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Capítulo 8: Celeste

A raíz de la llegada de Ingrid a su vida, los fines de semana de Celeste comenzaron a sentirse eternos en la espera de cada lunes. Desde entonces, cada borrachera de sus padres, cada batalla campal en la sala y cada visita al hospital para enmendar alguna herida de don Marco Antonio o doña Josefina, se convirtieron en eventos sin relevancia; en algo así como ruido de fondo que no lograba sacarla de su propia mente.

Desde que se levantaba los sábados por la mañana, Celeste no hacía otra cosa que pensar en Ingrid; a veces, se la pasaba recordando los entrenamientos, las indicaciones de su compañera, sus palabras de aliento cuando las cosas no salían bien. Otras veces eran fantasías que no tenían nada que ver con una cancha o un balón, sino con la playa, el cine, o una cena. Celeste no tardó mucho en descubrir que cualquier escenario le parecía perfecto siempre y cuando Ingrid fuese parte de él.

Al terminar el quinto semestre, Celeste temía no sobrevivir a las vacaciones de Navidad. Esas eran ocasiones especialmente malas en las que ella y sus hermanos pasaban días enteros limpiando la casa y ayudando a preparar una gran cena para recibir al resto de su familia en Nochebuena: los dos hermanos menores de su papá, con sus respectivas esposas e hijos, la hermana mayor de su mamá, con su esposo y sus hijos, y los abuelos tanto paternos como maternos. Todo, para que al final de la noche, invariablemente, alguien terminase peleando con alguien más.

Celeste odiaba tanto la Navidad, que su apodo durante todo el mes de diciembre era: Grinch. Ese diciembre Celeste había estado de tan buen humor, que sus hermanos estaban gratamente sorprendidos, aunque un tanto escépticos respecto a cuánto tiempo le duraría. Cuando alguien le preguntaba a qué se debía tanta sonrisa y tan buena disposición, ella respondía que era porque le había ido especialmente bien en la escuela ese semestre.

Era verdad, el semestre había acabado muy bien: seguía en el cuadro de honor sin tener que haberse quemado las pestañas para estudiar, eso lo habían hecho sus peones habituales; además, el equipo de voleibol había quedado en segundo lugar del torneo de preparatorias públicas; pero lo que en realidad le gustaba presumir era que el equipo de futbol había llegado a los octavos de final del torneo. Tanto ella como sus compañeras estaban contentas porque habían acabado en mejor posición de la tabla que nunca antes; todas se habían ido de vacaciones con la esperanza de que el sexto sería su semestre, su gran oportunidad de acabar bien sus años de futbol. Varias de sus compañeras se irían a estudiar alguna carrera técnica, mientras que otras comenzarían a trabajar después del bachillerato; y más de una tenía planes de casarse a pocos meses de la graduación.

Ninguna de ellas tenía planes de continuar jugando después de terminar el sexto semestre y eso las motivaba a soñar en grande para el siguiente torneo.

Esa era la misma motivación que impulsaba a Celeste. Aunque aún no sabía lo que haría con su vida, estaba consciente de que una licenciatura no sería lo mismo que el bachillerato; aunque sus calificaciones de cuadro de honor le facilitarían la aceptación en cualquier universidad pública de la ciudad, ella sabía muy bien que no podría aprobar el examen de admisión de ninguna. Y aún si una intervención divina le ayudaba a pasarlo, ¿qué haría después? No sobreviviría ni al primer semestre sin la ayuda de su ejército de nerds. A diferencia de Ingrid, ella sabía a la perfección que el futbol, la fama y su reinado como emperatriz de la belleza, se acabarían en junio.

A Celeste le aturdía la incertidumbre de lo que vendría después, pero ver a su hermano Reinaldo triunfar a pesar de las circunstancias, le ayudaba a creer que la vida no se acabaría al terminarse la escuela. Reinaldo era su héroe, su ejemplo a seguir y ella estaba segura de que él no la abandonaría.

