5 | La sonrisa de Puck
Era más tarde de las ocho y a esa hora ya habíamos salido del garaje de La Casa Blanca. La observaba a mis espaldas y recuerdo haberme sorprendido al percatarme lo rápido que me había acostumbrado a ella y a toda la gente que pululaba por allí, y es que al principio temía no encajar, pues tanta opulencia me echaba atrás. Pero al final me acomodé casi sin darme cuenta.
Ladeé la cabeza y miré a Joshua conduciendo, con la mirada fija en la carretera y dando toquecitos al volante al son de una melodía rock que sonaba a través del reproductor de música. A él también me había acostumbrado, pese a no haber pasado mucho tiempo juntos. Se había vuelto un hábito volver de clases y corroborar primero si él estaba en casa antes de siquiera subir a mi cuarto, o incluso de mantener el móvil cerca y verificarlo cada tanto por si recibía algún mensaje de él. A veces simplemente acariciaba la cadena de mi pulsera y me acordaba de él.
— Si no te gusta Kiss puedes cambiar la canción.
Parpadeé al percatarme que me pilló mirándolo y aparté rápidamente los ojos sintiéndome abochornada. Sabía que él en cambio sonreía divertido, a esas alturas ya lo conocía un poco, aunque no dijo nada para mi fortuna.
Había decidido ignorarlo, pues él sabía perfectamente que disfrutaba mucho de esa banda, así como de muchas otras de ese mismo estilo.
Volteé la cabeza al oírlo cantar el estribillo y sonreí abiertamente por el guiño que me realizó de forma cómplice.
— I was made for lovin' u and you were made for lovin' me...!
Reímos y cantamos a pleno pulmón.
Estábamos casi finalizando el mes de septiembre y a esas horas allí la noche ya se comenzaba a asomar discretamente. El crepúsculo teñía el cielo de dulces tonos anaranjados y violetas y los últimos rayos del sol se reflejaban en las exclusivas calles de Bel Air, barrio en el que residíamos.
Tras la canción de Kiss llegaron otras de Queen, de Metallica, Rem y de otras bandas que disfrutamos cantando a pesar de que muchas veces nos inventábamos las letras. Él no apartaba la vista de la carretera salvo para dirigirme sonrisas explícitas que yo admiraba encantada. Lo cierto es que en esos momentos me sentía muy bien, tanto que deseaba congelar esos instantes en mi memoria para toda la eternidad.
Aún no lo sabía, pues era demasiado inexperta, demasiado inocente y dispersa para comprender mis propias emociones, pero entre los dos se había iniciado una complicidad que iba más allá de una mera relación de padre e hija. Aunque ninguno de los fuimos capaces de detectarlo a tiempo.
Al cabo de un rato la playlist roquera fue sustituida por otra más suave. Habíamos dejado de cantar y nos sumergimos en un cómodo silencio únicamente acompañado por la voz de Ed Sheeran de fondo.
Me había parado de pies y levantado los brazos mientras admiraba embelesada las lujosas calles que íbamos dejando atrás desde el interior del deportivo descapotado que avanzaba por la calzada con la suficiente velocidad como para sentir la brisa golpearme en el rostro y desordenar mi cabello, que antes tan amablemente Maggy me había ayudado a arreglarlo.
Suspiraba y cerraba los ojos para disfrutar la sensación mientras el sonido de guitarras eléctricas y una voz melancólica se filtraban en mis oídos.
Minutos antes me había sorprendido percatarme que no nos acompañaba ningún escolta, ni siquiera el chófer, Joshua era el que conducía. Me preguntaba si acaso una persona tan importante como él se podía permitir aquello. Cuando se lo cuestioné él simplemente sonrió e hizo un ademán restándole importancia, así que decidí hacer lo mismo. Sin embargo, poco después atravesamos West Hollywood y finalmente nos detuvimos en Sunset Boulevard, delante de un imponente y elegante edificio con tantas plantas que fácilmente podría haberlo considerado un rascacielos.
Una mujer vestida elegantemente se había acercado a nosotros para darnos las buenas noches de forma educada, después Joshua le proporcionó las llaves del vehículo y seguidamente la había visto desaparecer.
Lo miré con la duda crispando mi rostro.
— ¿Qué hacemos aquí?
— En nada lo verás, vamos. —Me cogió de la mano y atravesamos un enorme portón de cristal.
Observaba atónita las paredes doradas y los candelabros colgando del techo. Sofás esparcidos a lo largo de toda la sala, suelo que parecía de mármol y un enorme mostrador recorriendo toda una pared, donde detrás en letras cursiva anunciaba la bienvenida al Hotel T&S. Personas en uniforme saludaban constantemente a Joshua y después seguían a los suyo como si no pasara nada. Yo estaba alucinando aún después de adentrarnos en un ascensor. Lo miraba de soslayo aturdida. No me cabía duda de que ese sitio probablemente era propiedad suya.
— Es solo un hotel, Andra, respira...
