Capítulo Uno
—Aerith, despierta. —Mi madre me zarandeó de forma ligera hasta que abrí los ojos para saber qué estaba pasando. Estaba todo oscuro, seguía siendo de noche, por lo que no debía de haber pasado mucho tiempo desde que me había acostado—. Aerith.
—¿Qué es lo que pasa? —murmuré con la voz algo ronca. La miré pidiéndole una explicación. No entendía nada.
—Levántate, nos vamos. —No titubeó al hablar y empezó a usar sus poderes para recoger lo justo y necesario de mi habitación—. No hay tiempo para que te quedes quieta, ve a ayudar a tus hermanas.
—Me gustaría saber qué está pasando —admití mientras seguía observándola. Ya no tenía sueño, el saber que nos íbamos de la ciudad me había despertado de repente—. ¿Por qué nos mudamos de nuevo?
—Es lo que hacemos desde hace años, no debería sorprenderte.
No lo hacía. Llevaba días teniendo una actitud distinta y eso había levantado mis sospechas. También el hecho de que cada vez que hablaba por teléfono se escondía, como si se tratase de un misterio. No sabía con quién se comunicaba, tampoco me lo había dicho, cada vez que me veía colgaba o se iba a otra habitación para estar tranquila.
Sabía que esto acabaría ocurriendo, lo que no creía es que sería de forma tan rápida, solíamos quedarnos más tiempos en un mismo sitio. Esta vez no, no llevábamos ni dos meses instaladas.
—Mamá, ¿ha pasado algo? —pregunté diciéndole sin palabras que podía confiar en mí y explicarme la realidad, que la escucharía—. Mamá —reclamé su atención al ver que ella seguía demasiado concentrada en preparar mi equipaje.
—Nada de lo que preocuparse, cariño —aseguró con una sonrisa intentando sonar tranquila—. Creo que con esto bastará, lo llevaré al coche. Despierta a tus hermanas, sus cosas ya están en el maletero.
—¿Por qué tanta prisa?
—Es mejor así —se limitó a decir. Antes de irse hizo un gesto para que todas mis cosas saliesen volando como si no pesasen nada—. No tardes.
Me vestí con lo primero que encontré y que me pareció cómodo para viajar, lo más probable era que estuviéramos horas haciéndolo. Mientras me ataba una coleta improvisada, entré en la habitación de mis hermanas. Solo despertarlas empezaron las pataletas, las quejas y los lloros porque no querían marcharse. No supe cómo, pero conseguí convencerlas de que todo iría bien y que debían subir al coche, en el que no tardaron en volver a quedarse dormidas una vez que les había atado el cinturón.
Solo faltaba mamá.
—¿Mamá? —pregunté entrando de nuevo en la casa. Al ver que no me respondía, recorrí todas las estancias hasta que la vi. Estaba observando una de las ventanas que daban al pequeño jardín con las manos alzadas—. Mamá —repetí colocándome a su lado, haciendo que se sobresaltase—. No quería asustarte.
—No lo has hecho —aseguró mientras su mirada seguía pendiente del jardín—. ¿Están ya preparadas?
—Sí. ¿Qué estabas mirando? Parecías muy concentrada.
—Nada, cariño. Vamos, nos espera un largo viaje.
Volví hacia el coche, pero me detuve al darme cuenta de que no me estaba siguiendo. Seguía con la vista fija en el jardín, con el ceño fruncido de forma ligera y con los ojos azules entrecerrados. Había visto algo que no le gustaba, la conocía lo suficiente para saber cuáles eran sus expresiones. Antes de que pudiese acercarme a ella para saber qué estaba pasando, abrió los labios y susurró algo que no llegué a entender. Segundos después, se giró y parpadeó al verme. En lugar de explicarme lo que había hecho, pasó por mi lado como si nada con una sonrisa.
—¿Me dirás por qué nos hemos vuelto a mudar en tan poco tiempo? —cuestioné una vez que ha empezado a conducir—. Me resulta extraño aunque quieras normalizarlo.
—No me apetece hablar de eso —contestó después de un largo silencio en el que nuestras miradas se habían cruzado un par de veces a través del espejo interior del coche, verde contra azul—. Me gustaría tener un viaje tranquilo, ¿puede ser?
—Solo quiero saber el motivo por el que nos hemos marchado a estas horas de la noche y con tanto secretismo.
—Por favor —suplicó—. Nos hemos ido del mismo modo en el que llegamos, sin llamar la atención y sin que nadie se lo espere.
—¿Puedo saber dónde vamos? —suspiré sabiendo que no iba a obtener mucho más.
—Sí, a West Salem.
Me quedé callada durante horas, observando el paisaje que iba cambiando a medida que recorríamos más kilómetros. Las gemelas seguían dormidas, lo que había hecho que todo fuese un poco más fácil, no solían estar quietas durante mucho tiempo.