—Sí sabes que una carrera no tiene que ser larga, ni costosa, ni de un área que odias, ¿verdad? —le había preguntado Ingrid en una ocasión, mientras comían sentadas a orillas de una de las canchas, mirando a las alumnas de folclore practicar su presentación de cierre escolar.

Celeste, que nunca había pensado ninguna de esas cosas, se había quedado en silencio.

—Podrías estudiar una licenciatura en Terapia Física —había continuado Ingrid—, pero si te parece que cuatro años son una eternidad, podrías estudiar un TSU en lo mismo, y así en dos años ya podrías ayudar a la rehabilitación física de deportistas. O podrías ser maestra de educación física, como el profe.

—¿Y convertirme en una multifuncional? —había respondido ella, burlándose, aunque por dentro sentía que su mundo comenzaba a abrirse a posibilidades que jamás había considerado.

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Sumergida en sus recuerdos mientras limpiaba la mesa del comedor, Celeste había estado sonriendo por varios minutos sin darse cuenta.

—¿Cómo se llama? —le preguntó Nayeli, su hermana menor, quien había estado muy pendiente del tema del amor desde que había cumplido los doce años, unas semanas atrás, y creía ver señales de romanticismo por todos lados.

Celeste entendió la pregunta a la perfección, pero optó por fingir que no.

—¿De qué hablas, loquita?

—Esa sonrisa es de amor —respondió Nayeli, con convicción absoluta—. Y quiero saber cómo se llama el afortunado.

—¿Eso crees? ¿Que solamente un hombre podría hacer que una mujer sonría de ese modo? —Celeste dejó de limpiar la mesa y se cruzó de brazos—. Pues para tu información, estaba pensando en el torneo de futbol del próximo semestre.

Nayeli suspiró y siguió su camino hacia la cocina mientras movía la cabeza de un lado a otro.

—En esta familia nadie es normal —decía mientras se alejaba, exasperada.

Celeste se rió, pensando en lo bonitos que eran esos años del inicio de la adolescencia, cuando la vida era más simple y uno no tenía preocupaciones. Cuando ella tenía doce años, sus papás aún parecían felices. Las borracheras, los gritos y las peleas eran tan escasas, que podía recordar muy pocas; quizás tres, una de las cuales, había sido la ocasión en la que su papá le había desgraciado la rodilla a Reinaldo. Una tristeza descomunal le invadió al entender que Nayeli, Claudia y Martín no tenían la clase de niñez que ella y Reinaldo habían disfrutado. Quizás Reinaldo era el más afortunado de los cinco, cuando era él pequeño, sus padres aún eran jóvenes, tenían sueños y esperanzas, apenas estaban en proceso de vivir las cosas que más tarde se convertirían en los rencores que ahora se reclamaban a golpes.

«Yo no voy a darle esa clase de vida a mis hijos», pensó Celeste, aunque nunca antes se había imaginado teniendo familia. «No haber estudiado es el pesar más grande que tiene mi mamá», reflexionó, y entonces, casi sin darse cuenta, decidió que después de la fiesta de Año Nuevo, hablaría con Reinaldo para pedirle que le ayudara a pagar una carrera técnica.

Ahora que había descubierto que no quería cometer los mismos errores que su mamá, necesitaría del apoyo de su hermano más que nunca, pues su papá era tan machista, que era más probable que la mandara a casarse en lugar de estar perdiendo el tiempo; y presentía que su mamá, en su rencor infinito con la vida, jamás estaría dispuesta a pelear con don Marco Antonio por un tema tan absurdo como la educación superior de su hija.

La mañana del 24 de diciembre, la casa estaba hecha un caos; todo mundo tenía un rol a desempeñar en los preparativos para la cena, pero además, tenían que soportar a las tías políticas mientras éstas antagonizaban a doña Josefina y su hermana en cada decisión que tomaban. Celeste no tardó mucho en retirarse al espacio de su mente en el que vivía Ingrid, y pronto se olvidó de todo lo que estaba sucediendo a su alrededor.

