Capítulo 5: Ingrid
Ingrid entró al vestidor cuando todas sus compañeras se habían marchado. Se sentó en una banca, puso la cara entre las manos y dejó ir toda su frustración en un suspiro sonoro. ¿Qué seguía ahora? Estaba dando todo de sí, pero el equipo no entendía sus movimientos. ¿Qué más podía hacer?
—¿Por qué no le dijiste? —la voz de Celeste sonó casi de ultratumba a causa del eco.
—¡Qué susto acabas de pegarme! —Dijo Ingrid, sobresaltada, con la mano derecha en el pecho.
—¿Por qué permitiste que el profe te reclamara si sabes bien que lo que está pasando no es tu culpa? —continuó Celeste, aparentemente más preocupada por sus propias dudas que por casi haberla matado de un infarto—. Soy yo quien no entiende tus pases, quien llega tarde a las posiciones vacías, quien manda pases a la posición en la que estás, en lugar de predecir en dónde vas a estar unos segundos después.
—Porque tiene razón —Ingrid bajó la cara, moviendo la cabeza de un lado al otro—. Yo llegué a este equipo, soy yo quien tiene que adaptarse.
—No, Ingrid: nosotras nunca hemos ganado nada, tú eres la goleadora número uno de Cancún. Que tú te adaptes a nosotras no le va a ayudar a nadie; se supone que entrenamos para mejorar, no para retroceder.
Ingrid levantó la cara lentamente, tomándose el tiempo de mirar a Celeste de pies a cabeza, permitiéndose por primera vez, entender lo que todos veían en su compañera: una belleza casi sobrenatural. Eso, y que estaba desnuda debajo de la toalla que le rodeaba el cuerpo. Ingrid se reprendió mentalmente, no era momento de distraerse con fantasías; su futuro estaba en la balanza una vez más.
—¡Entréname, Ingrid! —la voz de Celeste sonó como una súplica, no como una orden—. ¡Enséñame a leerte!
Ingrid no podía creer lo que estaba escuchando. ¿En qué momento la Celeste de la mirada asesina se había convertido en esta chica que ahora le ofrecía ayuda desinteresada?
—¿Qué puedes perder? —insistió Celeste—. Si me adapto a ti, yo te ayudo a hacerle entender al profe que todas necesitamos aprender de ti; si no funciona, te bajas al nivel de los mortales y aquí no ha pasado nada.
Era una propuesta tentadora; ningún deportista que se tomase en serio podía dejar pasar la oportunidad de ayudar a su equipo a mejorar y ella no sería la excepción.
—¿Va en serio? —Preguntó Ingrid, guardando cierta cautela; intentando contener la emoción.
Celeste asintió.
—¿Cuándo quieres comenzar? —Ingrid sintió cómo una sonrisa se dibujaba en sus labios.
—Ahora mismo no tengo nada qué hacer —aseguró Celeste, encogiéndose de hombros.
—Pero ya te bañaste —la sonrisa de Ingrid se borró en un instante.
—Me puedo volver a bañar cuando terminemos.
—Ya te enfriaste —insistió Ingrid, para poner a prueba la convicción de su compañera.
—Hago calentamiento, ¿cuál es el problema? —respondió Celeste.
Aunque mantenía una fachada seria, Ingrid estaba aún más emocionada que antes; hacía mucho tiempo que no se topaba con alguien que tuviera tanta pasión por el futbol.
—¡Enséñame! —insistió Celeste.
Ingrid se puso de pie y corrió hacia la ventana. Se puso de puntillas para poder mirar hacia afuera, a ras de la tierra y el polvo. Todos se habían marchado, la cancha estaba vacía.
—Está bien —respondió, volteando hacia su compañera.
El rostro de Celeste se iluminó con una sonrisa enorme, sincera, bella. Sus ojos brillaron con una intensidad contagiosa.
—Deja me visto —Celeste dejó caer la toalla sin importarle que ella estuviese ahí.
Ingrid se atragantó con su propia saliva al descubrir el cuerpo tan hermoso que había estado escondido debajo de aquel pedazo de tela; se obligó a desviar la mirada y comenzó a pegarse en el pecho.
—¿Estás bien? —Celeste, completamente desnuda, se acercó para asistirla y darle unos golpecitos en la espalda.
—Sí, sí —respondió Ingrid, haciendo un esfuerzo sobrehumano por no mirar—. Se me fue la saliva por otro lado. Vístete, te espero en la cancha.