Al notar la mirada de mi madre de nuevo pendiente de mí, estuve tentada a decir lo que me estaba pareciendo a simple vista nuestro nuevo hogar, y así hablar un poco con ella ya que llevábamos horas sin hacerlo, pero decidí que lo mejor era seguir en silencio hasta llegar.
En el momento en el que mamá aparcó delante de la que iba a ser nuestra nueva casa, rodeada de un gran bosque y a las afueras de la ciudad, suspiró al sacar las llaves del contacto y se giró para observar a las gemelas, que se habían despertado unos minutos atrás.
—Aquí estamos. —La misma frase de siempre, la que siempre usaba en estas situaciones. No me pasó por alto lo forzada que sonaba hoy, después de tanto tiempo me había acostumbrado a sus actitudes o a la forma que tenía de suavizar las cosas—. ¿Qué os parece?
Me mordí el labio para no responder y no decir lo primero que se me había pasado por la cabeza. Estaba ya cansada de cambiarme de localidad cada poco tiempo, quería establecerme en un lugar fijo y tener una vida normal.
Supongo que pedía demasiado al ser lo que éramos; hadas, criaturas sobrenaturales casi extintas y muy perseguidas.
Esa era la razón principal por la que no nos quedábamos en un mismo sitio por un tiempo prolongado, para evitar que nos rastreasen y diesen con nosotras. No queríamos llamar la atención, por lo que intentábamos pasar desapercibidas, algo que resultaba casi imposible.
Las hadas teníamos muchos poderes, uno de ellos era el don de atraer a la gente. Desprendíamos una atracción casi magnética, sobre todo para los humanos, que sin darse cuenta mostraban un gran interés en nosotras, por lo que éramos.
Nunca antes nos habían descubierto, ni tampoco nos habíamos cruzado, que yo supiera, con otras criaturas sobrenaturales, por lo que mi madre consideraba que nuestra forma de vida era la correcta. Mudarnos de un lado a otro, a ciudades o pueblos no muy grandes, con naturaleza cerca, preferiblemente bosque, y actuar con discreción.
Vivir entre humanos resultaba sencillo, teníamos un aspecto parecido al suyo, pese a que teníamos pequeños detalles que nos diferenciaban de ellos, aunque eran casi imperceptibles, como brillo ligero de nuestra piel o las orejas levemente puntiagudas.
Eso sí, no era nuestra apariencia real. Cuando mostrábamos nuestra verdadera forma, la de hada, de nuestra espalda salían unas grandes y bonitas alas que variaban en tamaño, color y forma dependiendo de la edad, tipo y poder. Las de mi madre eran preciosas, al igual que las de mis hermanas. A mí no me salían, lo más parecido que tenía eran unos pequeños bultos en la espalda, y era una de las cosas que más me frustraban de mi auténtica forma.
Las alas no eran lo único distinto, también nuestros ojos cambiaban de forma y apariencia, adoptaban el color del elemento al que representábamos con los matices de cada poder.
—Sí, aquí estamos —usé sus mismas palabras—. Una nueva casa, en una nueva ciudad, en un nuevo Estado... ¿Sigo?
—Lo entiendo —me interrumpió mientras me pedía con la mirada que no siguiese. No quería alterar a las gemelas, que estaban más susceptibles por los cambios, no dejaban de ser pequeñas.
—Estoy cansada de mudarme —protestó Febe.
—Yo también —añadió Hebe—. Teníamos amigos y ya no podremos volverlos a ver, es injusto. Los echo de menos.
—Haréis nuevos amigos aquí, estoy segura —las animó mamá—. Siempre lo hacéis. Sois unas niñas encantadoras, en poco tiempo todo el mundo os adora y aquí pasará lo mismo. Cuando os conozcan, verán que sois agradables y simpáticas.
—¿Crees que deberías decirles eso? —intercedí mientras empecé a descargar el coche—. Ellas aún no son conscientes, cuando lo sean no creo que quieran seguir teniendo amigos.
—¿De qué hablas, Aerith? —preguntó Febe saliendo del coche a toda prisa—. ¡Quiero saberlo!
—¡Y yo! —secundó Hebe—. Queremos saber. ¿De qué habláis?
Mi madre, por segunda vez ese día, me pidió con la mirada que me callase. Siempre me recordaba que controlase mis comentarios, más delante de las gemelas, que eran demasiado curiosas. A la mínima que escuchaban algo que no conocían querían saber de qué se trataba y no estaba siendo la excepción.
—Saber que seguro que hacéis muy buenos amigos aquí —aseguré con una gran sonrisa. Era lo que ocurriría, estaba convencida—. ¿No os apetece ir a jugar?
