Capítulo 6: Celeste
Cuando Celeste entró a su casa, su mamá estaba instalada en el sofá, viendo la telenovela de las ocho de la noche. Por un instante, pensó que sería recibida con el reclamo clásico de una mamá preocupada porque desconocía el paradero de alguno de sus hijos, pero no fue así. «¿Cómo crees?» se preguntó a sí misma, riéndose para sus adentros. A su mamá le daba completamente igual el paradero de sus hijos; tampoco le importaba mucho si habían hecho la tarea, si habían comido o si se habían bañado. Por regla general, el que llevaba cuenta de esos quehaceres hogareños era Reinaldo, su hermano mayor.
—¿En dónde andabas, vaga? —preguntó él, al verla entrar a la habitación que compartía con sus dos hermanas menores; pero al verla aún en uniforme y zapatos deportivos, un aire de orgullo le llenó el pecho—. No sabía que tenías partido hoy.
—Estaba entrenando.
—¿Hasta ahorita? —Reinaldo miró su reloj; el mismo que había llevado en la muñeca izquierda desde los 13 años, cuando su papá se lo dio de regalo de cumpleaños.
—Sí, era entrenamiento privado con Ingrid —Celeste miró hacia la sala para cerciorarse de que la atención de su mamá todavía estuviera en el televisor. Así era, pero a pesar de ello, decidió continuar caminando hacia su habitación antes de terminar su frase.
Reinaldo la siguió y empujó la puerta, sin cerrarla del todo.
—Le propuse que me enseñe a entender sus jugadas. Creo que podría ser la solución a todos mis problemas.
—Si te adaptas a ella ya no corres peligro de que te saquen del equipo —dijo Reinaldo, más para sí mismo que para su hermana.
—También podría ser la solución a todos sus problemas —comenzó a decir, dejando su mochila a un lado, quitándose los zapatos, comenzando a buscar ropa limpia en sus cajones—. Hoy el profe le dijo que si no lograba adaptarse, la mandaría a la banca.
—¡Cómo si pudiera darse el lujo! —se burló Reinaldo.
—Parecía que iba en serio: se le notaba muy frustrado y mis compañeras con sus paranoias y sus profecías apocalípticas, no ayudaban en nada.
—Pero cuánta falta de visión —respondió Reinaldo, a quien siempre le había frustrado la incompetencia de otros, sin importar el campo en el que se desenvolvieran.
En sus épocas de secundaria y bachillerato, Reinaldo había sido un deportista talentoso; uno de esos que podía darse el lujo de soñar con llegar a ser profesional, porque probablemente lo sería. Al igual que su hermana, sobresalía en cualquier cosa que involucrase un balón: fue capitán del equipo de futbol rápido por dos años seguidos y fue jugador esencial en el equipo de baloncesto; pero el deporte en el que hacía magia, era el voleibol. Fue una verdadera lástima el día en que, por meterse a defender a su mamá de una golpiza que su papá le estaba propinando, éste le rompió la rodilla izquierda casi sin darse cuenta. Ese día, el futuro de Reinaldo se fue al caño, y con él, sus ganas de meterse en los pleitos maritales de sus papás.
A finales de ese mismo ciclo escolar, después de graduarse del CBF No.1, consiguió trabajo como maletero en un hotel; o bellboy, claro, porque todos los conceptos hoteleros se manejan en inglés en Cancún. A pocas semanas de haber comenzado en ese puesto, el gerente de recepción se acercó a él y le sugirió que se diera a la tarea de estudiar idiomas, prometiéndole que, de seguir haciendo bien las cosas, podría escalar la intrincada jerarquía hotelera y aspirar a ser gerente de recepción algún día.
Reinaldo, que había odiado con toda su alma cada instante que tuvo que pasar en clases de inglés durante sus épocas estudiantiles, se hizo el firme propósito de conquistar la cima de esa montaña, con la misma convicción de quien se propone escalar el Everest. Con su sueldo raquítico y sus propinas comenzó a pagarse el primer curso privado de inglés. En pocas semanas descubrió que podía disfrutar del aprendizaje de un idioma cuando el método de enseñanza era competente.
