XI
He olvidado las complejidades que acarrea una realidad más allá de estos muros. He olvidado, también, la sensación impresa tras el brillo de una vida próspera y los colores de un prominente futuro ya perdido.
El aire que respiro es siempre el mismo: pesado, nauseabundo y gris. Lo que me rodea es gris, siempre gris. Mis ropas, incluso, parecen confundirse con el gris de las paredes, confundirme con el espacio como si fuésemos una misma cosa: yo ya no soy yo mismo, solo soy una cosa que compone este espacio reducido.
Horas, minutos, segundos...
Días, meses, años...
La realidad dejó de serlo. El tiempo dejó de ser tiempo y la vida se volvió un somero acto de aliteración perpetua. Del mundo exterior apenas me queda una palabra, único superviviente de un suceso que en verdad no alcanzo a comprender todavía... asunto del que sigo sin saber nada en lo absoluto.
Y mi amor fue del todo borrado de la existencia, pero no de mí. Mi amor fue condenado a una pena muy distinta a la que me ha tocado pagar a mí en vida, porque él ha muerto, así como he muerto yo para otros muchos, aunque todavía respire.
De aquella vida recuerdo lo que recuerdo solo porque yace él, todavía vivo entre mis brazos, a mi lado sobre la cama.
Nuestras complicaciones eran otras, nuestros problemas eran otros, nuestros dilemas eran, también, otros... y no esto... para nada esto... No era, para nada, cercano a este plano de cruel existencia, de cruel vacío, de gris realidad.
De aquella vida recuerdo lo que recuerdo solo porque todavía podía poseerlo ni bien se ocultaba el sol en el horizonte y surgía una luna cómplice, siempre lista para escuchar sus gemidos por horas.
Un cuerpo, su cuerpo, diseñado específicamente para mis gustos, para mis placeres. Un amor, su amor, nacido solo y únicamente para lamentarse ante mi nombre, para abrazarlo y condenarlo si así lo quería. Porque era suyo y solo suyo, así como él era mío y solo mío... sobre todo cuando le quitaba la ropa.
Horas, minutos, segundos...
Días, meses, años...
Aquellos encuentros nacieron por accidente y todavía lo recuerdo. Y lo estúpidos que fuimos, desde un principio, por no haber dicho una verdad importante cuando debió haber sido dicha, sobre todo mientras gimoteaba sobre la cama de sus padres a la vez que incursionaba, con bestial impulso, las profundidades de sus todavía vírgenes templos.
La juventud se nos iba de las manos día con día mientras, noche tras noche, su cuerpo y el mío inventaban nuevas formas de conectarse y ser, mejor que ayer, uno solo siendo dos distintos.
"No lo saques" me decía cuando más le dolía, cuando más lo quería, cuando más me ardían la piel y los labios.
"No lo saques" repetía luego, ni bien lo tomaba del cabello y le complacía muy a mi manera. Entonces su voz de volvía suspiros, los suspiros se volvían mi nombre y, al final de mi nombre surgían quejidos incesantes antes de verlo ensuciar el blancor de las sábanas.
Horas, minutos, segundos...
Días, meses, años...
Se me vienen a la mente, todavía, las últimas imágenes de su figura, de un cuerpo que ya no le representaba. Porque recuerdo el momento, el instante en que, al cruzar la puerta de nuestra habitación, lo que alguna vez fue blanco yacía, entonces, empapado de turbios rojos y otras huellas desesperadas.
Esas eran suyas, seguramente.
Se me viene a la mente, también, el momento de un juicio que vino luego. Un juicio que se me hizo para sentenciarme por aquel tan despiadado asesinato, porque se me culpó enteramente de ello, no sé cómo ni por qué.
¿Qué me queda de él? ¿Qué me queda de las miradas suyas si no las tengo? ¿Qué me queda de los besos suyos si no los siento? ¿Qué me queda de su amor si no lo vivo, si no lo respiro?
Horas, minutos, segundos... es todo lo que me queda de la vida.
Días, meses, años... es lo poco que necesito para mantenerme, todavía, cuerdo.
Aunque yazca tras las rejas me siento en libertad plena, aunque me duela el alma en desespero. Aunque no se confirme mi inocencia, el único sentenciado aquí fue mi amor. Porque el encierro, este encierro, es cosa de tiempos y espera, nada más.
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