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La vida había sido un tanto aburrida conmigo. Por aquel entonces, joven y tarado como muchos, solía pasearme de una cama a otra sin demasiada preocupación. Descubrir el sexo fue como aventurarme en una diversión sin fin. Me equivoqué.

Siempre lo he dicho: sin importar cuántas camas visites en una noche, la mía siempre será la mejor. Y es que era demasiado obvio el por qué: tantas camas, tantos cuerpos, tantas sensaciones comprimidas que, en tan solo minutos, quedaban expuestas tras una privacidad poco confiable...

Mi cama sería, siempre, la mejor porque era la única donde mi cuerpo reposaba con calidez real mientras, en mi quebrado interior, intentaba idealizarme una posibilidad absurda, una probabilidad imposible, un imposible deshecho entre tantos fluidos corporales compartidos.

Era joven. Era idiota. Era, sin fines de lucro, un alma que deambulaba entre una desnudez compartida sin compartir, en realidad, nada con nadie.

Ellas lo sabían. Lo sabían muy bien desde el instante mismo en que, entre suplicantes y orgullosas, me guiaban hasta sus respectivas habitaciones. Y luego el asunto se invertía cuando la ropa que nos vestía abandonaban el tablero de juegos.

Me rodeé de pechos, de labios, de gemidos y orales de magnífico arte. Me rodeé de mujeres con una facilidad, por mí, jamás comprendida. No me interesaba demasiado comprenderlo tampoco...

Rememorar todo esto es, tan solo, un ejercicio de pausa y tiempo. Rememorar la farsa anterior es, en cuestión, la manera de llegar, calzar y redescubrir mi accidentado descubrimiento. Porque descubrir es igual a errar y errar es, por defecto, la condición natural de todas las cosas.

Aquella vez ella me dejó plantado. Aquella vez, precisamente, fue su hermano quien me abrió la puerta, me guio hasta el recibidor, hizo una llamada telefónica y, con cierta incomodidad, me invitó a hacerle compañía frente al televisor, en la sala de estar.

No había nadie. Aparte del sonido nacido de aquella fría caja y las imágenes que proyectaba sin pausa, solo éramos él y yo. Me hice el tonto lo más que pude, lo más que alcancé a mediar conmigo mismo mientras, con insistencia, él volvía su mirada una y otra vez hacia mí.

Quizá esa fue la trampa: actuaría por su cuenta solo si lo confrontaba. ¿Debí quedarme callado entonces? ¿Acaso no habría actuado de todas formas? Me tenía ahí. Me tenía acorralado en un espacio tan incómodamente silencioso y desconocido... entonces abrí la boca y al carajo todo.

¿Me negué? Lo hice.

¿Lo detuve? Lo hice.

¿Sentí curiosidad? Maldición, lo hice.

El plan original, se suponía, era compartir la cama ella, pasar la noche con ella, revolcarme toda la puta noche con ella... pero fue su hermano el que terminó dándole sentido y forma a aquel fallido plan.

Fue una trampa muy astuta, una jugada inteligente, un deseo, por mí, fácilmente respetable: ella ni sabía que yo estaba allí. Todo fue un asunto suyo, siempre suyo. Todo fue un impulso suyo, solo suyo. Y yo quedé enrevesado, cautivo tras las rejas de una curiosidad que me decía cógetelo.

¿Lo pensé? Estoy seguro que no lo hice. Estoy seguro que perdí el rumbo por completo cuando, al cruzar la puerta de su habitación, volví a lanzarme contra sus labios por afán propio y nada más. Por disfrute. Por placer pleno. Por... algo que... no sé...

Y desnudarlo fue el principio del fin. Desnudarme fue la apoteosis del infortunio. Sentir, entonces, sus labios y su lengua rozar la piel de mi duro miembro fue mi maldita perdición. Fue como presionar el botón rojo que bombardearía el mundo entero y acabaría, para siempre, con el hombre.

Tantas camas y tuvo que ser precisamente la suya la que le daría sentido y dirección a mi velero sin vela. Tantos cuerpos vistos, tocados, disfrutados y tuvo que ser precisamente el suyo, tan parecido al mío, el que me hiciera cuestionarme la idea del vaso medio lleno o medio vacío.

Él estaba bastante lleno. ¿Cómo no iba a estarlo? ¿Cómo no iba, tampoco, a causar tanto ruido si no podía separarme de ese culo que se gastaba? Porque penetrarlo fue el acabose. Metérselo, una y otra vez, me volvió obtusamente obsesivo con su ser, con su cuerpo, con su respirar: debía tenerlo.

La forma en que se movía, en que gemía, en que me aceptaba muy en su interior era, de buenas a primeras, la divina invitación a un eterno paraíso. Pero la eternidad no dura para siempre como todos piensan. La eternidad no es del todo eterna en verdad.

Últimamente el reloj camina demasiado rápido y yo pareciera no alcanzar a moverme más deprisa. Las cosas han perdido de a poco el sentido y, después de tantos años, no encuentro un norte que me sea mínimamente reconocible.

La vida había sido un tanto aburrida conmigo y últimamente he vuelto a redescubrir esa verdad, casi olvidada ya por el tiempo mismo, porque de él no me quedan nada más que fotografías, una lápida de concreto con su nombre y noches de sueño intranquilo porque dormir es algo que llevo meses sin practicar.

Últimamente solo quiero, deseo, hacerle compañía... solo eso y nada más.

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