02 | Anabel Tanner
Como un girasol en un campo de margaritas.
Sin quererlo ella solo tenía ojos para el sol.
Y el sol, entre tantas margaritas,
solo era capaz de ver a su girasol.
Iglesia de Sant. Marie
–¡Tanner! –la voz de la hermana Claudia me hizo dar un respingo.
Andaba con pies de plomo hacia mí, lanzándome su característica mirada inquisidora, aquella que enjuiciaba todo acto cometido en aquella pequeña parroquia, en la que nos resguardamos.
Ya no recuerdo cuándo fue que sucedió todo esto, la madre superiora decía que no debíamos medir las obras del señor, ni cuestionarlas, aquella catástrofe, aquel infierno que había subido desde el inframundo para estar entre nosotros era un castigo divino, por todo el mal que habíamos hecho, por todos los pecados que aún no habían sido perdonados.
–¿Qué te tengo dicho? El pelo –gruñó a pocos centímetros de mí–, es la quinta vez que te lo digo esta semana, vas a aprender por las buenas o por las malas –tiró de mi brazo con ímpetu, para ser una mujer delgada y bajita tenía bastante fuerza.
Me empujó entre el resto de hermanas, arrastrándome hacia el cuarto de la madre superiora, notaba como sus largos y delgados dedos se ceñían a lo largo de mi brazo, causando que una mueca de dolor se me encajara en el rostro, me hacía daño.
Abrió las puertas del armario, donde me lanzó dentro sin ningún tipo de benevolencia.
–La próxima vez que te vea el pelo te lo corto –escupió antes de cerrar la puerta, dejando que la oscuridad me envolviera.
No me gustaba estar castigada, pero mi cuero cabelludo picaba como una comezón cuando tenía que llevar el velo sobre él, lo odiaba.
No quería volver a llevarlo, pero la hermana Claudia era demasiado estricta con la vestimenta, ni siquiera en mitad de una apocalipsis zombie me pasaba una.
Su sugerencia no me pareció tan mala idea, lejos de infundirme miedo lo único que pasaba por mi mente era: ¿Si me rapaban al cero podría dejar de usar el velo? No lo sabía, pero lo que sí tenía claro era que no volvería a ponérmelo.
El tiempo pasaba de una forma sumamente lenta, y la oscuridad era tal que no podía distinguir si mis ojos se encontraban cerrados o no.
Me preguntaba qué estarían cenando, intentaba olisquear sin mucho éxito, por lo que decidí imaginármelo, macarrones con tomate y queso, mucho queso, toneladas de queso, la boca se me hacía agua, incluso parecía que podía olerlo, humeante, con sus característico dorado del gratinado.
Un grito ensordecedor me sacó de mi ensoñación, sobresaltándome.
Me reincorporé en aquel pequeño armario, alerta, intentando escuchar que era lo que sucedía fuera.
Más gritos, desconsolados, alaridos, quejas, gemidos de dolor era lo único que llegaba a mis oídos.
Notaba el corazón en mi pecho, él también parecía retorcerse, asustado, comprimido en mi caja torácica, sentía que el aire se me acababa, que se escapaba de mis pulmones y no era capaz de volverlos a llenar.
Pero a pesar de todo aquello, de la angustia y el miedo, no me moví, no grité por ayuda, ni siquiera hice por salir de aquel armario, lo que podría haber fuera me aterrorizaba más que quedarme allí encerrada para siempre.
Pasaron minutos, lo que para mí podrían haber sido horas, hasta que el sonido cesó, ya no se escuchaban aquellos desgarradores gritos, sólo el silencio retumbaba en mis oídos.
Se había acabado.
Me dejé caer en aquel armario y cerré mis ojos, no quería pensar, me sangraban los pensamientos.
¿Habría alguna superviviente escondida como yo?
¿Me encontraría alguien antes de convertirme en uno de esos demonios?
Suspiré entrecortadamente, mirando hacía arriba, sintiendo como una lágrima se deslizaba por mi mejilla.