Ingrid salió a la cancha a toda velocidad, corrió por el balón, azotó los tachones sobre la tierra, intentando distraerse, tratando de pensar en cualquier otra cosa que no fuese esa piel pálida que se antojaba suave al tacto, esos senos pequeños, redondos y perfectos, con pezones de color rosa, esas piernas torneadas y fuertes; repitiéndose que lo último que necesitaba era complicarse la vida con una compañera de equipo que era evidentemente heterosexual.
Celeste salió de los vestidores, evidentemente emocionada, y comenzó a hacer ejercicios de calentamiento. Ingrid no podía dejar de mirarla, imaginando su cuerpo desnudo; era como si tuviera vista de rayos X y ésta atravesara la tela del uniforme.
Ingrid volvió a reprenderse mentalmente. Sacudió la cabeza y comenzó a hacer los ejercicios con ella.
Ponerse en movimiento le ayudó a distraer la mente. Unos minutos más tarde, Ingrid comenzó a explicarle a su compañera la lógica de su avance, ejemplificando las posibles posiciones a tomar de acuerdo con la formación del contrincante.
Mientras practicaban las luchas por el balón, Celeste pegaba su cuerpo al de ella, se empujaban; se tocaban mutuamente la cintura o las caderas; las piernas de ambas chocaban continuamente. No era la primera vez que una práctica le resultaba involuntariamente erótica, pero sí era la primera vez que le sucedía con una compañera que no estaba coqueteándole.
Ingrid tuvo que repetir varias veces para sus adentros, que Celeste estaba preocupada por el equipo, al igual que ella, al igual que el entrenador y era por eso que le había pedido que la entrenara. Después de un rato, Ingrid se sumergió tan profundamente en su misión de salvar al equipo, que por fin dejó de notar todo el contacto físico y logró concentrarse en transmitirle su conocimiento a su compañera.
El sol comenzó a ocultarse, dificultando la visibilidad, pero también llevándose el bochorno de la tarde, apaciguando un poco la temperatura. Para entonces, Celeste había practicado, sin saberlo, más de sesenta veces el mismo movimiento para desmarcarse de un oponente y así poder llegar a la posición en la que Ingrid la necesitaría para un pase.
Ingrid miró su reloj y decidió dar por terminada la práctica.
—¡Qué poquito me duraste! —Dijo Celeste, sonriendo, mientras caminaba hacia la portería para recoger su termo de agua.
—¿Poquito? —Ingrid también se acercó a buscar el suyo—. ¡Son casi las siete de la noche! Me sorprende que no te hayas desmayado. ¿A qué hora comiste?
—Al mediodía.
—Yo también y me estoy muriendo de hambre; vamos por nuestras cosas y te llevo a comer las mejores hamburguesas de Cancún.
—¿Y no nos vamos a bañar?
—No —Ingrid la tomó del brazo para apresurarla—. Vamos, te van a gustar.
—Se me va a llenar la cara de acné —aseguró Celeste mientras bajaban los escalones.
—No seas aguafiestas —respondió Ingrid mientras ambas recogían sus mochilas y se marchaban así: con el uniforme del equipo y los zapatos deportivos.
Mientras caminaban hacia la salida de la escuela, Celeste seguía quejándose de estar vestida así en contra de su voluntad.
—Ese es mi carro —dijo Ingrid, señalando un Golf negro que estaba estacionado en el camellón que dividía las dos vías de la Avenida Chichén-Itzá.
—Muy lindo —Celeste subió, volteando hacia varios rincones del auto—. ¿Es nuevo?
—No, me lo dieron cuando comencé la prepa —Ingrid encendió el motor, y entonces comenzó una canción de Zoé. Ella bajó el volumen mientras se echaba en reversa para luego tomar dirección hacia la avenida Tulúm—. Quizás sea la última cosa que mis papás vayan a regalarme el resto de mi vida.
—¿Por qué lo dices? —Celeste seguía admirando el interior del auto.
Ingrid consideró la posibilidad de contarle lo que había sucedido en Guadalajara, su expulsión del Instituto Colón y el impacto que el asunto había tenido en su relación con sus padres. Tal vez sincerarse serviría para dos propósitos: el primero, era poner buenos cimientos para lo que podría convertirse en una amistad duradera; el segundo, era medir la reacción de Celeste al tema de su orientación sexual. «Deja de buscarle cinco pies al gato, Ingrid», se reprendió.
