VII
Me pareció más que suficiente y, en un principio, simplemente lo di todo por sentado. Pero estuvo mal. Yo estuve mal. Él estuvo mal. Tal parece que aquello, al final, importó menos que nada... al menos así lo notado yo.
Lo hecho, hecho está. El pasado, pasado, y la mirada directo hacia el mañana, porque el presente es, tan solo, un efecto secundario, residual, un castigo premeditado, predecible, pronosticable e, incluso, hasta cliché.
Este resultado era de esperarse: de los dos, el maricón siempre fui yo. Es una verdad que a nadie le concierne, pero de la que todos hablan, sin ton ni son. Y me importa una mierda, en verdad, si hablan o no del asunto. Me importa es que él siga de largo su camino y se aleje lo más posible.
¿Fue difícil lidiar con el asunto durante la adolescencia? ¡Demasiado! No todos los días te meten a vivir bajo el mismo techo con el muchacho que te gusta y que, sin previa conversa, sin previo aviso, sin previo nada, debes aceptarlo como tu hermano y tratarlo como tal.
¿Me contuve? Demasiado.
¿Mandé a la mierda todo? También.
¿Lo traté como un hermano? Algo así.
¿Lo culparía de algo? ¡Jamás!
Las tantas veces que terminé gimiendo tras las paredes de mi habitación, lo diré todas las veces que sea necesario, fueron cosa mía. Las provoqué yo, las permití yo. Yo y solo yo le di cuerpo, forma y horario a aquellos encuentros.
Evité demasiado su habitación por cuestiones geográficas. Ése fue, siempre, el secreto de mi profuso mal: provocarlo, embrujarlo, arrastrarlo desde su orilla hasta la profundidad de mi hades personal, trabar la puerta y tomarlo de las manos...
Entonces la dulzura se quedaba prensada en nuestras ropas ni bien nos desvestíamos, entre beso y beso, entre un roce y otro, mientras palpábamos, latente, aquello que la ropa lograba ocultar a la perfección.
El disfraz se iba y la verdad de mis verdades quedaba, entre un quejido y otro, boca arriba sobre la cama, de piernas abiertas y con su figura superpuesta sobre la mía, punzándome en los adentros de maneras que, todavía, recuerdo y revivo como un hecho tangible.
Hermanos. Nosotros nunca fuimos hermanos. Y las tantas veces que me dejé poner boca abajo, solo para sentir con mayor intensidad su martilleo, fueron las mismas en las que esa palabra floreció de su boca para incitarme, todavía más, a jugar aquel juego que me había inventado.
Hermanos. Nunca fuimos hermanos de verdad. Pero la forma en la que escurría sus dedos sobre mi cuerpo para desvestirme, lento, suave, sin demasiada prisa, era la misma en la que solía usar la palabra mientras sentía cómo me amenazaba con una mal disimulada erección.
Ese fue nuestro dilema de hermanos. Así fue como, al final, no existió un nosotros verdadero porque, entre hermanos, tal cosa no es posible... así que, sin más, el vuelco me pareció más que suficiente.
En un principio, simplemente lo di todo por sentado. Pero estuvo mal hacerlo. Yo estuve mal al hacerlo huir. Él estuvo mal al hacerme caso. Nosotros simplemente... simplemente no... y me duele demasiado.
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