—Después de todo ¿Este es el final que tenías pensado para mí? –hablé en voz alta sin preocuparme de que alguien me oyera— No te ofendas pero esperaba otra cosa –reí.
—No te voy a mentir siempre he tenido el presentimiento de que moriría joven, no me imagino a mi misma en un futuro, pero ¿encerrada en un armario en mitad de una apocalipsis de muertos vivientes? Venga ya –me quejé–. Esperaba algo más de creatividad, incluso me hubiera conformado con golpearme la cabeza con una piedra por caerme en una huida, o tropezar encima de un cuchillo afilado, eso sería estúpido y trágico, me pega ¿No crees? —volví a reír ante aquella imagen mental, morir por una torpeza sin duda era lo mío.
Conversé rodeada de silencio hasta que se me secó la boca, cuando solo los susurros rozaban mis labios, dejé mis párpados caer, para sumergirme en otro mundo, más bonito que la pesadilla perpetua en la que me encontraba, el mundo de los sueños.
Abrí mis ojos lentamente, sintiendo una punzada en mi brazo izquierdo, aún tenía una vía puesta. Fruncí el ceño, me daba angustia pensar que tenía un plastiquito metido en una de mis venas.
Giré mi cabeza intentando ahuyentar ese pensamiento, topándome con aquel hombre, cuya cara no podía ver a causa del pasamontañas que llevaba.
Me sentía incómoda, llevaba desde los nueve años en un internado de monjas, exclusivamente para chicas, sin ningún tipo de contacto masculino a excepción de mi familia a la que apenas veía dos veces al año, estar en la misma habitación que un hombre, que tenía la cara tapada y a solas, encendía mis nervios y colaba un pellizco en mi estómago.
Según la Doctora aquel hombre me había salvado, y yo no podía estar más agradecida con él, pero quería que se fuera para poder descansar completamente. Sin embargo, aquel sargento no parecía muy dispuesto a irse. Llevaba toda la noche sentado en la silla que se encontraba en una de las esquinas de la habitación, sin quitarme los ojos de encima.
"Este es peor que tú, está en todo" le susurré mentalmente al de arriba.
Llevaba tantos años hablando con él que se me haría sumamente raro no hacerlo.
Sin quererlo, sin buscarlo cruzamos miradas.
Como cuando tocas algo que te da calambre, como un chispazo, como cae un rayo, así se sintió chocar con su mirada.
Se levantó de un salto, haciéndome reaccionar, pegándome aún más a la camilla, aun cuando eso no era posible.
–Llamaré a la doctora —dejó que su grave voz se colara en mi oídos, como una sinfonía nueva, hasta ahora desconocida.
Estaba acostumbrada a las voces chillonas de las hermanas, aquellos tonos agudos, escuchar otra voz masculina que no fuera la de mi propio padre me impactó o más bien me sorprendió, aún no estaba segura.
Tal y como había dicho, en cuestión de segundos apareció con Kaitlin.
–Hola cielo ¿Cómo te encuentras? –su voz era dulce y el uso de aquella cariñosa coletilla en sus frases me gustaba, me recordaba a mi madre.
–Mejor, mucho mejor.
Lo cierto es que ya me encontraba igual que siempre, pero ellos aun me miraban con ojos preocupados.
–Bien –sonrió–. ¿Cómo han sido tus comidas en los últimos meses?
Sabía por qué me preguntaba eso, las probabilidades de que estuviera sufriendo anemia o algún tipo de déficit relacionado no era algo que me sorprendiera, siempre había sufrido esas carencias, y con la dieta que estaba llevando desde que sucedió todo esto, las posibilidades de que mi estado se agravara era algo más que lógico.
–Normales –comenté con simpleza–. Quiero decir todo lo normal que cabe esperar de la situación en la que nos encontramos –aclaré.
