❅ Capítulo XI: Agonía ❅
~ AGONÍA ~
Stefan
El reloj estaba a una hora y veintidós minutos de marcar las doce de la madrugada. Estaba a eso de sufrir la maldición y de empezar la semana más tortuosa de los últimos tiempos. Me había negado rotundamente a aceptar la propuesta de Delilah (a pesar de que no era tan loca), porque siempre odié la idea de tener sexo solo para satisfacerme. Me negaba a usar a una mujer durante siete días, y también a compartir mi lecho con alguien que no amaba.
Nunca había sido amigo del desenfreno, y esos días aunque sufriera no iban a ser la excepción.
La manada estaba en silencio, las calles incluso durante el día habían sido poco concurridas. Se respiraba tranquilidad y el aroma de los inciensos silenciosos inundaba cada espacio. Esos días eran los más vulnerables para mi pueblo, (además de que el enfoque estaba en otra cosa) nuestros sentidos se volvían más sensibles; al mismo tiempo nuestra atención estaba en satisfacer nuestros deseos más primitivos.
Si algún clan enemigo quisiera atacarnos en esas circunstancias sus posibilidades contra nosotros serían bastante altas, aquel era el momento perfecto para sacar la tecnología que habíamos adquirido. No había un solo rincón en donde las cámaras no alcanzaran a enfocar, incluso en el bosque. Christine había reforzado el manto tanto como le era posible, y el muro había sido replicado desde dentro del territorio con uno de plata bastante resistente. No sería ese el momento que las manadas de rangos más bajos con sed de poder iban a utilizar para intentar adueñarse de mi linaje. Si bien detestaba a mi padre y a su apellido, era leal a mi pueblo y respetaba el sacrificio de nuestras generaciones. Que él haya fallado como ejemplo de padre, macho y como esposo no eran razones suficientes para que yo dejara Luna nueva a la intemperie. Aunque de sobra sabía que si hubiese decidido largarme para no aceptar mi lugar como primogénito y el más poderoso, no hubieran faltado los voluntarios para sustituirme.
Pero la sangre que corría por mis venas me exigía tomar el liderazgo de la manada, y luego de siete años no permitiría que algo como eso llegara a suceder.
Nuestra seguridad estaba en manos de aquellos que aún no habían encontrado pareja. Aunque eran de distintos rangos y no eran demasiados, sí eran lo suficientemente estratégicos como para enfrentarse a los grupos que solían atacarnos. Aquellos miembros de la manada que aún no se habían transformado y apenas estaban en formación (omegas) se encontraban en sus casas y sus actividades en el día durante la semana de celo serían las mismas: entrenar, estudiar y estar en disponibilidad para trasladar a las familias al refugio en caso de emergencia. Los rastreadores (deltas) que estaban en disponibilidad atentos al mínimo olor inusual, y los guardias (gammas) cargados de nuestro armamento especial y listos para defender la manada a toda costa.
Como Líder, no me sentía muy confiado, pero sí satisfecho. Estábamos siendo precavidos y habíamos pensado en cada detalle de nuestra seguridad.
Estaríamos bien.
Tras terminar con mis responsabilidades y siendo consciente de que me quedaba poco tiempo para decidir qué hacer conmigo (especialmente en las madrugadas, momento del día en el que el deseo se volvería mucho más intenso), me encontraba en mi despacho, con una copa de vino casi vacía y la botella a medio terminar.
Mi cabeza estaba llena de los recuerdos que solía crear con mi mujer. En días como esos éramos tan nosotros, tan distintos uno del otro pero al mismo tiempo éramos perfección al estar unidos. Rachel era demasiado buena para este mundo, demasiado frágil y a mí me mataba cada jodido día el no haber sido su protector, el haber dejado que la arrancaran de mis brazos… de mi vida.
Nuestro hijo era tan pequeño.
Quería desaparecer cada que me preguntaba por su madre, prefería enterrarme bajo tierra con tal de no volver a decirle que ella se había ido al cielo.
Me borraría la memoria si no fuera a perder todo lo bueno que pasé a su lado.
—Te extraño tanto —dije a su recuerdo.
Cuando me quedé solo con Ryan sentía que nada tenía sentido, me sentía desfallecer con cada segundo que pasaba observando el vivo retrato de la mujer que amé hasta los huesos. Tenía su cabello, hacía sus gestos… Tenía todo de ella, lo único que él sacó de mí fue el color de ojos, porque incluso la forma de ellos era la misma que caracterizaban los de su madre.
La noche en que ella nos dejó fuimos atacados por un grupo compuesto por varias manadas, las cuales se habían unido para derrocarme y así enseñorearse de mi pueblo, mi territorio, mi posición y todo lo que me pertenecía. Yo apenas había asumido el puesto como Líder de la manada, no tenía experiencia, mi conocimiento se limitaba a lo que había estudiado y aprendido de otros miembros de la manada. Pero el Líder, más específicamente: mi padre, nunca fue tan cercano a mí como para aconsejarme y guiarme a ser un buen Líder. ¿Y cómo iba a ser eso posible? Él no fue nada ejemplar que digamos.