Las dos asintieron de forma enérgica y se fueron corriendo a la misma vez que empezaron a crecer plantas a su paso, característico de hadas del bosque como ellas que no tenían pleno control de sus poderes.
—Deberías ser más optimista —dijo de forma tan severa que casi fue como una sentencia—. Sobre todo delante de ellas. Aún son pequeñas para comprenderlo, ya les resulta difícil no hacer eso —señaló las plantas que crecían a una velocidad anormal al lado de ellas— cuando hay gente cerca. No necesitan saber que nos persiguen, haría que todo lo que hemos avanzado en control no sirviese para nada.
—A su edad yo ya lo sabía.
El matiz de mi voz era duro, quizá más de lo que en un principio quería, pero poco me importó, no me gustaban las distinciones que hacía entre las gemelas y yo.
Cuando tenía ocho años nacieron Febe y Hebe, y a su misma vez nuestro padre decidió que estar con una familia de sobrenaturales era demasiado.
Mi progenitor era humano, en el caso que siguiera vivo, porque no sabíamos nada de él desde que se marchó, tampoco me interesaba. Mamá se enamoró cuando tenía mi edad y acabó explicándole lo que era, un hada. Fueron felices por un tiempo, o eso quería creer. Sin embargo, al final la abandonó, o mejor dicho, nos abandonó. Le pudo más el saber lo que éramos, ya que yo ya había empezado a manifestar mis poderes, que el amor, dejándonos solas a las cuatro.
Mamá había decidido arriesgarse... Y no le había salido bien.
—En tu caso fue diferente... —murmuró con un hilo de voz.
—Lo sé, pero si yo pude entenderlo a su edad, ellas también.
—No es lo mismo —sentenció—. Ve a instalarte y ayuda a tus hermanas a hacerlo. Tengo demasiadas cosas que hacer.
Vi cómo sacó su teléfono y suspiré, aunque hice lo que me había pedido, no tenía ganas de discutir, me estaba costando mucho evitar hacerlo hoy.
Esas diferencias que hacía entre mis hermanas y yo me hacían sacar casi lo peor de mí. No tenía culpa de ser quien era. Si fuese por mí, sería de los bosques como Febe y Hebe, haciendo que todo floreciese a mi paso.
No era así. Era un hada de fuego.
Por lo que sabía, éramos pocas, debido a que nuestro poder, en lugar de contribuir a la formación de las cosas, como la formación de ríos, florecimiento de la naturaleza o corrientes de aire, las destruíamos.
El fuego era destrucción, por lo que mi don era peligroso.
Y más aún cuando no podía controlarlo a la perfección, seguía teniendo muchos problemas con ello.
Para no pensar, empecé a coger cajas del coche y entré en la que sería nuestra nueva casa por los siguientes meses. Tenía unos bonitos acabados de madera que aportaban un ambiente rústico al lugar. Subí las escaleras y las dejé en la que supuse que sería mi habitación.
Los muebles más grandes ya estaban ahí, porque mi madre la había alquilado amueblada, lo que me hizo pensar en que tampoco nos quedaríamos mucho tiempo. De la estancia lo que más destacaba era el gran ventanal al lado de la cama, las vistas eran preciosas.
—¡Aerith! —Tanto Hebe como Febe llegaron corriendo, con el pelo rubio algo despeinado y me miraron fijamente.
—¿Sí? —respondí sonriendo. Ellas no tenían que preocuparse por cómo me sentía.
—¡Ayúdanos! —reclamó Hebe—. No llegamos a colgar cosas. ¡Quiero poner un cuadro!
—Mamá nos ha dicho que tenemos que ordenar nuestras cosas antes de ir a jugar, ¡queremos jugar! —explicó Febe.
A sus nueve años, eran demasiado inquietas. Tenían siempre demasiada energía. Sin esperar a que les respondiese, me agarraron de las manos y me arrastraron para que las ayudase a instalarse.
A media tarde parecía que ya había acabado, por lo que volví a mi habitación para hacer lo mismo. No obstante, al mirar por la ventana sentí algo extraño.
No sé el qué, no vi nada fuera de lo normal, pero la sensación no se me fue, por lo que cada poco tiempo volvía a fijarme en el bosque, por si encontraba algo.
Nada, no había nada.
Debían ser imaginaciones mías por las emociones del día. No me gustaba mudarme, quizá era eso, que quería ver cosas donde no las había.
—Me gustaría que mañana, al empezar las clases, lo hagáis siendo positivas —dijo mi madre mientras estamos cenando—. Incluida tú, Aerith.
—Estoy haciendo mi mayor esfuerzo... —resoplé—. ¿Cómo llego al instituto? Estamos alejadas de la civilización.
