sencillo que no entendía como no había pensado en ello antes.

En cuanto llegara a casa, Sam «el imbécil» empezaría a caer en picada.

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