—No tenemos una buena relación —comenzó, aun dudando hacia dónde iría la conversación—. Toda mi infancia y adolescencia han intentado compensar la falta de atención y amor con cosas materiales.
—¡Pobre niña rica! —se burló Celeste sin malicia—. No sabes cuántos de nosotros quisiéramos que nuestros padres tuvieran la solvencia económica para «comprar nuestro amor» cuando nos han fallado en todo lo demás.
El desvío de la conversación marcó la pauta para saber más o menos hacia dónde llevar la conversación; si a Celeste le hubiera interesado saber sobre su situación con sus padres, si hubiera tenido cualquier grado de curiosidad al respecto, ese hubiera sido el momento perfecto para preguntarle; en cambio, se había enfocado únicamente en la cuestión monetaria.
—Creo que ahora que me consideran casi mayor de edad ya no les interesa compensar sus faltas —Ingrid sonrió sin humor.
—Huele a nuevo —aseguró Celeste, retomando el tema del automóvil.
Ingrid entendió entonces que tampoco la discapacidad emocional de sus padres era un tema de interés para su compañera. Así que decidió seguir con el tema que sí le había interesado, de otro modo se quedarían sin conversación rápidamente.
—Lo cuido mucho; únicamente lo uso para ir y venir de la escuela.
—¿Y el resto del tiempo que haces? —el tono de Celeste era de incredulidad—. ¿Tomas el transporte público como el resto de los mortales?
—Digamos que no tengo mucha vida social más allá del futbol y la escuela —Ingrid se quedó en silencio, esperando la reacción de Celeste.
Ahí estaba nuevamente la oportunidad de preguntar sobre los pormenores de su vida personal.
—No me sorprende —respondió ella—, la mayoría de los deportistas sobresalientes dedican su día entero a entrenar. Eso es lo que mucha gente no comprende: que no es casualidad ser bueno en una disciplina, sino que es algo que se ha trabajado, algo por lo que se ha sudado, por lo que se han sacrificado otras cosas.
El compromiso deportivo de Celeste era fácilmente perceptible a kilómetros, pero escucharla hablar con tanta pasión, le enchinó la piel.
—No sabes cómo detesto cuando la gente se expresa de los deportistas en términos de talento nato —continuó su compañera—; les encanta llamarlo «don», como si fuera algo que se les regaló, desvirtuando el esfuerzo que hay detrás de esos logros.
—¿Te dicen esas cosas a menudo? —Preguntó Ingrid con naturalidad.
Celeste se sorprendió con la pregunta pero no respondió, como si aún estuviera repitiéndola en su mente para entenderla.
—¿Te dicen a menudo que tienes suerte de haber nacido con talento para el deporte? —insistió Ingrid.
Celeste soltó una carcajada —¡No! A mí no me dicen esas cosas, pero he escuchado a muchas personas expresarse de ese modo respecto a otros deportistas. Incluyéndote.
—¿La gente se expresa de mí? —Ingrid se sintió extrañamente halagada.
—¡Por supuesto! Todo mundo está esperando a que llegues a la Sub-20.
—Shhhh, shhh, shhh —se apresuró Ingrid a interrumpirla—. No le eches la sal a mi futuro.
—No eres supersticiosa... ¿o sí? —Se burló Celeste.
—Ya sabes lo que dicen por ahí —respondió Ingrid—: «No creo en las brujas...»
—«... pero de que las hay, las hay» —remataron ambas al mismo tiempo.
Ingrid hizo un alto en el semáforo del cruzamiento de las avenidas Tulúm y López Portillo.
—Estás a punto de probar las mejores hamburguesas de la ciudad —volvió a decir, como al inicio de su excursión.
—Ingrid —dijo Celeste con seriedad, haciendo una pausa dramática—. Eres una excelente deportista, nadie pone eso en tela de juicio... pero honestamente no creo que tengas la menor idea de dónde venden las mejores hamburguesas de Cancún.
—Sólo tienes que darles una oportunidad —aseguró ella.
El semáforo cambió, Ingrid tomó la avenida López Portillo. Un par de calles más adelante, apenas pasando los puestos ambulantes de comida del «Crucero», se estacionó en el primer lugar libre que encontró.
La expresión en el rostro de Celeste se suavizó.