Parpadeé desconcertada y bajé la mirada rápidamente a nuestras manos entrelazadas. Con su pulgar hacía suaves círculos. Sentí como se iba formando una presión en el estómago y pasé saliva. Él me observaba atento desde arriba, y es que la diferencia de altura tampoco era muy desproporcionada, pero en aquellos momentos fui más consciente que nunca de ella. De repente me percibía a mí misma demasiado pequeña en aquel espacio limitado, demasiada sensible y en alerta.
— Eh, mírame.
Se había puesto delante de mí y me acunó con sus manos las mejillas. Fue allí cuando me di cuenta de que había cerrado los ojos y que mi frecuencia respiratoria había aumentado. Estaba tensa, nerviosa y alterada. Su presencia me ponía así, todos los días me tenía que autocontrolar y calmar, y es que él en sí me desconcertaba, me provocaba cortocircuitos mentales y el resultado se traducía en una yo sin saber cómo actuar, atenta a cada detalle de él; su forma de andar felina, en su forma de gesticular tan refinada y sutil... Pero en esos momentos todo el autocontrol se había ido al carajo; se hallaba demasiado cerca, su olor inundaba mis fosas nasales y su tacto quemaba allá por donde pasaba. Era demasiado.
— Estoy aquí, vamos a estar juntos y no se hará nada de lo que no quieras —hablaba suave y despacio.
Abrí los ojos lentamente y le miré los ojos. Brillaban, me podía ver reflejada en sus iris brillantes y azulados. Entonces asentí con la cabeza y fruncí los labios en una sonrisa tímida que él respondió con un suspiro. De reojo veía encima de las puertas del ascensor una pantalla pequeña que iba cambiando los números conforme ascendíamos más plantas. Íbamos por el veinticinco cuando me vi empujada a su pecho. Me envolvió con sus brazos enfundados en una chupa de cuero y apoyó su cabeza en mi hombro. Yo estaba atónita. Me acuerdo de esa vez, de cómo me paralicé, de cómo sentía el pulso completamente arrítmico.
— ¿Sigues tomando tu medicación? —susurró.
Me estremecí.
— Todos los días
— Bien —contestó. Erguí la cabeza y lo miré sin ningún atisbo de querer separarme, y es que desde esa posición su olor me impregnaba y el calor que emanaba me aturdía. Me sentía demasiada liviana, en paz a pesar del ritmo acelerado de mi corazón. Era una sensación extraña, inefable, algo que en aquellos momentos mi mente no lograba ponerle palabras y me acuerdo cagarme en Dios, pero no quería dejar de sentirme así. De veras, era demasiado para mí.
De pronto, el cubículo se detuvo y las puertas se abrieron, propiciando así que Joshua me alejara de él. Una corriente de viento se había adentrado en el interior y me estrechó de nuevo la mano mientras salía acelerado. Estábamos en la azotea del edificio, donde una luz anaranjada teñía los alrededores. Mis cabellos volaban y se pegaban a mi cara, impidiéndome ver con claridad lo que había delante nuestra. No fue hasta que nos paramos y pude enfocar bien la vista que vi de lo que trataba. Entonces erguí la cabeza y miré incrédula al globo de aire plantado casi majestuosamente delante de nosotros. A los lados una mujer y un hombre se hallaban parados e inexpresivos, atentos a cualquier orden que el hombre que tenía a mi lado les podría indicar.
— ¿Es... tuyo?
— ¿Qué dirías tú?
Me paré delante de él y arqueé mi ceja derecha mientras me cruzaba de brazos. Él en cambio me imitó y sonrió. Esa fue la primera de las muchas veces que contemplaría aquella sonrisa con matiz cómplice, burlesca, cercana, aquella que le hacía fruncir sus labios gruesos, achinar los ojos y formar unas arrugas bajo sus ojos azules grisáceos. Y a partir de aquel momento inconscientemente la comenzaría a llamar como el hechizo de Puck, en honor a la mitología inglesa y al hada travieso de las Islas Británicas.
— ¿A qué juegas? —preguntaba arqueando la ceja.
— A nada, Andra —respondió con voz decadente, pero sin cambiar un ápice su expresión. Había pensado ir al observatorio Griffith. Es en un lugar muy famoso en L.A.
— ¿Por qué en un globo?
— ¿Y por qué no? —Rodé los ojos. — Venga vamos, te gustará.
Se rio y yo no tuve más remedio que hacerle caso.
En los siguientes minutos las dos personas que antes permanecieron calladas ahora ayudaban a Joshua a terminar de montar el globo. Los escuchaba hablar con un lenguaje técnico que yo no comprendía. Sin embargo, él parecía que sí e incluso me daba la sensación de que no le resultaba nada dificultoso manejarse con esa maquinaria. Se lo cuestioné cuando ya estábamos volando, pues él era el que la pilotaba.
Tan sólo nos hallábamos él y yo en ese cubículo, el aire caliente del globo me proporcionaba una sensación agradable. Joshua estaba a mi lado, con los brazos apoyados sobre la barquilla, construida de mimbre y madera, y observando hacia abajo. Allá donde todo Los Ángeles se veía brillante, los edificios, calles, parques con luces parpadeantes de todos los colores. Yo me encontraba en la misma posición, sin embargo, por más que intentaba contemplar aquellas maravillosas vistas, no podía evitar observarlo a él.