Al alcanzar el sexto, y último nivel de su escuela de inglés, ya hablaba con fluidez, con un acento apenas perceptible y con una gramática casi impecable. Habían pasado dieciocho meses, para entonces, había subido de puesto al área de reservaciones y ya tenía en la mira el siguiente peldaño a escalar: ayudante administrativo.
Con su nuevo sueldo, Reinaldo podía darse el lujo de pagar las costosas clases de francés que comenzó a tomar apenas se graduó del curso de inglés y además le sobraba de su quincena para aportar a la economía del hogar y también para ahorrar unos centavos al mes. El francés logró dominarlo en cosa de seis meses, pero siguió estudiándolo hasta terminar todos los niveles de la Alianza Francesa. Para cuando se graduó de su curso, ya era ayudante administrativo.
A sus veintiún años de edad, Reinaldo era trilingüe, tenía un puesto bien pagado y era un empleado modelo. De haberlo elegido, pudo haberse salido de casa de sus padres sin tener que pensarlo dos veces; no le hacían falta ganas, menos todavía cuando comenzó a salir con Rubí —una de sus compañeras de la recepción— pero cada vez que la idea le venía a la mente, le invadía un sentimiento de culpa bastante contundente: ¿cómo podía siquiera considerar dejar a sus cuatro hermanos menores a merced de sus padres?
«Algún día tendrás que hacerlo», le decía Rubí, cuando intentaba convencerlo de que se mudaran juntos a un departamento, a lo que él siempre tenía la misma respuesta: «pero todavía no».
Reinaldo se sentía más realizado y exitoso de lo que él mismo había pensado que llegaría a ser, tenía un gran futuro en la hotelería, y Cancún era, en el sentido más literal de la expresión: un paraíso de posibilidades. Sin embargo, cada vez que alcanzaba a ver de reojo la transmisión de un partido de futbol, baloncesto o voleibol, una punzada le atravesaba el corazón y le encendía las entrañas con un fuego que él tenía que apaciguar antes de que le consumiera entero.
Desde que Celeste había entrado al bachillerato, él había vivido a través de ella: siempre al pendiente de sus entrenamientos, de sus avances o desaciertos, siempre listo para darle consejos o para comprarle cualquier pieza de equipo que le hiciera falta; sin embargo, nunca había tenido el valor —aunque él decía «el tiempo»— para asistir a uno solo de sus partidos. La llegada de Ingrid Mendoza le emocionó tanto como a su hermana; el temor de que la estrella de «Las galácticas» la reemplazara en su posición en el equipo, le preocupó tanto como a ella y también le quitó el sueño por una semana.
La noticia de que Celeste estaría entrenándose con Ingrid todas las tardes le hizo sentir un orgullo muy peculiar, porque significaba que su hermana se tomaba en serio el deporte, quizás casi tanto como él. Entonces, más que nunca, quiso ser el pilar sobre el cual ella pudiera apoyarse. En silencio, se hizo el firme propósito de asegurarse de que a Celeste no le faltara nada.
—Si vas a estar llegando hasta esta hora vas a tener que llevarte cosas para comer —comenzó a decirle—. Voy a ir a comprarte barras de granola... podría averiguar si hay suplementos alimenticios apropiados para tu edad...
—¡Cálmate! —interrumpió Celeste, que ya conocía los grandes esquemas que salían de la mente de su hermano cuando era presa de la emoción—. Primero veamos cómo me va y cuánto tiempo me durará el gusto.
—Nomás no vayas a estar tomando bebidas energéticas, ¿okay? —Reinaldo podía llegar a sonar más autoritario y aprensivo que sus padres.
—Lo sé —respondió Celeste fingiendo hastío, pero agradecida de tener un hermano mayor que la quería y la cuidaba cuando nadie más lo hacía—. ¡Ya déjame! Tengo que bañarme —dijo, y comenzó a empujarlo fuera de la habitación.
Reinaldo se marchó haciendo notas mentales de las compras que debía hacer si el entrenamiento vespertino de Celeste se volvía cosa habitual.
La siguiente semana, Celeste se quedó a entrenar con Ingrid todas las tardes después de la práctica regular. Y aunque no funcionaron a la perfección en el siguiente partido, el avance en su comunicación era innegable. Juntas, lograron concretar varias jugadas importantes y el juego se empató a un gol. Por primera vez desde el inicio de la temporada, los ánimos en los vestidores se sintieron menos tensos.
La segunda semana de los entrenamientos privados, tanto Israel como Ricardo comenzaron a cuestionar que Celeste estuviera de mejor humor que de costumbre, pero ella se limitaba a sonreír y contestar que no sabía de qué estaban hablando; la tercera, se mostraron ofendidos de que ella los abandonase a la hora del almuerzo para ir a la cafetería en busca de Ingrid.
Una de esas tardes, Israel le hizo un desplante que tenía toda la pinta de ser un arranque de celos.
—¿A dónde con tanta prisa? —dijo en volumen bastante alto, lo suficiente para que todo el salón escuchara y le prestase atención—. ¿A ver a tu novia?
Todos voltearon hacia Celeste. Ella sintió las miradas sin tener que ver directamente a ninguno de sus compañeros, después de todo, era especialista en notarlas sin tener que delatarse en el proceso. Sus ojos se clavaron en Israel únicamente.
—Sí —respondió ella, y sonrió. Esa era una sonrisa que ella había ensayado muchísimas veces frente al espejo hasta que alcanzó la perfección; era una que parecía perfectamente natural y hasta un tanto atrevida, pero que en realidad era forzada y ocultaba verdadera furia detrás.
Israel se quedó helado. Era evidentemente no estaba preparado para una respuesta de ese calibre y ahora no sabía qué decir. Celeste estaba tan satisfecha con los resultados, que incluso se atrevió a levantar una ceja, retándolo a que dijera algo más. Al no obtener reacción, se dio vuelta y se marchó, contoneándose cual modelo en pasarela.
Mientras caminaba hacia la cafetería, Celeste se divertía repasando la escena en su mente; sabía que su actitud había aniquilado el veneno de la acusación de Israel y lo había desarmado, algo que había aprendido a hacer a corta edad, gracias a las instrucciones sabias y precisas de Reinaldo.
«Mi novia» se rió para sí misma «pinche Israel pendejo» la última palabra la pensó con una entonación especialmente iracunda.
Antes de llegar a la cafetería, escuchó la voz de Ingrid en la distancia, viniendo de una de las canchas de futbol rápido más cercanas. Al voltear en esa dirección, descubrió que su amiga estaba gritándoles instrucciones a los integrantes de un equipo improvisado para la cascarita del descanso. Ingrid se emocionaba como si estuviera viendo un partido oficial de la selección nacional: celebrando cada pase bien realizado y gritando como una verdadera loca cuando, por fin, consiguieron anotar un gol.
Ese día, Ingrid llevaba el cabello suelto, sus colochos color marrón le caían en la cara y se alborotaban con cada brinco enjundioso que pegaba mientras animaba a su equipo. Con movimientos inconscientes, se acomodaba el cabello indomable sin dejar de prestar atención al partido. Celeste se quedó inmóvil en el camino que conducía de la cafetería a la cancha. Estaba hipnotizada mirando a Ingrid; cada gesto suyo, por mundano que fuese, le parecía sensual y bello.
Casi como si hubiera sentido su mirada insistente, Ingrid volteó hacia ella y al descubrirla ahí parada, sonrió, la saludó con la mano y después de haberle gritado unas últimas instrucciones al equipo que apoyaba, corrió hacia ella. Sus ojos cafés parecían encendidos con un brillo especial, quizás era el efecto que el futbol tenía en ella, quizás era la satisfacción de los avances que estaban logrando juntas, pero por un instante, Celeste pudo haber jurado que ese brillo surgió en el momento en que sus miradas se habían cruzado.
Ese fue el momento en que Celeste sintió verdadero miedo por primera vez en su vida: miedo de volverse adicta a ese brillo especial en los ojos de Ingrid y querer ser la razón que lo encendiese.
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