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XV

Se quedó como atónito, con la mente un poco dispersa, al momento de verle cruzar velozmente la calle, casi de puntillas. Creyó haber olvidado aquel rostro que, en particular, no tenía nada de grandioso –a su parecer–, pero que conseguía, todavía, arrancarle tranquilidad alguna como si fuese piel.

Volvió la mirada hacia su acompañante quien, en su propio discurso, no se percató del suceso acontecido en sus narices en aquel instante. Un egocéntrico más que, quizá, había llegado solo para desvalijarle el tiempo en y colmarse de amor propio llevándose otro cuerpo a la cama.

Se procuró entonces una pausa mental, un acceso fugaz a su propia y restringida 'zona cero', resguardada como papeles en un baúl imaginario dentro de un conglomerado memórico que no se atrevió (o no quiso o no le dio la gana) de quemar.

Cosas del corazón –le oye decir al otro, ni bien espabila tras aquella extraña pausa.

¿Y qué tanto sabes de las cosas del corazón?

Soy cirujano y cardiólogo especialista. Creo que podríamos decir que sé más que suficiente.

Engreído, definitivamente... eso es lo que pensó mientras, la mente, comenzaba a desdibujarle el rostro y reconstruía aquel otro, desde su memoria, sobreponiéndolo en un cuerpo al que no pertenece. Sorbió de la botella que llevaba, desde hace largo rato ya, esperando atención de su parte.

Estaba caliente. Detestaba la cerveza caliente. Él también detestaba la cerveza caliente. Detestaba cuando se enfriaba el café, así como él. Detestaba el ruido que hacía el vejestrefe que vivía en el apartamento de arriba, siempre a la misma hora, siempre el mismo sonido y ritmo y manía... y él lo maldecía... ambos lo hacían.

No. No me entendiste, espera –dijo mientras buscaba al mozo con la vista.

¿No fue eso lo que preguntaste, pues?

Sí, sí... pero no –responde como solía hacer él, cuando estaban juntos; –Me refería a... ¿sabes qué? Al carajo con eso.

El otro entendió, pero a medias. Le sonrió entonces y negó con la cabeza mientras jugueteó con su propia botella entre manos.

Enserio me gustas, Dorian... –disparó sin apartar los ojos del vidrio; –Y yo sé que contigo las cosas son un poco... algo... muy complicadas...

Es a eso a lo que me refería... –dijo, como triunfal, mientras su mirada se volcaba sobre la calle, el tráfico y el gentío que, muy a pesar de la hora, deambulaba con agitación bajo el manto de la noche.

Dorian... ya no está... se ha ido...

¿Tú qué sabes? ¡Acabo de verlo! ¡Ahí!

Dorian...

Suspiró. Cerró los ojos y suspiró. Apartó la mirada del cristal que le hacía frente y se confrontó, esa vez, a un rostro distinto al primero, aunque parecido al segundo. Maldijo en voz baja porque supo lo que había hecho, lo que había dicho y lo que había pensado en un período de tiempo que no tenía ni pies ni cabeza. Aquel lo tomó de la mano y le sonrió, una vez más, con la mirada a punto de llanto.

¿Por qué tenías que ser así, Lex? ¿Por qué tenías que compartir, también, esa extraña dulzura suya? ¡¿Qué no ves que te hago mal?!

Porque entendí que Raúl entregó su vida por ti... te dejó vivir para que yo pudiera amarte como él pensó que no podría hacerlo jamás teniendo los días contados.

Yo solo quería irme con él, Alexander... eso es todo... eso es todo.

Esa fue la última vez que volvió a volcársele el alma a través de un cristal en la avenida siete. Esa noche fue la última en que su nombre tuvo el amargo sabor del dolor y la nostalgia para, así, acabar encerrado, a solas, en un cuarto blanco con una cuerda en el cuello y su cuerpo suspendido en el centro de la estancia...

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