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XXI

Solo fue capaz de extender la mano y guardar cierta distancia. Aquello fue, de momento, lo que su cuerpo logró presentar ante aquel mar de miradas ajenas. Fabricio lo entendió a la perfección, pero no quedó satisfecho con ello de todos modos.

El amor de su vida se iba para siempre. A la suerte pareció no serle suficiente con el terrible juego en el que los había metido, a él y a Mauro, para tener que, además, soportar también una despedida tan cutremente actuada.

Quería abrazarlo. Quería besarlo.Quería desparramarse sobre él entre lágrimas y rogarle que se quedara, pero Fabricio no se consideraba un hombre tan egoísta como para negarle un porvenir digno a aquel que le había robado el corazón desde hace ya tanto.

Mauro, maleta en mano, se tildó de traidor. Una vez más seguía obedeciendo, cual niño, cada palabra dictada por su señor padre. Sabía que estaba débil, que su enfermedad había avanzado demasiado rápido, pero no se atrevía a contradecirlo solo para evitarle molestia alguna antes de su muerte.

Porque moriría, estaba totalmente seguro de ello. Aunque su madre se negaba a tal posibilidad, él había llevado a cabo todas las labores referentes al tema y había hecho los preparativos a espaldas de ella y sus hermanos. No había tenido tiempo para sincerarse con Fabricio.

«¿Esperarás por mí?» le preguntó la noche anterior, pero no obtuvo respuesta. La luna se ocultó en la oscuridad y el cielo parecía llorar a la par con Fabricio.

Su delgada figura, de pie ante él, permaneció siempre serena, aunque en sus ojos supo reconocer un mar que buscaba desbocarse: el dique resistía pero ¿por cuánto tiempo lo haría? ¿Acaso, si le daba la espalda en ese momento, Fabricio se habría venido abajo?

Diez minutos los separan del adiós. Mauro le invitó un café, que se volvieron dos y luego tres. Aunque ninguno dijo nada, la intención del silencio en sí mismo ya era, del todo, un mensaje.

* * *

Hace media hora que perdió el avión. Mauro parece desconectado del mundo mientras, fuera de la vista de todos, acaricia la mano del amigo de su infancia por debajo de la mesa.

Solo se miran, sonríen y se miran. Fabricio llora un poco, no puede evitarlo.

Cuando la noche llega, lo que antes fueron lágrima se vuelven, entonces, besos lentos y caricias indescifrables. Quizá se trata de una despedida verdadera, quizá se trate de una disculpa... tal vez sean ambas cosas al unísono.

Fabricio, con su figura desnuda y un silencio amargo entre sus labios, permanece quieto, aferrado a Mauro como si de un niño pequeño se tratase. Los ojos cerrados, la respiración lenta, Mauro se pierde en el mundo de los sueños.

«No estamos preparados para esto» recordó Fabricio entonces mientras se le queda mirando al que, de un momento a otro, de había convertido en su única salida y todo a causa de casualidad un tanto ajena.

Las marcas en sus muñecas no terminan de desaparecer. El último suspiro que le fue suspendido en aquel entonces retoma su presente en forma de recuerdo, su más infame recuerdo, y el más dulce también.

Debió morir aquella tarde. Debió morir tal y como lo había estado pensando por tanto tiempo... pero la presencia de Mauro fue, en efecto, una señal que consideró divina y un momento inequívoco en el que, finalmente, se le habría revelado una verdad inesperada.

«No estamos preparados para esto» resonó de nuevo en su cabeza. La voz de Mauro repetía aquella frase mientras le echaba un vistazo más a sus tontas cicatrices. Tontas porque su acción había sido eso: una absurda tontería, una tontería absurda.

Ladraban los perros afuera y poco a poco la noche fue madurando. Mauro recobró el sentido y Fabricio habitaba ya la otra frontera. El móvil parpadeaba sobre la mesita de noche y el entendió que había cometido una falta sin quererlo.

«¿Dónde estás metido?¡Responde!»

Y tecleó una respuesta rápida. Se excusó por el prolongado silencio y se inventó una historia del cómo fue que perdió el avión mientras ocultaba, una vez más, sus ilícitas decisiones en favor de su amor por Fabricio.

El sol irradia sus cálidos colores por el firmamento. La vida ha retomado su curso y Mauro no espera demasiado para vestir, una vez más, aquel refinado traje azul. Fabricio solo se le queda mirando con un desánimo nada sutil.

Mauro le sonríe y él no entiende el por qué. Avanza hacia él y le tiende la mano sin decir demasiado. Lo besa como jamás había podido hacerlo. Lo besa de una manera que, ni antes ni después de compartir la cama, había alcanzado a hacer.

La distancia, confirma entonces, se ha convertido en una oportunidad para entonces sembrar, en sus palabras, una intención nueva, un deseo definitivo.

‒No estamos preparados para esto, Fabricio ‒dice Mauro tras el beso; ‒Así que te pregunto: ¿te largarías hoy mismo conmigo?

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