Un poco antes del mediodía, recibió un mensaje de texto de Ricardo. «Sé que estás ocupada pero, ¿puedes salir un rato? Estoy en la puerta».

Celeste no le dijo nada a nadie, salió a la calle, saludó a Ricardo con un beso en la mejilla y lo invitó a sentarse en la acera del vecino, que por fallas en el reglamento municipal de construcción, era cuatro o cinco veces más alta que la de su casa.

—¿Cómo estás? —preguntó Ricardo, contento de verla, entregándole una cajita envuelta con papel navideño—. ¡Feliz Navidad!

—Gracias —Celeste le dio otro beso en la mejilla—. No te compré nada.

—No te preocupes —respondió él.

Esa interacción había sido más o menos la misma por tres año consecutivos: Ricardo siempre se aparecía en la mañana con un regalo muy caro. Celeste sospechaba que su amigo se pasaba el semestre entero ahorrando el dinero que le daban sus papás para transporte y comida.

En cada ocasión, su amigo había atinado a darle algo que ella había estado deseando mucho y ella nunca se explicaba cómo lo hacía.

—¿Está bien si lo abro después? —Preguntó, sabiendo de antemano la respuesta.

—Claro que sí —respondió él, con la sonrisa de quien sabe que está dando el regalo preciso y no necesita ver la reacción de la persona para comprobarlo.

Después de unos minutos de conversación sobre las vacaciones y otros más sobre sus esperanzas para el siguiente semestre, Celeste le preguntó a Ricardo cuales eran sus planes para el futuro, un tema que nunca antes habían tocado.

—Voy a estudiar «Ciencias de la comunicación» —respondió él, bajando la cabeza, como intentando ocultar el gusto que le ocasionaba pensar en ello.

—¿En escuela privada? —preguntó Celeste.

—Sí, fuimos a una entrevista con la encargada de admisiones y nos dijo que podíamos solicitar una beca que cubriera hasta el 40% de la colegiatura, y ya con eso mis papás pueden pagar mi carrera.

—¡Felicidades! —dijo Celeste, sintiendo una lejanía que nunca antes había experimentado. En cuestión de unos minutos, sintió que Ricardo se había ido a millones de años luz de ella.

—Aún no me aceptan —se apresuró él a aclarar—, el examen de admisión es en abril. Además, tengo que aprobarlo con un puntaje bastante alto para que me den la beca en el primer semestre y mantener un buen promedio en los siguientes para que no me la quiten.

—No tengo duda de que vas a pasarlo sin problemas y te van a dar la beca —le aseguró ella, contenta de que su amigo tuviera claro lo que quería para el futuro, pero sintiéndose en total desventaja respecto al suyo.

—Gracias. Significa mucho para mí que lo digas —dijo Ricardo.

Ambos guardaron silencio, Celeste lo imaginó graduándose, siendo un comunicólogo exitoso, fuera lo que fuese que eso significaba.

—¿Y tú? —preguntó él, regresándola a la conversación—. ¿Qué vas a hacer?

—No estoy segura... quizás estudiar terapia física, rehabilitación del deporte o algo parecido.

—¿De verdad? —Ricardo se emocionó—. Te iría muy bien en una carrera así porque conoces las exigencias físicas del deporte; además, comprendes la psicología del jugador, su terquedad y sus limitaciones.

El corazón de Celeste se aceleró al escuchar a su amigo hablar de ese modo. Era verdad, ella sabía todas esas cosas, pero nunca nadie le había dicho que ella poseía conocimiento, mucho menos que poseía conocimiento que le sería útil en el futuro.

—¿Crees que me iría bien? —Preguntó Celeste, con una inseguridad que pocas veces permitía que otros vieran. Solamente su familia conocía ese lado suyo tan vulnerable.

