Preguntarle nada es una pérdida de tiempo. Un innecesario gasto de tiempo, esfuerzo y saliva, porque es como intentar sacarle respuestas a una pared. Así son las cosas.

Me mira, como suele hacerlo cuando sabe que he desistido, y musita algo al respecto. Una réplica, muy a su estilo, porque se ha acostumbrado a mi quejumbrosa insistencia, a mi manera de zarandearlo hasta hacerlo llorar, porque es un idiota.

Yo soy un idiota.

Soy uno de esos que suele arrastrar el cuerpo de cualquiera, a la fuerza, con tal de dejar muy en claro que tengo una autoridad imaginaria colgada de mis hombros, que mi voz y mis decisiones van por delante y por encima de cualquiera, porque sí.

Él sabe que las cosas son así conmigo.

Él sabe, muy perfectamente, que la vida ha sido así conmigo y, para mala fortuna del que se me atraviese, yo seré así en consecuencia.

¿Por qué no se ha ido? ¿Por qué en vez de seguir adelante en su camino, lo que hace es esperar pacientemente por mí y sonreírme?

No lo merezco.

No me merece.

No nos merecemos.

Pero hablamos de otro rechazado, de otra alma perdida, golpeada, abatida. Porque él y su silenciosa manera de ser son el resultado de un abandono planificado, de una venganza ajena llevada a cabo, de lado a lado, donde a ninguna casa le dolió nada y solo él fue el perjudicado.

Ni siquiera tuvo nombre. El que tiene se lo dieron en casa, cuando todavía mi familia era tal cosa, cuando la mugre de mis uñas eran solo un símbolo de juegos infantiles y no tienen el errático significado que ha ganado con el pasar de los años.

Insisto en no preguntarle nada. Hago un esfuerzo exagerado por no volcar mis ojos sobre la sangre que le ha teñido la ropa. Intento mostrarme tal cual he sido, hasta el momento, pero la preocupación me agita la escasa humanidad que me queda en las entrañas.

¿Acaso es suya? ¿Está herido? ¿Dónde y cómo? ¿Qué mierda ha sucedido y cuándo carajo? Preguntas sin respuestas...

Él no dice nada, no dirá nada. Jamás dice mucho sobre nada. Habla, lo sé. Entiende lo que sea y mejor que cualquiera. Puede, incluso, sorprenderte con habilidades extrañas con las que suele traerme información importante. Pero sus palabras siempre son fugaces.

¿Siente algo? No lo sé.

¿Piensa en algo? Creo que sí. Creo que más que yo.

¿Tiene algún secreto? Es muy probable que ninguno sea suyo.

Es alguien sin igual. Es alguien cuyo silencio suele proponerme, cuando cae la noche, compartir cercanías circunscritas bajo un tabú muy ridículo, tabú que suelo romper por gusto con tal de conseguir, una vez más, que pronuncie mi nombre de una manera sin igual.