–De acuerdo, si te sientes más cansada de lo normal o más débil no dudes en venir a verme –dio un ligero apretón en mi brazo–. Sé que ahora tendrás muchas preguntas, pero lo mejor es que descanses, Caiger se encargará de ti de ahora en adelante.
La incomodidad se instaló bajo mi piel.
–Preferiría el dormitorio de chicas si no les importa –luché –, no quiero ser una molestia –intenté no sonar desagradecida, pues no lo era, o al menos intentaba no serlo.
–No es molestia –se apresuró en cortar mi discurso–. ¿Puedes andar? –cambió tan rápido de tema que retomarlo no me parecía una opción.
Asentí en respuesta.
–Bien, en marcha –se colocó junto a la puerta.
Era alto, bastante alto, apenas le faltaban unos pocos centímetros para tocar el arco de la puerta.
Obedecí, levantándome de la cama con lentitud, aunque me sintiera bien, la debilidad aún acusaba a mi cuerpo.
Todavía llevaba los ropajes del internado, aquella falda gris larga y ese jersey también gris, ambos de tela gruesa, rígida, cubriendo mi cuerpo al completo.
Se hizo a un lado de la puerta permitiéndome el paso, sorprendiéndome. ¿Sería aquello el caballerismo del que mis libros de romance hablaban?
El sargento se puso a mi lado y empezó a caminar sin mediar palabra.
Anduvimos por aquel estrecho pasillo hasta llegar a la salida, donde de nuevo me abrió la puerta, esperando a que pasara por delante de él.
–Esto es la enfermería –señaló a sus espaldas–. Si en algún momento te encuentras mal no dudes en venir aquí, Kaitlin lo solucionara, ella siempre lo soluciona todo –realzó su valía.
Una sonrisa se coló en mis labios, no llevaba allí mucho tiempo, pero el hecho de tener una doctora tan dulce ya era un motivo de peso para querer quedarme de forma indefinida, sólo si ellos me aceptaban, claro estaba.
Antes de comenzar a andar el sargento tiró de la tela que cubría su rostro, quitándose aquel pasamontañas que no me había dejado verlo desde que había abierto mis ojos.
Me sorprendió, por su voz pensaba que se trataría de un hombre mayor, pero aquel pensamiento se alejaba bastante de la realidad, mostrándome a un chico joven cuyos mechones de pelo castaño oscuro caían rebeldes por su frente, los cuales sacudió, no sabía si intentaba acomodarlos, pero lo cierto es que solo consiguió desordenarlo aún más.
–¿Cómo os conocisteis todos? –indagué curiosa sin dejar de observarlo, tenía la mandíbula marcada, piel ligeramente dorada y sus ojos, aún no sabía cómo describirlos, chispas, tormenta, relámpagos, bosque profundo y oscuro, todo aquello era lo que pasaba por mi mente cada vez que intentaba describir sus ojos.
¿Serían familia?¿Quizás amigos? O simplemente desconocidos que habían decidido sobrevivir juntos.
–Kaitlin es la esposa de Marcus, nuestro Teniente y el encargado de dirigir todo esto junto con Kaitlin –explicó a mi lado a una distancia prudente.
Me llamó la atención su vestimenta, llevaba una camiseta negra de manga corta, no llegaba a ser estrecha del todo pero se ceñía a algunas partes de su cuerpo, como los hombros, vestía sus piernas con unos pantalones verde militar y unas botas, pero lo que no podía pasar desapercibido para mi era el arnés que llevaba en el pecho, una especie de cinturón que también cubría sus hombros, portando múltiples armas de las cuales desconocía el nombre, pero podía distinguir un machete entre ellas.
–¿Y el dormitorio de chicas? Son vuestras hijas o... –no terminé la frase esperando que él la completara por mi.
Einar negó de inmediato y, aunque intentara disimularlo, pude ver como una pequeña sonrisa aparecía por la comisura de sus labios.
–Hay un dormitorio de chicas y otro de chicos, son niños de tu edad o algo mayores que tú que viven aquí, reciben educación, comida, techo y protección –resumió.
