XIV
En aquel momento, lo juro, lo que consideré como una respuesta me pareció bastante verosímil. Quizá se debió a mi patético estado o, quizá, el patético siempre he sido, en entero, yo mismo.
Las noches no eran tal cosa si no me veían saliendo de una fiesta y entrando en otra, siempre llevando una botella en una mano y un sujeto distinto en la otra. Estas son cosas que no necesito explicar demasiado porque, estoy al corriente, me entiendes con toda claridad.
Las noches, una tras otra, las recuerdo no gracias a una cualidad súper especial, sino por historias, fotos y grabaciones en las que aparezco, que protagonizo como personaje de ficción y que, al parecer, me hicieron extrañamente conocido en el bajo mundo de las discotecas.
Podrán hablarte de mí y de ciertas muchas cosas que hice o dije en aquellas alocadas -y por mí olvidadas- noches de alcohol y drogas sin fin... pero nadie podrá hablarte de Sebastián o de Enzo, de Julio o Gabriel, mucho menos podrían siquiera nombrarte a Eliezer o a Franco.
De ellos -y de otros más- podría hablarte con la ligereza y libertad de quien recién ha vivido algo, aun cuando no sé absolutamente nada de ninguno.
Puedo hablarte de detalles que suscitarían vergüenza hasta en la mente menos puritana. Puedo hacerte perder los estribos de la cordura y guiarte, paso a paso, a lo largo de un maltrecho preámbulo de curiosidades si tan solo te descuidas un instante...
No soy de fiar cuando se trata de rectitudes. Las únicas cosas que me gustan rectas son aquellas que, con buen trato y un pulso acelerado, se yerguen, se endurecen y me hacen sentir que el cielo está dentro de mí mismo cuando me lo clavan sin pensarlo demasiado.
No, no soy de fiar en lo absoluto. Aunque Sebastián y Enzo lo tenían enorme, no lo supieron a tiempo. Aunque Julio y Gabriel me cogieron como nadie, no lo supieron a tiempo. Aunque Eliezer me hizo el Kama Sutra, al derecho y al revés, no lo supo a tiempo... excepto Franco.
Franco fue, en pocas y siempre claras palabras, mi Talón de Aquiles. Mis ganas de estarme siempre cerca suyo fue esa arma de doble filo que me atreví a desenvainar con una venda sobre los ojos. Yo, que no confío en nada ni en nadie, me confié demasiado de él.
Testarudo he sido con respecto a demasiadas mierdas, sobre todo cuando se trata de los hombres que quiero llevarme a la cama.
No cualquiera puede estarse cerca de mí, mucho menos compartir conmigo las sensaciones que solo el sexo duro y salvaje -como el que me gusta- trae consigo durante las alocadas noches de copas que disfruto sin medida. Franco fue, sin pensarlo demasiado, una afirmación concisa.
A diferencia de otros tantos antes que él, no tardé demasiado en llevármelo al lado oscuro de la vida, tomarlo de la mano y arrastrarlo fuera de la pista de baile, arrinconarlo en un cubículo en el baño mientras el eco de la música resonaba a través de las paredes.
Besarlo. Besarlo, una y otra vez, mientras tentaba su cuerpo por encima de la ropa para, luego, terminar abriéndole los vaqueros, arrodillarme ante él y darle la mejor mamada de su puta vida. Así de sencilla fue la primera noche, el primer encuentro.
Franco. Tan solo nombrarlo es como una patada en los cojones. El hecho de suspirar en pos de su nombre, de su tan cercano recuerdo, de la última vez que me llevó a la cama es, en cuestión, un saludo irrisorio por parte de la fatalidad, por parte de la desgracia.
Franco. Así se llamaba el sujeto de rizos oscuros y ojitos color café, el que llevaba anteojos de pasta negra y tenía la complexión de una modelo con cintura de una avispa. Franco era su nombre, o al menos el que me dijo que era su nombre, con una dulzura muy difícil de encontrar y más difícil de ignorar.
¿Habría ocurrido algo distinto si él hubiese sido quien dijo que era? ¿Habría resultado ser otro fiasco más por parte de una vida maldita, simplemente porque yo ya era una maldición, un cáncer sin remedio ni cura?
¿Quién le ha dado derecho a destino alguno de dibujarme otras posibilidades fugaces si, al final, mi existencia representa tan solo una gama imperecedera de extorsiones, mentiras, fraudes, robos y otros excesos?
El exceso se me fue de las manos y, entre manos, apenas me quedaron las huellas tintas de una sangre que creí ajena. Y estas palabras que alcanzo a enmarcar son, tan solo, lo que quedó del que fui en su momento porque, tras un descuido humano, la bala que acertó en el blanco no fue la mía...
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro