Capítulo Seis
Di unos pasos atrás por inercia después de haberlo escuchado. Necesitaba alejarme de él, poner distancia entre ambos. Era un intento inútil, si él quería se acercaría a mí antes de que pudiese reaccionar.
¿Un vampiro?
¿Otro?
Ordené mis pensamientos como pude, pero fue complicado, tenía demasiadas cosas en mente. Mi madre debía saberlo, era imposible que no supiese que en West Salem había criaturas sobrenaturales, siempre investigaba los lugares a los que nos íbamos a mudar, no le pasaría por alto algo así.
A no ser que lo supiese, y pese a eso, hubiera querido venir, porque si no, eran demasiadas casualidades.
Y yo no creía en ellas.
—Aerith. —La voz del señor Fitzgerald interrumpió mi coloquio mental. Me miró y se acercó a paso lento, sin hacer uso de su velocidad, algo que agradecí.
—No de un paso más —soné lo más amenazadora posible y alcé las manos para hacerle ver que si era necesario, usaría el fuego, que no me sentía intimidada por su presencia.
—Te lo repito, no te haré daño, Aerith. No soy tu enemigo.
—No le creo. —Seguí alejándome hasta que mi espalda chocó contra la puerta, dándome un golpe seco—. Es un vampiro. Me ha atacado alguien como usted y acaba de decir que huelo demasiado bien. Quizá me ha convencido para ir a su casa para beber mi sangre sin que nadie le moleste.
Me giré e intenté abrir la puerta. Sin embargo, el señor Fitzgerald no tenía pensando dejarme ir con tanta facilidad, bloqueó la puerta poniéndose delante de ella, impidiéndome el paso.
—No puedes irte. No así. Tienes que escucharme.
—¿Escucharle? —me reí por lo irónico que me resultaba la situación. Ya no tenía miedo, tampoco estaba asustada. No sabía el motivo, pero lo que me invadía era la rabia.
—Aerith. —Su brazo rozó el mío, pero lo apartó de inmediato, en un gesto rápido—. Quemas.
—¿Qué? —pregunté sin entender a lo que se refería. No estaba haciendo fuego, tampoco lo pretendía, no aún.
—Tu piel quema. No puedo tocarla, si lo hago me abraso —explicó y sus ojos me examinaron, buscando una respuesta a sus preguntas. Una que ni yo misma sabía.
De forma disimulada, aunque él se dio cuenta, me toqué el brazo y no noté diferencia de temperatura comparada con otros días. No había nada fuera de lo habitual.
¿Estaba mintiendo solo para ganar tiempo?
Para comprobarlo me fijé en la mano del señor Fitzgerald; estaba roja, llena de ampollas, se había quemado al tocarme.
Y no sabía cómo, lo había hecho de forma inconsciente.
—Yo no... —murmuré sin entender lo que ocurría.
Nunca me había sucedido algo así, por muy enfadada que estuviese, no había quemado a nadie sin quererlo antes. Él me había tocado con anterioridad, un ejemplo era cuando me entregó la carpeta que me dejé en clase y no se quemó.
¿Por qué ahora sí?
—Tu expresión es tan reveladora... —habló negando de forma sutil con la cabeza—. ¿Te ha pasado antes? —preguntó con demasiada curiosidad.
—¿Importa? —rebatí desafiándolo.
—Necesitas ayuda. No controlas tu poder. —Por enésima vez, tenía razón. No podía dominarlo. Pero, ¿quién podía ayudarme? Las hadas no éramos abundantes, y el fuego era... peligroso. Era lo que siempre decía mi madre—. Tu prioridad debería ser dominar tus emociones, son las que influyen de forma directa con lo que sea que puedas hacer.
—¿Un vampiro sabe de eso? —espeté con rabia.
—Deje que te explique cómo son las cosas. Intenta confiar en mí, aunque te cueste. Dame cinco minutos, solo eso, cinco —pidió y sus ojos verde grisáceos expresaron una súplica—. Si no logras fiarte de mí en ese tiempo, te doy unas llaves de uno de mis coches para que te vayas.
Medité las opciones que tenía: marcharme sin obtener respuestas o explicaciones de lo que había ocurrido, el motivo por el que había matado a otro vampiro para salvarme la vida; y por otra, quedarme a escuchar lo que podía decirme el señor Fitzgerald.
Opté por la segunda. Irme sola, después de haber sufrido un ataque en una ciudad que no conocía, no era una opción.
—Cinco minutos —concedí después de pensármelo mucho y me mordí el labio inferior—. Solo eso.
—Gracias. —El señor Fitzgerald sonrió y unos pequeños hoyuelos aparecieron en sus mejillas, dándole un aspecto más juvenil y despreocupado—. Soy un vampiro, te lo he reconocido porque quiero que confíes en mí. No quiero ocultarlo porque estaría mintiéndote y no quiero hacerlo.
—No entiendo los motivos por los que es tan importante que confíe en usted —le interrumpí—. Que lo haga o no, debería serle igual. El año que viene no tendrá que verme nunca más. Si no controlo mis poderes, es mi problema.
—Tienes razón —admitió—. Pero ninguna alumna mía antes ha tenido poderes sobrenaturales, eso ya te convierte en especial. ¿Y si pierdes el control en el instituto? ¿Qué pasaría?
—Eso no va a ocurrir —gruñí y aparté la mirada. Ese era uno de mis temores, hacer daño a gente sin quererlo—. Además, si usted es un vampiro, ¿cómo puede caminar bajo el sol? ¿No es el sol una de vuestras debilidades?
—No te creas todo lo que sale en los libros de ficción, Aerith.
—¿Lo es? —insistí.
—Sí, por norma, no podemos caminar bajo el sol.
—¿Y usted? ¿Cómo lo hace? —pregunté de inmediato. Era un dato que me interesaba mucho.
—Hay formas de conseguir hacerlo...
—¿Cuáles?
—No confías en mí.
Alcé una ceja ante ese cambio de tema, no se me había pasado por alto. Eludir mi pregunta solo había hecho que aumentasen mis ganas de saber cómo podía ir bajo el sol.
¿Cuántos vampiros más podrían hacerlo?
—No, no lo hago. Tampoco me ha dado aún motivos para ello —respondí.
—Te he salvado la vida, ¿no es uno suficiente?
—No —sentencié—. Porque quizá lo ha hecho para que confiase en usted. Podría ser solo un plan perfecto.
El señor Fitzgerald empezó a reír a carcajada limpia, y no lo entendí. ¿Había acertado y eso le resultaba gracioso?
—¿Por qué mataría a alguien solo para que confíes en mí? Es ridículo —dijo y clavó sus ojos en los míos—. Es demasiado rebuscado, incluso para mí. Podía haberme ganado tu confianza durante todo el curso, mucho más sencillo, ¿no crees? Tener una muy buena relación profesor-alumna.
—¿Por qué lo ha matado? —cuestioné casi en un susurro.
—Quería matarte a ti, Aerith. ¿Te parece poco? —murmuró—. Te he salvado porque tienes toda la vida por delante, lo hubiera hecho si no hubieras sido una criatura sobrenatural. Nadie merece morir porque un vampiro no está lo suficientemente saciado de sangre y tiene hambre.
—No diga lo que cree que quiero escuchar —comenté frunciendo el ceño—. Quiero la verdad, si no me la dice seguiremos igual que antes.
—Puede que no haya explicado otro motivo por el que lo he hecho... —dijo y con la mirada le pedí que se explicase—. Odio lo que soy —comentó en voz más baja, como si le molestase hablar de ello—. No me gusta lo que he llegado a hacer para saciar mi apetito, lo que viene en mi naturaleza. Necesito la sangre para vivir, y cuando no he tenido control de mi sed...
—¿Y la sangre de animales? —propuse. El señor Fitzgerald alzó una ceja al escucharme—. No me mire así, es sangre.
—Para un vampiro real eso no es viable, te debilita poco a poco —suspiró como si se preparase para decir algo más impactante—. Te he salvado, además de lo que te he dicho, porque me encargo de matar a todos aquellos vampiros que atacan a humanos y quieren usarlos como bolsas de alimento personales.
—¿Como un vampiro cazador de vampiros? —asumí. Era demasiado inverosímil para ser cierto.
—Suena extraño, lo sé. Intento salvar a las máximas personas posibles, a veces no puedo evitar todas las muertes... Hago lo que puedo.
—¿Debería creerle? —musité—. Todo lo que ha dicho suena tan... peculiar. Demasiado bonito por decirlo de algún modo —admití—. Es lo que he comentado antes, parece que diga lo que quiero escuchar para que así confíe en usted.
—¿Quieres que te enseñe las estacas que tengo aquí mismo, en mi casa, para matar a otros como yo? —sugirió de forma mordaz—. ¿No crees que un vampiro no debería tener un arma que pueda acabar con su vida en su propia casa?
No presté atención a lo que acababa de decir, solo era capaz de pensar en que había admitido que no estaba de acuerdo con su existencia, que aborrecía lo que era.
—Si usted odia lo que es, ¿por qué no ha intentado...? —No fui capaz de pronunciar la última palabra.
—¿Morir? —completó y asentí—. Es complicado de explicar y muy largo. No quiero robar más tu tiempo, Aerith.
Pese a lo irreal que parecía todo lo que ha explicado, tenía una cosa clara; él no había dudado en ningún momento al explicarlo. No le tembló la voz, la mantuvo firme, me miró a los ojos y no apartó la mirada. Parecía que decía la verdad. Pero había demasiadas incógnitas.
—¿Por qué? —Tampoco entendí que se rindiera así, ¿habían pasado ya los cinco minutos?
—Toma —me ofreció unas llaves que colocó en la palma de mi mano—. Para que vuelvas a tu casa, querrás estar sola y pensar.
—¿Y si no le devuelvo nunca el coche?
—Si quieres te lo regalo —él sonrió y volví a fruncir el ceño ante esa actitud—. Lo material no es que me importe mucho. Además, me sobran los vehículos de todo tipo.
—Debe estar bromeando. —Me desconcertaba, ¿cómo me iba a regalar un coche?—. No lo quiero.
—¿Te llevo a casa? —se ofreció—. Así no discutimos por eso, me ha quedado claro que tienes carácter y eres muy tozuda. No te imaginaba así.
No sé qué quiso decir con eso, no pregunté, solo asentí para que me llevase a casa. No me conocía, ¿cómo se creía que era?
El viaje lo hicimos en silencio. No obstante, noté cómo el señor Fitzgerald me miraba de reojo en más de una ocasión por el espejo interior.
—¿Cómo sabía que vivía aquí? —pregunté cuando detuvo el coche. Había pasado por las mismas rutas que mi madre cuando llegamos el primer día.
—Soy tu profesor, Aerith —explicó y arrugó un poco la frente, haciendo que se viese mejor su barba, que suavizaba su rostro.
—Eso no me da una respuesta. ¿Sabe dónde viven otras compañeras mías? Porque me parece... preocupante que lo sepa.
—Sí, lo hace —insistió muy tranquilo—. Me he leído tu ficha académica porque eras nueva, en ella sale tu dirección. Tengo muy buena memoria y me conozco la ciudad a la perfección. No veas cosas que no son.
Me dejó sin palabras, por lo que salí del coche. Demasiadas emociones en una misma noche, demasiadas cosas para procesar. Empezando porque un vampiro había intentado matarme.
—Señor Fitzgerald. —Me giré antes de que arrancase el coche y me miró, esperando mis palabras—. Gracias por salvarme la vida —sonreí. Aún no le había agradecido lo que había hecho. Si no fuese por él, estaría muerta.
—No me lo agradezcas, volvería a hacerlo. —Por su expresión, pareció sorprendido, como si se hubiera resignado a no escucharlas—. Buenas noches, Aerith.
—Buenas noches.
Cuando entré en mi habitación, lo primero que hice fue mirar la hora. Había estado más tiempo del que creía con el señor Fitzgerald, pero no quise darle más vueltas, no por el momento.
Al día siguiente me dediqué a responder las preguntas que mi madre me hizo. Quería saberlo todo, si me lo había pasado bien y si estaba contenta. Le conté por encima la noche, obviando que un vampiro me había atacado.
La conocía, sabía que cuando lo supiera su reacción sería empacar todo para irnos a otra ciudad, huir. Y no quería eso, no por el momento. No hasta que tuviese respuestas, y estas la incluían a ella. Mi madre también me ocultaba mucha información que merecía saber.
El lunes, Lydia me avasalló solo verme, volvió a reñirme, ya que lo había hecho ya por teléfono. Según ella, no podía irme del modo que lo hice, sin más, que estuvo preocupada todo lo que quedaba de noche por mí. Por ello, decidió que no se iba a separar de mí en ningún momento, que era su obligación saber que estaba bien, por lo que estuvimos todo el día juntas.
Por suerte, ese día no tuvimos ninguna hora con el señor Fitzgerald, no hubiera sabido reaccionar bien si lo hubiese visto. Necesitaba más tiempo.
—Se te ha caído. —Una vez que habían acabado las clases, Lydia se agachó delante de mi coche y me entregó un libro—. Toma.
—No es mío —negué de inmediato.
—¿Entonces qué hace aquí? No te habrás dado cuenta —sonrió y empezó a alejarse—. Hasta mañana.
—Hasta mañana —contesté mientras observaba el libro que me había dado.
Intenté abrirlo y no pude, por lo que lo dejé junto a mis otros materiales escolares y volví a casa. Quizá era de Lydia y estaba haciéndome una prueba, sobre si podía abrirlo o no.
Pero ella no lo había sacado de ningún lado, estaba delante de mi coche, de donde lo había recogido ella.
¿Cómo había llegado hasta ahí?
Cuando llegué saludé a mis hermanas y las ayudé con sus tareas, pero no pude sacarme de la cabeza ese libro extraño. Para desconectar decidí irme al bosque y me lo llevé, quizá para saciar mi curiosidad.
Anduve hasta lo más profundo del bosque, junto al río, como la última vez. Volví a intentar abrir el libro, y de nuevo, no pude. Probé varias veces, sin éxito, por lo que lo dejé en el suelo. Si no podía abrirlo, no me preocuparía, sería de alguien y debería tener un modo de hacerlo. Era el menor de mis problemas. Mañana hablaría con la rubia para saber si se trataba de algún tipo de broma.
Después de comprobar varias veces que estaba sola, asegurándome de que no había nadie, me transformé en hada. Lo necesitaba, había querido hacerlo desde los sucesos del viernes y no había podido.
Al hacerlo, toda la angustia desapareció por unos instantes. Me sentí más viva, poderosa, fuerte y feliz, sobre todo con el fuego que no tardé en crear.
Pero la felicidad duró muy poco. Fue breve, demasiado breve.
—¿Qué es lo que no sabes? —pregunté a mi reflejo en el agua después de haber usado mis poderes durante un largo tiempo. Por la frustración, lancé una llama, que se evaporó de inmediato, antes siquiera de que tocase el agua.
Me cansé poco después, volví donde había dejado el libro y una idea extraña se me pasó por la mente. Aún siendo un hada, intenté abrirlo de nuevo.
Y lo conseguí, quedándome absorta por las primeras palabras escritas.
No era un libro, era un diario.
¿Teorías? ¿Cómo ha llegado ese diario a Aerith? ¿Es cosa de Lydia? ¿De alguien más? ¿De quién será el diario?
Muchos besos xx.
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