—Por supuesto —aseguró Ricardo con la pasión característica que usaba siempre que hablaban de ella—. Tú puedes lograr lo que sea que te propongas.

Y ahí fue en donde arruinó las cosas, aplastando cualquier argumento que viniera después. Celeste recordó innumerables conversaciones en las que Ricardo le echaba flores a todo lo que ella hacía y decía, siempre perdiendo la objetividad. Celeste suspiró, regresando a su estado natural: ese en el que dudaba de sus propias capacidades.

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Horas después de que se marchara Ricardo, llegó Israel a verla. Se sentaron en la acera del vecino y platicaron un rato. Después de unos minutos, Israel le entregó una cajetilla de cigarros.

—Feliz Navidad —dijo él, con tono seco que rayaba en lo despectivo.

Celeste frunció el ceño y examinó la cajetilla. Con Israel nunca podía estar segura de lo que encontraría al abrir uno de sus regalos. Levantó la solapa de la cajetilla y vació el contenido en su mano izquierda. Eran decenas de grullas de origami hechas con papel plateado. A Celeste le pareció detectar un olor a menta en las grullas, lo que le hizo recordar que Israel siempre masticaba un chicle de ese sabor después de fumar un cigarro.

—Son 120 grullas —dijo él—, una por cada vez que no comimos juntos el semestre pasado.

Ahí estaba una vez más el sello personal de Israel: darle un detalle bonito y arruinarlo acompañándolo de una máxima pasivo-agresiva; diciendo algo que podría haber sido romántico, de no ser claro, por todas las implicaciones negativas escondidas. Ella no necesitaba que él le explicara más, entendía que cada vez que no comieron juntos, él se había fumado un cigarro, luego se había metido un chicle de menta a la boca y había armado una grulla de origami con la envoltura.

—Gracias —dijo, y no tuvo más palabras para él. Nunca las tenía cuando él hacía estas cosas, del mismo modo que nunca tenía un regalo para darle.

Platicaron un poco más, y después Celeste decidió contarle sus planes para el futuro.

—¿Eso quieres hacer con tu vida? —Preguntó él, pegando una carcajada.

Ella no supo qué decir, así que no dijo nada. Tampoco esa reacción le sorprendió en absoluto: ella sabía que siempre obtendría una respuesta brutalmente honesta de Israel, porque él la veía con más objetividad que Ricardo.

Maestra, ve tu estatura... ¿cuánto mides? —preguntó con su característico tono burlón—, ¿como uno-cincuenta?

—Uno-cincuenta y dos —dijo ella, muy seria.

Israel se puso de pie.

—¡Mírame! —dijo, para efecto dramático aunque ella ya lo estaba mirando—. Yo mido uno-setenta y cinco, y peso ochenta kilos. ¿Crees que podrías ayudarme a rehabilitar mis piernas si sufro un accidente? ¿Con qué fuerza vas a cargar estas cosas? —Israel se pegó en el muslo, para mostrarle lo grande que era. Luego levantó la pierna y la puso sobre el regazo de Celeste—. Aquí me voy a quedar para ver cuánto tiempo aguantas.

Celeste empujo la pierna de su amigo, enojada y un tanto ofendida; enojada con él, por hacerle ver algo que ella no había considerado, y ofendida con Ingrid y con Ricardo por haberle hecho creer que tenía un futuro en esa área de estudios, cuando era evidente que no era así.

Después de la visita de Israel, Celeste estaba convencida de que su noche no mejoraría. La fiesta de Navidad aún no había empezado, pero los gritos entre su mamá y las tías ya estaban escalando a grados bastante incómodos.

Era cierto, su noche sería terrible, pero Celeste no tenía idea de cuánto. Esa noche, su papá le faltaría al respeto a Rubí, la novia de Reinaldo, frente a todos y acabarían peleándose a golpes.

Esa sería la noche en la que Reinaldo por fin se marcharía de la casa para irse a vivir con su novia.

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