—Irás con el coche, en el navegador está la dirección.
—¿Y tú? ¿Cómo llevarás a las gemelas?
—Andando, sé cómo llegar a la escuela primaria. No está muy lejos de aquí, no te preocupes por eso ahora. —Alcé una ceja, ¿iba a ir caminando? Era extraño, nunca lo hacía—. Antes de que lo preguntes, no, no he estado antes en West Salem. Sabes que me informo antes de mudarnos a un sitio u otro.
—De acuerdo... —Acabé por decir, no muy convencida de sus palabras.
A la mañana siguiente estaba de los nervios. Odiaba ser la chica nueva, la atención y la forma en la que me miraban en todo momento.
La mayoría debido al hecho de ser un hada, porque sus instintos más básicos se lo decían de forma involuntaria.
—Todo irá bien. —Lo decía para animarme, con buena intención, pero no servía para nada.
—Eso quiero creer —gruñí intentando apagar las pequeñas llamas que me salían de las manos—. Odio cuando me ocurre esto.
—Relájate, Aerith. Cuando estás nerviosa no controlas tan bien el fuego. A mí también me pasaba cuando no sabía usar mis poderes bien.
—A ti no te salían flamas de las manos, mamá. Como mucho tirabas cosas al suelo por el aire, no las quemabas. —Inhalé y exhalé haciendo un gran esfuerzo hasta conseguir que las llamas desapareciesen.
—Son adolescentes como tú, ya lo has vivido antes. No pienses en nada más.
—Lo sé.
Me despedí de ella con un beso en la mejilla y fui directa al coche. West Salem era más grande de lo que me había parecido ayer, tardé unos veinticinco minutos hasta llegar al instituto y antes de bajarme del coche suspiré.
Tenía que convencerme a mí misma de que no iba a incendiar nada, que iba a poder controlar mi poder y que sería como siempre, un simple trámite. Uno más en la larga lista de veces que lo había hecho.
Al estar más tranquila, bajé del vehículo y noté cómo todos los que estaban cerca me miraban. Sabía que era su reacción natural, que su subconsciente les decía que era diferente a ellos, pero no podía evitar ponerme nerviosa de nuevo.
—¡Hola! —Una chica de cabello rubio platinado, casi reluciente por la luz del sol, se colocó delante de mí, impidiéndome el paso con una gran sonrisa—. Eres nueva.
—Soy nueva —asentí siendo lo más escueta posible. Quería pasar desapercibida y hablar con alguien no entraba en la definición de serlo.
—Lo sabía. Si no te importa, te acompaño a la secretaría para que te den tu horario.
—No es necesario... —contesté intentando sacármela de encima. No tenía ganas de relacionarme con nadie.
—¡A mí no me molesta! —siguió hablando y todavía sonreía. ¿Por qué sonreía tanto?—. No eres de la zona, te recordaría.
—Acabo de mudarme.
—Lo sabía. Alguien como tú no es fácil de olvidar. Te acompaño. —La chica era simpática, pero me limité a quedarme callada escuchando todo lo que me iba explicando—. Eres tímida, ¿no? No has hablado mucho. Sé que yo no callo, aunque me suelen contestar con más de tres palabras.
—Estoy nerviosa —dije lo primero que pensé y era cierto, aunque los motivos eran distintos a los que ella debía suponer.
—¡No tienes razones para estarlo! —Y volvió a sonreír mostrando su perfecta dentadura. Que lo hiciera tanto me agobiaba, era rara—. Aquí todos somos muy agradables. Si no coincidimos en clase, búscame.
—Eres muy amable, pero no hace falta que...
—Yo también fui nueva una vez, sé lo que estás viviendo y cómo te sientes. Búscame.
—Gracias.
—A todo esto soy Lydia, encantada.
—Aerith.
—¡Perfecto, nos vemos más tarde!
Por fin me quedé sola. Si hubiera estado más tiempo al lado de la chica, lo más probable era que hubiese perdido el control debido a lo intensa que era. No necesitaba compañía, no por el momento.
Al tener el horario de clases y un mapa del recinto, cosa que agradecía debido a mi pésimo sentido de la orientación, intenté hacerme un recorrido mental de dónde estaba cada aula para no perderme, algo que probablemente ocurriría.
Estaba tan distraída que no me di cuenta de que había alguien delante de mí mirándome, casi como si me analizase.
—¿Quieres algo? —espeté, molesta. Lo que me faltaba, que me examinaran de ese modo.
El chico siguió observándome durante unos segundos que se hicieron eternos. Justo en el momento en el que estaba a punto de irme pensando que no iba a decir nada, que solo era un chico extraño, habló.
—Te conozco.
Si vas a releerla, muchas gracias. Y si eres nueva/o, ¡bienvenida/a!
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro