XIII
Amaneció, atardeció y, una vez más, la noche volvía a encausarse directo hacia un nuevo mañana.
Y yo, esclavo de mi cama, todavía yazco entre las sábanas negando el día que ocurre, y el siguiente y el siguiente a ese, porque no me atrevo a erguir el cuerpo, a abrir los ojos, a despertar la mente y confrontar al corazón ante una realidad de la que tú, precisamente tú, has desaparecido.
Me has dejado en medio de una circunstancia sin esquinas, sin opciones, sin paredes para golpear, sin nombres para culpar, sin rostros para señalar, solo un marchito desdén por dejarme llevar hacia el mismo vacío que habitas desde ninguna parte.
Amaneció la vida ahí fuera mientras platicaba en silencio con el quebrado cristal de la ventana. La luz, enemiga, me devolvió, cual vampiro, hacia las sombras, maldiciendo el día en que la vida misma dio inicio.
Amaneció el mundo de ahí fuera porque las voces volvían a ser recurrentes, así como los pasos, los motores, las bicicletas. El canturreo constante de aves que iban y venían por los alrededores era, en cuestión, un recordatorio insano que la natura me daba a modo de lección, a modo de burla.
Porque puedo oírla decir: todo sigue hacia adelante y tú ahí, enclaustrado, recriminándole nada a nadie y a todos, a la vez, mientras mueres día con día ahogado entre mentiras que te has sembrado por gusto propio. Y tiene razón, solo en parte.
Pero no es ella la que habla, sino yo mismo, el otro, el profundo, el dolido, el que debería estar despierto y no yo.
No es ella la que habla, sino un fantasma acurrucado en la penumbra de mi olvido. Un fantasma al que prohibí ser o estar mientras yo permaneciera aquí, sin sentido, despierto y en control, sin lograr controlarme para nada.
Porque todo es muerte y sueño, sueño y muerte, penumbra y más penumbra, frío y más frío en medio de un vacío denso y perenne, en medio de estas cuatro paredes, en medio de mi propia y atiborrada desilusión que, todavía, suspira tu nombre, aunque te hayas ido, aunque ya no estés, porque todavía te recuerdo.
Todavía te recuerdo, así como recuerdo la última vez que deambulé despierto contigo a mi lado. Porque caminaba con las manos atadas, arrastrándome a la sentencia que todos deseaban para mí cuando tu nombre y tu rostro surgieron tras la puerta siguiéndome como una hermosa sombra silenciosa.
Porque nadie estaría de acuerdo y querrían mi cabeza en bandeja de plata antes de cambiar siquiera de idea, antes de aceptar que, por encima de cualquier cosa, la decisión final era mía y nada más que mía, así como yo era tuyo y nada más que tuyo, estuviese o no despierto, estuviese o no vestido.
Y aquella idea, solo la idea, sería como dejar caer una bomba sobre sus cabezas. Una bomba que los borraría de la faz de la tierra, por siempre y para siempre, antes de siquiera atenuarse ante la posibilidad de mi propia felicidad, esa que era mía, sin consideración alguna, porque nunca los consideré para nada.
No eran dignos de tal cosa.
No lo fueron tampoco durante el tiempo que estuviste conmigo, que fue bastante, pero que sigo considerando demasiado poco.
Y uno a uno se fueron muriendo, uno a uno fueron derrotados por su propio mal, por su propia y sucia calamidad, por su propia e injusta manera de ser y de pensar, de sentir y de vivir, de estar y pertenecer, aunque no pertenecieron nunca a ningún lugar.
Pero yo te pertenecía. Y te pertenezco todavía, a pesar de todo. Te pertenezco, aunque solo seas un susurro devenido de la nada, un recuerdo marchito por el tiempo, así como me marchito yo con el correr de los días que me quedan.
Yo te pertenecía.
Yo y todo yo, con la ropa puesta bajo el sol de la mañana, bajo el calor de media tarde, fuese donde fuese que deambularan nuestras almas, yo te pertenecía desde el primer respiro.
Yo y todo yo, con la desnudez retozando entre las sábanas, con mis gemidos reclamándote una pausa que nunca llegó, con mis manos aferrándose a ti tras cada embestida, tras cada profunda incursión, tras cada lastimoso castigo provenido de tu cuerpo insaciable... te pertenecía y no había remedio para ello.
Y me quedé solo, me dejaste solo.
Fui olvidado por el mundo, porque solo tú constituías mi mundo, así como tú has sido olvidado por un mundo ajeno a mí. Pero no por mí, porque sigues aquí, a mi lado, entre susurros detrás de una puerta que ya no se abre, que ya nadie abre porque no estás y yo tampoco estoy del todo.
Me voy pudriendo aquí dentro mientras aun respiro. Me voy pudriendo con la esperanza de llegar a alcanzar tu mismo destino y, así, alcanzarte a ti también y recobrarte, recobrarme, darle sentido y razón de ser a mi existencia, aunque, para entonces, no existamos ninguno de los dos.
Porque haré lo que sea necesario para cumplir, por siempre y para siempre, aquella promesa nuestra.
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