No me gustaban los resúmenes, era la clase de persona que quería detalles, relatos, podría escucharlo hablar durante horas solo de por qué había insistido en que me hospedara con él.
–Pero ¿de dónde han salido? Quiero decir ¿cómo se conocieron todos? –no pude reprimirme, necesitaba información.
Estaba acostumbrada a vivir rodeada de mujeres que me relataban su vida al completo sin siquiera conocerlas, me contaban sus historias y yo amaba escucharlas, sus problemas, inquietudes, pensamientos y desvaríos. Amaba la comunicación, y estar callada no era mi fuerte, tendía a rellenar los silencios como un defecto de fabrica.
–¿Te gusta hablar eh? –me sorprendió.
–Mucho –confesé, negar lo evidente me resultaba absurdo.
El sargento se quedó en silencio unos segundos, mientras cruzábamos lo que parecía ser una plaza, con un suelo de tierra fina, levantando polvo a cada paso que dábamos.
–Pensé que estarías asustada –rompió aquel silencio.
¿Asustada? Pero si me habían salvado la vida, más bien me encontraba emocionada y agradecida. Desde que se había quitado el pasamontañas me sentía más confiada, como si aquel gesto, poder ver su rostro, sus expresiones nos hubiera acercado.
–¿Por qué?
–Por todo lo que te ha pasado, por estar en un sitio nuevo, por irte a vivir con un hombre al que no conoces –enumeró aquellas frases, haciendo leves pausas entre unas y otras.
Había sentido miedo en aquel armario, pero era algo en lo que aún no me había parado a pensar, como si fuera un recuerdo bloqueado.
Los sitios nuevos no me daban miedo, más bien me emocionaba, aquello era sinónimo de gente nueva, de una vida nueva, yo quería algo así, lo había anhelado durante mucho tiempo, empezar de cero.
Mi vida en el internado no era mala, pero quizás todos los libros que había leído me incitaban o más bien infundían pensamientos en mi que me gritaban que aquella vida no me pertenecía, como un cuerpo que nace en un sitio que no es el suyo, cada célula de mi cuerpo pertenecía a la aventura, hacer galletas en el internado no estaba mal, pero sentía que faltaba algo más.
–No me das miedo, solo me incomodas –hablé sin pararme a pensar en mis palabras.
Einar paró en seco, mirándome con las cejas alzadas, con sus labios rectos, pero en sus ojos parecía verse la diversión, era un tipo bastante raro en lo que a expresiones faciales respectaba.
–No es nada personal –aclaré de inmediato–, simplemente eres un hombre.
–¿Y te incomodan los hombres? –podía palpar la incredulidad en su tono.
–Si, pero supongo que será algo temporal, en cuanto me acostumbre a tu presencia intuyo que se me quitara –esperaba que sucediera de ese modo.
Einar asintió y continuó su marcha.
No sabía si lo había dejado sin palabras o simplemente no era un hombre que tuviera muchas que decir.
No tardamos mucho en llegar a una zona poblada con pequeñas casas de una sola planta, pintadas de color verde militar, decoradas con puertas que parecían forjadas con acero.
–Es aquí –señaló la última de ellas, pegada justo a lo que parecía ser un gran pabellón–. Eso de ahí es el comedor y justo encima el dormitorio de chicos, enfrente está el de las chicas –señaló detrás mía haciéndome girar.
Abrió la puerta simplemente girando el pomo de esta.
–Pasa –indicó echándose a un lado.
Me adentré en la casa pasando a escasos centímetros de su cuerpo, su aroma se deslizó por mis fosas nasales, olía a tierra, a asfalto, a un poco de gasolina y a lo que parecía ser tabaco, aunque no estaba muy segura, hacía años que no lo olía, en el internado estaba prohibidísimo.
Nada más entrar había una pequeña cocina comedor seguida de un pasillo.
–El desayuno suele ser aquí, pero los días que yo no esté irás a desayunar al comedor con el resto de tus compañeros –informó dejándome pensativa ¿Qué comerían aquí para desayunar?–. La casa es pequeña pero tiene lo básico y necesario.
–Es perfecta –susurré mirándola con detalle, ya me había visto en aquella mesa vieja del comedor desayunando todas las mañanas, leyendo algún libro o simplemente observando a mi alrededor con tranquilidad.
Mariposas revoloteaban por mi estómago.
–Ven –comenzó a andar en dirección a aquel estrecho pasillo–. Esta será tu habitación –se detuvo enfrente de una puerta de madera, con varías líneas marcadas en ella, como si la hubieran marcado con un cuchillo.
Abrió la puerta echándose a un lado.
–El colchón es un poco incómodo pero al final te acabas acostumbrando.
–Estoy acostumbrada a los bancos de la parroquia –resté importancia a ese detalle, era una persona bastante maleable, no tenía problemas a la hora de adaptarme, por muy adversas que fueran las circunstancias, tal y como lo habían sido– seguro que es más cómodo.
–Al fondo del pasillo está el baño –habló mientras salía de la habitación, encaminado en dicha dirección–. Ducha, lavabo y retrete –mencionó señalando los componentes de aquel estrecho cubículo.
¿Una ducha para mi sola? Quise chillar de emoción y abrazar a aquel desconocido, pero me contuve.
–Hay agua caliente pero no mucha, ya sé que viene el frío, pero es lo que hay, si es demasiado fría para ti puedes calentarte agua en el fogón.
Se me hacía tan raro la forma que tenía de presentarmelo todo, parecía dispuesto a recibir quejas por mi parte.
–No, está bien así –negué con mi cabeza–. Es perfecto así, con tener una ducha para mi sola me conformo –le regalé una amplia sonrisa que pareció iluminarle los ojos.
–Bien –cortó aquel momento de inmediato casi desapareciendo por el pasillo.
–¿Y tú?¿Cúal es tu habitación? –alcé mi voz aun desde la puerta del baño.
–Estoy enfrente tuya –señaló una puerta de madera tan roída como la mía–. Yo no entro en tu habitación ni tu a la mía, si necesitas algo llamas a la puerta ¿De acuerdo? –aclaró.
Einar parecía ser una persona seria, y su registro de voz hasta ahora había sido siempre el mismo, inexpresivo.
–De acuerdo –asentí aun en la puerta del baño.
–Es tarde, deberías dormir, mañana temprano te llevaré a la formación, allí conocerás a tus compañeras. A las siete en pie, no llego tarde a ningún lado, si no estás lista a la hora te quedas aquí –abrió la puerta de su habitación–. Tendrás ropa para poder cambiarte mañana por la mañana –se adentró en ella, pero continuó hablando–. Y si quieres bañarte ahora –volvió a aparecer con un pequeño montón de prendas en su mano–. Puedes usar esto mientras –ofreció dichas prendas, las cuales me apresuré a coger.
Eran todas de un color azul marino, de algodón me atrevería a decir, podía sentir su suavidad en las palmas de mis manos.
Mientras apreciaba aquellas prendas me percaté de que Einar estaba a punto de salir de la casa ¿Me dejaría sola?
–¿A dónde vas? –conseguí que me escuchara antes de cerrar la puerta.
–Tengo que salir a por unas cosas, duchate y duérmete, mañana será un día largo, si pasa algo ya sabes donde esta Kaitlin.
Asentí en respuesta dejando que abandonara la casa de un portazo, sobresaltándome.
Un hormigueo se instaló en mi estómago, estaba sola allí.
Me metí corriendo en el baño con el corazón acelerado, no sabía por qué, pero me inquietaba la soledad absoluta, no estaba acostumbrada a ella, siempre había una hermana a mi lado o en la habitación contigua y con eso me bastaba.
Me aseguré de que la puerta del baño estuviera bien cerrada y procedí a desvestirme.