—¿Cómo es que sabes usar... esto?
Se giró hacia mí.
—Mi madre, tu abuela, me solía llevar consigo en todos los viajes que hacía. Le encantaba viajar en estos globos y a mí también, así que al final aprendimos todo sobre sus funcionamientos.
—¿Qué es de ella?
—Vive en Maywood con mi padre a unos cuantos quilómetros de aquí y siguen los dos igual de tocapelotas que hace veinte años.
Me reí ligeramente y él sonrió como respuesta.
El viaje no fue muy largo, por lo que al cabo de poco tiempo Joshua procedió a descender el globo sobre un pasto perfectamente podado. Miré asombrada el edificio que se alzaba delante nuestra y es que lo había visto varias veces en imágenes de internet, pero ninguna le hacía justicia.
—Vamos.
Parpadeé sorprendida y sin darme tiempo a reaccionar avanzó hacia el interior arrastrándome consigo y dejando al globo abandonado a nuestras espaldas. Miré nuestras manos unidas; mis dedos morenos y delgados entrelazándose con los suyos largos y pálidos adornados con unos anillos lisos y negros. Después lo miré a él andar con pasos acelerados, con su cabello del color del ébano moviéndose con el viento y con los labios fruncidos hacia arriba, mostrando así de nuevo sus hoyuelos.
En ese momento, tras un fugaz destello en mi mente me acordé de una palabra que una antigua profesora de literatura me explicó de forma genuina y que la había almacenada junto a demás conocimientos por su hermoso fonema y significado.
KILIG,
del idioma tagalo, usado sobre todo en Filipinas. Se refiere al sentimiento de entusiasmo interior derivado del amor, como es la sensación de tener mariposas en el estómago al ver o estar con alguien que te gusta.
— Cierra los ojos, Andra.
Se paró y dio la vuelta. Allí estaba de vuelta la sonrisa con matiz cómplice, burlesca, cercana, aquella que le hacía fruncir sus labios gruesos, achinar los ojos y formar unas arrugas bajo sus ojos zafiros. La sonrisa de Puck hizo su presencia por segunda vez y supe en ese momento que sería mi deleite, que jamás me negaría a cualquier petición si esa iba a estar acompañada de ella.
Se había colocado detrás de mí y me tapaba los ojos con sus manos. De repente todo se había vuelto oscuro y tan solo alcanzaba a advertir la presencia de Joshua. Estaba muy cerca, tanto que sentía el calor que desprendía su cuerpo. Supe que se había inclinado su cabeza porque pude oír sentir su respiración acompasada rozar mi nuca. Yo en cambio me sentía fuera de mí, me picaba todo el cuerpo y me percibía a mí misma hiperventilando.
—Calma... —había murmurado en mi oreja, propiciándome escalofríos.
Traté de hacerle caso e hice varias inspiraciones y espiraciones mientras él me besaba la cabellera por atrás. Al cabo de unos segundos me sentía mejor y se lo hice saber. Después me instó a caminar hacia delante sin él apartar las manos de mis ojos hasta que nos detuvimos y poco a poco me liberó de su prisión personal.
Di unos pasos hacia delante y parpadeé varias veces hasta acostumbrarme a la tenue luz de aquel espacio y entonces exclamé sorprendida. Había como una sábana tendida en el suelo, con dos cestas de picnic encima y un pequeño altavoz al lado. Unas luces led se encontraban desperdigadas a lo largo del lugar y justo delante de una ventana estaba parado un enorme telescopio apuntando directamente al cielo.
— ¿Cómo...? ¿Por qué...? —farfullé mirándole confusa.
— ¿Qué por qué? —Se acercó un poco y ladeó ligeramente la cabeza al mismo tiempo que metía las manos en los bolsillos traseros de sus pantalones.
Asentí, con la palabra en tagalo resonando de nuevo en mis entrañas.
— Porque quiero estar contigo.
Había dejado de respirar y abría los ojos exaltada.
— ¿Y que cómo? —continuó, encogiéndose de hombros a la vez. —Pues sobornando a unas cuantas personas.
Y no pude aguantar más. Sé que lo tomé por sorpresa cuando me abalancé sobre él y lo abracé con todas mis fuerzas. Sentía demasiado, el latir de mi corazón me retumbaba, respirar empezaba a costarme de nuevo y no podía evitar sentirme a pesar de ello exaltada y emocionada. Tardó en reaccionar, pero cuando lo hizo sentí al instante sus músculos rodearme y acercarme más a su pecho, lugar donde escondí mi rostro y aproveché para aspirar su colonia con olor a cítricos, una fragancia que se había convertido en mi favorita.
Kilig.
Aquella palabra había cobrado un significado nuevo y demasiado poderoso y delicado a la vez para mí. Supuso un antes y un después, aunque tardé tiempo en darme cuenta de ello, demasiado a lo mejor.
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