XVI
La oscura noche hace de las suyas más allá de lo que sus ojos siquiera pueden ver. Las siempre lejanas luces de una ciudad que nunca duerme enmarcan un horizonte cerrado, delimitado únicamente por las estructuras que la componen, de este a oeste.
Fuma. Un cigarrillo tras otro se pasea desde la cajetilla hasta sus labios viéndose prontamente extintos, ejercicio repetido, noche tras noche, desde que robó un par de pitillos del bolsillo de su padre y los consumió, con euforia, a la temprana edad de once años.
Fuma. El silencio se ha convertido en la mejor conversación que puede tener consigo mismo mientras, bocanada tras bocanada, un liviano humo surge de entre sus labios previo al momento de llevarse, una vez más, el filtro color naranja hacia la boca.
Fuma, solo eso le queda por hacer. Solo eso se atreve, una vez más, a hacer mientras deambula, perdido en su mente, entre recuerdos toscos y sentimientos inconclusos dejados a la deriva con el pasar del último par de meses ya transitados.
Agosto se ha convertido en un ayer lejano. Septiembre dejó de ser una preocupación. Octubre se abre paso, entonces, y aquel nombre –posiblemente– yace sentado en primera clase, junto a la ventanilla de un vuelo ligeramente retrasado.
Probablemente dicho vuelo sea el mismo que alcanza a ver desde aquel silente rincón olvidado por la vida. Probablemente no sea así, pero le gusta imaginarse admirando, con cierto patetismo, las luces titilantes de un trasto metálico que alza vuelo con una gracia tan decrépita como lo ha sido él siempre.
Fuma. El reloj avanza a destiempo mientras, su mente, repara en inquietudes previamente ignoradas. El sabor de aquella marca extranjera no termina de hacerle justicia al precio que ha pagado por la cajetilla, pero peor es nada, o al menos eso dice mientras enciende otro pitillo con las manos, todavía, temblorosas.
–Las cosas no deberían ser así, Saúl –resuena todavía en su mente con el mismo tono dulce en que suele regañarlo cuando sabe que el camino ha sido equivocado.
Fue, precisamente, lo último que se atrevió a escucharle antes de darle la espalda, montarse en su moto y partir disparado como bala de cañón, hacia ninguna parte. Deambularía por los rincones más relevantes para un alma autodestructiva, como la suya, para, finalmente, terminar volviendo a la cima que solía compartir con aquel otro.
La hora en su reloj marca, con una exactitud fatídica, el recuerdo voraz de la primera vez que las palabras esquivas y los insultos indirectos cambiaron de curso y, sin mediaciones, arremetió contra el ahora ausente un beso, en apariencia agresivo, pero tan dulce como jamás podría aceptarse ser así mismo.
–Eres un maldito caso perdido. ¿Lo sabías? –había dicho aquel otro tras tomarlo por el cuello y apretarlo con cierta rabia.
–¿Y qué carajo harás? ¿Contarles a todos?
La respuesta no fue, exactamente, una posibilidad por él previsible. Aquello lo dejó tan inquietamente perplejo que intentó huir del sitio. Su mirada dibuja líneas, de ida y vuelta, mientras revive, con pesimismo, el acto de caer presa de su propio infierno cuando aquel, en un arrebato atroz, lo despojó de sus ropas con un ansia y hambre casi animal.
–Las cosas no deberían ser así, Saúl –vuelve a escuchar a la vez que un suspiro y un par de lágrimas le hacen pausar el tiempo, la vida y los recuerdos. Solo le queda el liviano humo que expulsa de sus pulmones con angustiosa armonía mientras admira, con intensión definitiva, las fotos del cuerpo desnudo de aquel otro, fotos que todavía conserva en su móvil.
–¿Qué carajo haces, Saúl? –se pregunta tras apagar la pantalla y alejar aquel fantasma lujurioso de su vista.
Arroja la colilla lejos. Desea arrojar el móvil también. Quisiera arrojarse a sí mismo por el acantilado y ríe como idiota, porque así se siente, tras pensar en resoluciones tan melodramáticas.
–¡Eres un maldito hombre, Saúl! ¡Ya basta!
Pero recriminarse tal cosa, lo sabe, es tan solo una pérdida de saliva, de tiempo y emociones. ¿Desde cuándo sus emociones le funcionan tan bien? ¿Desde cuándo se siente herido, en cuerpo y alma, por el abandono de un sujeto, de otro hombre, un pobre diablo?
–Si es por el pito, Saúl... te lo juro... hay más, muchísimos más. ¡No seas marica!
Pero no tiene mucho que ver con ello. Aunque se deleite con la desnudez del ausente, aunque le encante que lo llame puta cuando lo penetra, intenta desesperanzarse aludiendo a una fragilidad de la que carece. Pero su fragilidad tiene nombre, apellido, rizos castaños y un color café decorándole las miradas.
Su fragilidad es otra y la siente, en parte, como el humo que exhala cada tanto. Porque desea que sea eso y, con razón, porque siente que nada queda dentro de su corazón más que una calamidad espinosa.
Entonces vuelve la vista hacia la pantalla del móvil, la enciende y transita por un largo inventario de desnudos, todos suyos, de aquel ausente, antes de toparse con la única imagen que comparte con él, antes de sentir cómo un par de brazos le rodean la cintura y una voz lo hace llevarse las manos a la boca.
–¡Noé!
–¿Acaso lloras por mí, maldito marica?
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