Capítulo 3: Ingrid
Mientras Ingrid estaba en el avión de regreso a Cancún, junto con sus compañeras y el cuerpo técnico del equipo, los consultores de tecnología y redes sociales del Instituto Colón trabajaban a toda velocidad para borrar todo rastro del video que Cristina había liberado la noche anterior. El colegio no había escatimado en recursos para acabar con el problema de manera rápida y silenciosa, por lo que el video se esfumó de todas las plataformas públicas en cuestión de horas.
Mientras tanto, siguiendo órdenes del rector, el director técnico había confiscado los teléfonos celulares de Cristina, Paula y Elena, había encontrado el video original y lo había borrado; aunque el daño ya estaba hecho, más valía asegurarse de que ninguna de las tres volviera a subir una copia del video en el futuro.
En cuanto Ingrid puso pie en Cancún, su asesor académico le llamó para informarle que sería expulsada de la escuela y le pidió que se presentara acompañada de sus padres para que se les entregara toda la documentación pertinente.
El lunes por la mañana en los pasillos del colegio, sus amigos cercanos fingían no verla, mientras que el resto de sus compañeros la miraba indiscretamente, haciendo muecas y gritando insultos homofóbicos a sus espaldas.
Ingrid había tenido todo el viaje de regreso para prepararse mentalmente para todas esas reacciones, así que nada de lo que dijeran podía traspasar la muralla que había construido al rededor de su corazón; pero lo que sí le lastimó, fue la actitud de Victoria.
A Victoria no le había ido tan mal como a ella: los padres de Victoria habían llegado a la cita con el rector acompañados de un abogado, quien aseguró que armaría un escándalo que dejaría en vergüenza al colegio si el asunto no se resolvía en ese preciso momento. «Después de todo», dijo el licenciado, «no existe forma de demostrar que la joven que aparece en el video con Ingrid, es realmente la señorita Vargas». Los padres de Ingrid, mientras tanto, no habían movido un dedo por ella; no habían hecho ni el esfuerzo más mínimo por defenderla. Victoria, sus padres y el abogado salieron de esa reunión en cuestión de minutos sin que ella sufriera más consecuencias.
A Ingrid no le molestaba asumir la culpa completa con tal de que el nombre y el futuro de Victoria estuviesen a salvo. Nada de lo que el rector dijera podía hacerle daño, apenas y prestaba atención a sus palabras; lo que sí le dolía era que Victoria no quisiera volver a dirigirle la palabra. Las tres veces que se toparon ese lunes infernal, Victoria la miró con un rencor que ella solamente había conocido en las películas; nunca nadie la había mirado de ese modo; ni siquiera Cristina.
Después de haber recibido sus documentos, Ingrid recogió todas sus pertenencias del casillero y abandonó el Instituto Colón de manera definitiva. Mientras regresaban a casa, sus padres permanecieron en absoluto silencio, del mismo modo que lo habían hecho cuando ella les llamó desde Guadalajara para contarles lo que había sucedido; del mismo modo que lo habían hecho un par de horas atrás en la oficina del rector, mientras él decía cosas horrendas sobre Ingrid.
Quizás era mejor así; probablemente el silencio era preferible a los gritos que ella había imaginado que le pegarían por días enteros, pero por otro lado: tanta indiferencia era casi insoportable.
En medio de toda esa tormenta emocional, Ingrid se mantuvo optimista, convencida de que todo estaría bien eventualmente. Sin embargo, su mundo se colapsó en cuestión de días y no había nada que ella pudiera hacer para evitarlo.
Primero, le fue imposible encontrar escuela: ningún colegio privado de Cancún quería aceptarla. A pesar de que el ciclo escolar apenas estaba comenzando y esas eran las épocas en las que muchos alumnos cambiaban de institución, para Ingrid solamente existían negativas. Los pretextos eran a veces ridículos, pero la realidad era que ninguno estaba dispuesto a sufrir un escándalo como el que estaba viviendo el Instituto Colón. La ironía era que más de uno de esos colegios la había querido en semestres anteriores; varios incluso habían intentado «robársela», prometiéndole cupo seguro en sus universidades afiliadas, intercambios al extranjero y hasta becas que no necesitaba.
Después, vino la retirada masiva de ofertas universitarias. Antes de la publicación del video, Ingrid tenía cupo garantizado en varias universidades del país; después del video, recibió correos electrónicos de todas ellas, disculpándose por no poder darle el lugar que le habían prometido meses atrás.
Para entonces, sus padres habían comenzado a exteriorizar que se encontraban profundamente decepcionados de ella y de sus acciones; fue en esos días, que su mamá sacó a colación por primera vez el tema del tío Javier.