—Es posible que me haya equivocado contigo —dijo, tentativamente—. Pero aún no estoy totalmente convencida de que sabes lo que estás haciendo. Sería trágico que me trajeras tan cerca de las mejores hamburguesas de Cancún y no sepas cuál es el puesto que las vende.
Ingrid no respondió, se limitó a sonreír en silencio. Bajaron del auto, y comenzaron a caminar delante de los puestos de comida. Ninguna de las dos decía palabra, pero era evidente que Celeste la estaba poniendo a prueba. Ingrid se detuvo frente al tercer puesto y ordenó dos hamburguesas «con todo». Celeste negó con la cabeza bajando la cabeza para que ella no la viera sonreír; Ingrid sintió una gran satisfacción.
«¿Qué estás haciendo, Ingrid?», se reprendió mentalmente.
Cuando sus hamburguesas estuvieron listas, se las comieron en silencio casi absoluto, con la urgencia que ocasionan siete horas de hambre. A la hora de pagar, Celeste comenzó a buscar en su mochila, pero Ingrid se apresuró a pedir que le cobraran todo.
—No tienes que pagar por mí —dijo Celeste, un poco a la defensiva.
—Déjame que gaste el dinero de mis papás en algo más que gasolina —pidió ella, con el tono sincero pero firme que le había servido para convencer a muchas otras chicas de hacer muchas otras cosas con ella.
—De acuerdo —Celeste asintió y dejó de buscar dinero dentro de su mochila—. Gracias.
Caminaron de regreso hacia el Golf con lentitud. Ingrid usó el mando a distancia para retirar la alarma y los seguros. Celeste se detuvo antes llegar.
—Mi casa está cerca, puedo irme caminando.
—Prefiero llevarte —dijo Ingrid.
—No es necesario, vivo muy cerca —respondió su compañera.
—No seas terca y súbete —Ingrid le abrió la puerta del copiloto.
Celeste dejó de pelear y subió. Ingrid cerró la puerta y rodeó el auto.
—¿Para dónde? —Preguntó, poniendo en marcha el motor.
—En la siguiente a la derecha —dijo Celeste.
Tres cuadras después, ya estaban frente a su casa.
—Te dije que era cerca.
—Te creí, pero ahora ya sé dónde vives —Ingrid encogió los hombros, negándose a darle la razón.
—Aquí tienes tu casa cuando quieras —Celeste abrió la puerta del auto pero no se bajó.
—Gracias —Ingrid miró la fachada con la única intención de asegurarse de recordarla en el futuro, pero el estado caótico de la misma no escapó a su atención.
—¿Vamos a practicar el lunes? —preguntó Celeste, con lo que parecía ser un poco de timidez.
—Podríamos practicar toda la semana en preparación para el siguiente partido —respondió Ingrid—. Puedo traerte todas las noches para que tus papás no se preocupen.
Ingrid no frecuentaba la zona, pero creía estar consciente de los peligros que acechaban en la oscuridad de esas calles sucias, dominadas por fachadas deterioradas o a medio terminar; en su mayoría, adornadas con grafitti que marcaba el territorio de una pandilla u otra; esas calles en las que los asaltos eran cosa frecuente. Lo que Ingrid no sabía era que para quienes habían crecido ahí, como Celeste, no había peligro real, puesto que los perpetradores de la paz eran especialistas en cuidar a sus vecinos.
—No es necesario —aseguró Celeste.
—Sé que no es necesario —insistió Ingrid, con la esperanza de no haber ofendido ninguna susceptibilidad—, pero quiero hacerlo. Si vas a quedarte más tiempo en la escuela para ayudarme, lo mínimo que puedo hacer es traerte.
—Está bien —se rindió Celeste—. Una tarde me basta para entender que eres terca y harás lo que te dé la gana.
Esa mirada precisa, en la que parecía ir escondida una noción de complicidad, movió las fibras internas de Ingrid y por un instante, Celeste le pareció irresistible.
Celeste se reclinó hacia ella para despedirse dándole un beso en la mejilla. Ingrid correspondió fríamente; la miró bajar del auto, cerrar la puerta, abrir la reja de su casa y cerrarla detrás de sí.
Cuando Celeste desapareció de su vista, Ingrid metió primera y el acelerador hasta el fondo; esa mirada era peligrosa y todos sus instintos le gritaron que tenía que alejarse lo más rápido posible.
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