La rigidez de la ropa del internado rozaba mi piel, picaba horrores, sentí alivio cuando me deshice de ellas.
El espejo del baño se encontraba demasiado alto, por lo que solo alcanzaba a ver mi rostro en él.
Comencé a desenroscar las vendas que escondían mi pecho, la hermana Claudia me obligaba a ponerlas, decía que tenía un cuerpo demasiado obsceno, que debía ocultarlo o conocería la furia de Dios, según ella, por chicas como yo es que existía la depravación en el mundo.
Yo nunca había entendido aquellas palabras, era una chica delgada con un pecho quizás demasiado desarrollado para mi complexión pero, no era algo que yo hubiese elegido, no estaba en mi mano elegir mi cuerpo, por eso nunca llegué a comprender su enfado hacia mi.
El momento de las duchas siempre me causaban estragos, que las hermanas me miraran y comentaran acerca de lo que tenía o no siempre era algo que colocaba un malestar inexplicable en mi cuerpo, la vergüenza siempre me comía y me enfurecía por ello.
Sentí una gran descompresión cuando dejé las vendas caer, estaba obligada a llevarlas pero eso no quitaba que se sintieran infernales.
Me metí corriendo en la ducha cuando el frío comenzó a azotar mi cuerpo.
El agua, como bien había dicho Einar, estaba helada, pero al menos había algo con lo que poder asearme, en aquella pequeña parroquia no contábamos con aquel lujo.
Froté mi cuerpo con rapidez, haciendo espuma con una pastilla de jabón que había en una de las esquinas, enjabone mi pelo dando un ligero masaje, dejando que la relajación, que un sitio seguro te proporcionaba, me abrazase.
Envolví mi cuerpo en una de las toallas que encontré, secándolo con rapidez. Peine mi cabello con las manos, dejándolo lo mejor colocado que pude y procedí a vestirme.
Aquellas suaves prendas desprendían un olor exquisito, reconfortante, sentía que podía estar oliéndolas toda una vida y no me cansaría. Las coloqué sobre mi cuerpo, me quedaban excesivamente grandes, pero estaba acostumbrada a llevar aquel estilo de ropa, la madre superiora no quería que se marcara ni una sola curva de nuestro cuerpo.
No me coloqué las vendas de nuevo, principalmente porque olían a demonio encendido y segundo porque estando sola no veía la necesidad de cubrirme.
Salí del baño con el pelo envuelto en una toalla y me adentré directamente en la que era mi nueva habitación.
Hacía años que no tenía una habitación para mi sola, ni siquiera recuerdo cómo era dormir sin compañía ¿me costaría coger el sueño?¿o caería rendida nada más poner mi cuerpo en aquella cama?
Dios mío, una cama, qué ganas.
Quité la toalla que envolvía mi pelo, colgándola en el pomo de la puerta con el propósito de que se secara.
Observé la habitación detenidamente, había una ventana, una estantería vacía y la ya mencionada cama, nada más, suficiente para mi.
No pude evitar fantasear con aquella estantería, lo bonita que se vería llena de libros, de historias fantásticas.
Deseaba que alguien allí tuviera algún libro para prestarme, y entonces caí en la cuenta de que sería la primera vez que leería una historia sin censura. La hermana Claudia era la encargada de inspeccionar nuestros libros y antes de que pudiéramos leerlos arrancaba las páginas que ella consideraba inadecuadas para la lectura.
Al fin podría leer un libro al completo sin dejar cabos sueltos o escenas y conversaciones inconclusas.
Me dejé caer sobre el colchón, fantaseando con aquella nueva vida, especulando sobre lo que podría suceder mañana, inventando las múltiples conversaciones que mantendría, y poco a poco, entre ilusiones y sueños, me quedé dormida.
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Muchas gracias por leer 💜💜💜
Love u Sinners ❤️❤️❤️
Pd: Einar Caiger vibes ✨
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