Maurice era un comerciante feliz reconocido por su afable actitud y dedicación a su familia, al menos hasta que su esposa enfermó estando embarazada de su tercer hijo.

Él sabía que ella no tenía salvación, la peste negra no era una enfermedad cualquiera. Pero su corazón se negaba a aceptarlo, no quería darse por vencido tan fácilmente. Usó todo su dinero en encontrar una manera de hacer mejorar a su amada, pero era imposible.

Hasta que en una noche mientras ocultaba su estado afligido en un bar, escuchó hablar de la bruja de las rosas. Una estúpida leyenda y varios tragos se convirtieron en su última corazonada.

Dejó a su esposa durante un par de días con tal de buscar a tal ser mágico, prometiendo regresar en una semana. Tomó el único caballo que les quedaba y viajó a los reinos cercanos. Poco a poco y siguiendo pistas llegó a su destino.

La encontró.

En medio del bosque más descuidado se hallaba un pequeño lago rodeado de flores, más específico de rosas. Y sobre el agua existente flotaba tan exótico ser.

Una mujer de belleza pura emitía una luz dorada a su alrededor. Su vestido traslúcido dejaba poco a la imaginación al igual que el escote perfectamente diseñado.

— ¿Qué es lo que deseas?

— Salvar a mi querida Jane.

— ¿Qué me darás a cambio?

— Toma lo que quieras.

El hada sonrió ante tal declaración. Le fascinaba tal muestra de devoción y cariño puro que mostraba a aquella mujer. Si quería ayuda claro que se la daría, entendía el sentimiento de amar a muerte.

— Maurice, hace tiempo que pude estar presente en una historia como la tuya, un amor tan puro y leal que... llevaría a la muerte — se movió parsimoniosa sobre el líquido cristalino — Claro que te ayudaré.

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Ci vediamo presto, tesoro