El querer ser mejor Líder que mi padre estaba en mí, pero no tenía más que teorías y deseos para serlo. Cuando me vi siendo atacado no supe manejar las cosas de la mejor manera.
—Dejé que te arrancaran la vida frente a mis ojos —murmuré con la mirada perdida en algún lugar. Los recuerdos estaban allí, me invadía el mal sabor de revivir aquel momento en el que perdí a mi amor.
Quité los primeros botones de mi camisa con torpeza, mi pecho subía y bajaba de manera constante, mis labios temblaban y mis ojos se humedecían más y más con cada segundo que pasaba. En lugar de quitarme los botones terminé rompiendo la prenda y arrancándola de mi cuerpo.
—Rachel…
La respiración me faltaba más con cada segundo que iba en aumento. Los pulmones me ardían y entre las lágrimas veía su rostro.
Podía ver sus ojos, esos que me observaban con tanto cariño y admiración. Podía ver su pelo, tan sedoso, dorado como el mismísimo oro y esa sonrisa que me despertaba todas las mañanas. Podía sentir sus manos tocando mis hombros, podía sentir su aliento como cuando en medio de la noche suspiraba contra mi piel susurrando mi nombre con tanta parsimonia.
—Rachel.
De un momento a otro ya no respiraba, y ya no la veía junto a mí. Estábamos cerca de un lago cristalino, ella observaba su reflejo en el agua, mientras el viento causaba que su vestido bailara en el aire al igual que sus cabellos.
—Stef —su voz dulce acarició mis oídos, la sentía, la veía, la escuchaba… pero cuando procuré acercarme sentí el peso del hierro que ataba mis manos. Unas cadenas me ataban y me impedían ir hacia ella.
—Rachel.
—Stef.
Yo luchaba por liberarme pero no lo lograba. La imágen que veía de ella se fue distorsionando, al tiempo que las fuertes pisadas y los gruñidos de un ejército de lobos empezaron a escucharse.
—¡Stef!
—Rachel, no. Rachel —agitaba tanto las cadenas que el peso de estas se hacía mucho más con cada resoplido que daba en el intento de hacer entrar aire a mis pulmones.
Su imágen estaba desapareciendo, cada vez era más borrosa. Yo no podía dejar que ella se fuera, no otra vez.
—¡Stefan ayúdame!
—¡Rachel!
—¡Amor, ayúdame! —Sus gritos detuvieron el latir de mis latidos—. ¡Amor!
—¡Rachel! ¡Rachel!
—¡¿Papá, estás bien?! ¡Ayuda, mi papá está muriendo!
La imagen de Rachel desapareció por completo. Se había ido, y yo continuaba atado a esas cadenas que me habían impedido salvarla. Ellos la habían asesinado, ellos me la habían arrebatado.
—Stefan reacciona —reconocí la voz de Christine. Poco después, a través de las lágrimas, reconocí el techo del despacho.
Me levanté del piso con la ayuda de Zack y me volví a sentar en la silla giratoria detrás del escritorio.
Respiraba agitado, pero eso: al menos ya podía respirar.
Unos brazos me rodearon el cuello en un agarre débil pero a la vez tan intenso que solo demostraba una cosa.
—Papá…
—Tranquilo, pequeño rey —abracé a mi hijo con un nudo en la garganta.
—No quiero que te vayas al cielo como mamá —podía sentir sus lágrimas cayendo sobre mí.
—No lo haré, no voy a irme —odiaba decirle que estaría con él, que no me iría. Porque en realidad no era consciente de cuánto tiempo más iba a soportar vivir de esa manera. Físicamente era fuerte pero estaba muriéndome por dentro con cada día que pasaba.
—¿Estás bien? —Preguntó Zack.
Asentí.
Ryan aflojó el agarre en mi cuello y me observó a los ojos.
—Estás llorando.
—Los hombres lobo también lloran, hijo.
—¿Te duele el corazón otra vez? —Preguntó mirándome con esos ojos tan inocentes como sabios.
—Me duele el alma —admití—. Pero estaré bien.
—Tía Chris —la buscó con la mirada.
—¿Sí, pequeño? —Ella se acercó al escritorio y le sonrió, tras dedicarme una mirada compasiva.
—¿Por qué a papá le duele el alma?
—Es complicado —ella soltó un suspiro.
—¿Puedes hacer una medicina para que no le duela nunca más?
—Hago lo que puedo, Ryan —acarició su cabello, mientras me observaba a mí—. Pero el dolor del alma es algo que yo nunca podré anestesiar.
—¿Pero va a estar bien? —Con sus pequeñas manos me tomó el rostro y limpió mis lágrimas.
—Sí, hijo —respondí y dejé un beso en su frente—. Voy a estar bien.
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