IV
Fue cuestión de puta suerte. Una de esas que ocurren una vez en la vida y no ocurren otra vez, bueno, de esas.
Tan solo era un juego de cartas, solo eso. Era uno de los muchos juegos que se inventan a partir de los naipes, con sus propias reglas y modos de juego. Muy complicado el asunto como para explicarlo y, en realidad, es lo que menos interesa ahora.
Volvamos con mi puta suerte, esa que se lanzó el más bestial de todos los Yatzees habidos y por haber. Porque la cosa ocurrió entre amigos y, entre amigos, las maldades no siempre son tal cosa.
Seis en total invadíamos la habitación. Solo uno de ellos sabía nada, así que, me siguió la corriente lo más que pudo con tal de conseguirme luz verde en mis propósitos. Y funcionó de maravillas.
Quisieron jugar a la botella y me pareció demasiado soso e infantil. Opté por dejarle el terreno liso y lanzarme de bruces a una aventura desconocida...
–Saca tu baraja y enséñanos ese juego que te inventaste –le dije tras palmearle la espalda con doble intensión.
–Siempre dicen que es aburrido.
–Hoy no. Aprovecha.
Y la cosa fue intensa.
Hicimos un juego de práctica que, más que práctica, parecía una guerra campal. De ahí, sin siquiera perder el tiempo, empezamos a lanzarnos retos, burlas y castigos para darle más color al asunto. ¿Qué podría salir mal?
Aquí mi suerte estaba echada: no dejaba de perder. Parecía que el juego buscaba maneras de hacerme perder solo ante él. Y justo entonces la cosa se puso peor, porque era un "todos para uno" demasiado hijo de puta.
Me habían traicionado. Me habían abandonado a mi suerte mientras intentaba escurrirme entre burlas, chistes y verdades indiscretas. Entonces la estocada final fue, en cuestión, un salto mortal hacia el vacío.
–Otra derrota más, amigo mío.
–¡No tiene un carajo de gracia, muchachos! ¡Jueguen bien!
–Estamos jugando más que bien –dijo él, precisamente él, mientras lanzaba al centro del juego la carta del comodín; –¿Lo recuerdas? Significa penitencia.
El resto se dio la vuelta mientras reían, casi, a carcajada suelta. Entonces él, con agilidad animal, me embistió sin mediar palabra. Lo malinterpreté por un segundo e intenté defenderme, pero al sentirlo morderme el cuello, quedé como atontado, como extasiado.
Maldito comodín. Malditos juegos de cartas. Malditos confabuladores que lanzaron en mi contra mis propias intensiones y recalcaron, al final, que él buscaba en mí lo que yo buscaba en él. Y el beso que vino luego fue tan solo el inicio...
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