IX
Mientras lo miro, a la distancia, se me vienen mil asuntos inconclusos a la mente. Se me vienen, en marejada, las emociones que creí borradas en día en que, sin explicaciones, me hizo a un lado del camino y siguió de largo sin mí haciéndole compañía.
¿Pensará siquiera en mí? ¿Pensará o recordará, cuando mucho, una de las tantas cosas que hicimos juntos? ¿Acaso no le da miedo que diga cosas suyas que no deberían ser, siquiera, pensadas?
No podría.
Él sí que podría, estoy seguro de eso. Cuán fácil es, para alguien como él, pisotear y acabar con la existencia de un don nadie como lo soy yo. Pero no lo ha hecho y, estoy seguro, se trata más de un temor propio que a una evidente falta de corazón.
Y es que, cuando se trata de él, la cosa siempre es sin explicación. Porque así comenzó todo, precisamente, el día en que, repentinamente, exigió ser mi pareja para un proyecto. No lo entendí en ese momento y sigo sin entenderlo todavía ahora.
Todo fue como un sueño: tan hermoso, tan veloz y tan falso. Pero los besos que me dio no fueron, en absoluto, falsos. Sentir su lengua sobre la mía, sus manos sobre mi piel, su respiración sobre mi cuello... todo eso fue real... tan real como lo soy yo, aquí sentado, o como lo es él, allá a lo lejos.
Rememorar el primer instante de su agresión es -y creo que lo será por mucho tiempo- la más aterradora de todas mis aventuras. Porque no dijo nada. No dio ni una maldita señal de lo que quería, de lo que haría, de lo que buscaba.
Tan solo sentí la dura superficie de la pared que me atajó de golpe, porque me embistió ni bien la puerta quedó cerrada. Y se quedó como suspendido en el tiempo, mirándome fijamente a los ojos con ese tonito claro que le habita las pupilas.
Aquello lo repetiría tantas veces que, simplemente, esperaba el momento en que su visita se hiciera un hecho y que en el hecho contemplase, una vez más, aquellos ojos claros justo antes de volver a ser besado por sus labios.
Aquello lo repetiría tantas veces, con una intensidad tan creciente como el placer que evocaban sus manos cuando me tocaba, sobre todo cuando la ropa empezaba a disgustarle... entonces se la quitaba para, luego, arrancar la mía y tirarla lejos.
Sentirlo fue, en cuestión de experiencia, un ir y venir desde el más allá. Y mientras más veces ocurría, más le exigía yo experimentar aquella sensación astral, dejarme llevar por completo por las sensaciones que sembraba su cuerpo cada vez que arremetía contra el mío.
Y luego, nada.
Él volvió a ser él y yo seguí siendo yo. Me quedé a un lado del camino, fuera de la vida del resto, siempre sobrante... mirándolo cada vez que me venga en gana sin tener que preocuparme por dar explicaciones.
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