El tío Javier era el hermano menor de su papá, al cual no había visto en más de una década. Un día, el tío Javier se había ido a los Estados Unidos en un viaje de negocios y nunca había regresado. Ella no sabía nada de su vida, no tenía recuerdos de él; apenas y podía recordar su rostro, y eso únicamente gracias a las fotos familiares que colgaban de una de las paredes del recibidor.
No. Irse a vivir con un extraño no era la forma en la que había concebido su futuro, pero sus papás no iban a mortificarse ni siquiera un poco por lo que ella quisiese o dejase de querer; no bajo las circunstancias que ella misma había provocado.
Justo cuando ser extraditada de su propia vida parecía inminente, una escuela la contactó sin que ella ni sus padres hubieran pedido una cita. Era un bachillerato público de muy baja reputación y aún más bajos recursos, pero a ojos de Ingrid, ese era un bote salvavidas que valía más que un crucero de lujo.
El Centro de Bachillerato Federal, o CBF No.1, era uno que Ingrid conocía únicamente de nombre, gracias a su equipo de futbol femenil: «Las coatíes». Semestre tras semestre se habían enfrentado y en cada ocasión, Ingrid y «Las galácticas», las habían vencido por goliza. Lo poco que sabía además de eso, era lo que Pascual, su profesor de matemáticas del Instituto Colón, le había contado a ella y a toda la clase un día que quería ponerles los pies sobre la Tierra: que los maestros eran buenos, tan buenos, que en su gran mayoría eran los mismos que enseñaban, como él, medio tiempo ahí y medio tiempo en alguna escuela privada; que los alumnos eran muy entregados, tanto al estudio como al deporte, pero la escuela no tenía dinero para proveer las instalaciones que éstos merecían. Los pupitres eran vejestorios que llevaban generaciones enteras en las aulas, los laboratorios carecían de material necesario para hacer los proyectos que se explicaban en los libros de texto, y las canchas deportivas eran una verdadera tristeza; el entrenador las llamaba «multifuncionales» para darles un poco de dignidad, ya que como él mismo, servían para todos los deportes que se practicaban en esa escuela. Las tres canchas eran de piso de concreto, y tenían líneas de colores distintos para diferenciar las áreas de juego de baloncesto, futbol de salón y voleibol. La cuarta cancha que tenía esa escuela, según los mitos urbanos que narraba Pascual, era la de futbol, la cual en lugar de pasto tenía solamente tierra, cuyas porterías carecían de red, y que estaba flanqueada por dos diminutas gradas de concreto.
«Las cosas no pueden estar tan mal teniendo escuela y futbol» se repetía Ingrid cada vez que esa imagen, pintada con extremo detalle y tono grave por su exprofesor de matemáticas, venía a su cabeza. «Las coatíes» no eran un mal equipo, de hecho tenían dos o tres elementos muy talentosos, el problema era que no tenían buena comunicación en la cancha; Ingrid estaba convencida que jugar con ellas era mucho mejor que no volver a jugar en absoluto.
Ingrid se presentó a las instalaciones del CBF No.1, con todos sus papeles, al día siguiente de haber recibido la llamada. Para su sorpresa, la escuela la recibió con la misma emoción con la que hubieran recibido a una famosa estrella de rock o actriz de Hollywood. Una comitiva de cerca de veinte personas estaba esperándola para acompañarla a conocer cada rincón de las instalaciones. Entre ellos estaban: el director, el subdirector, varios profesores y el entrenador deportivo; «multifuncional» pensó ella, al estrechar su mano.
Todos estaban tan emocionados de conocerla, que aquello parecía una celebración, una entrega de premios, o algo por el estilo. «Escuela y futbol» se repetía ella, sonriendo, asintiendo a todo lo que le decían, posando para fotografías para el sitio web de la escuela. «Lo único que tienes que hacer es: estudiar, jugar y no meterte en problemas», decía la voz de su mamá dentro de su cabeza.
El primer día que se presentó a clases, fue como volver a vivir su último día en el Instituto Colón: todos la miraban pero nadie le dirigía la palabra; algunos alumnos la miraban de pies a cabeza y otros decían en voz alta los sobrenombres que habían surgido en las redes sociales durante las escasas horas de vida que tuvo el video. Entre los rostros más duros y juzgadores, reconocía a una que otra integrante del equipo de futbol; Ingrid las saludaba con un movimiento de su cabeza, algunas veces incluso con la mano, pero no obtenía respuesta. Era como estar saludando a una pared.
Al llegar a su aula, Ingrid descubrió que el espacio era demasiado pequeño para los cincuenta alumnos que estaban en la clase con ella; los pupitres, que parecían datar de la época mesozoica, estaban tan juntos, que era muy fácil oler a los compañeros más cercanos; y por si fuera poco, no había aire acondicionado.
«Escuela y futbol» repitió Ingrid en su mente mientras esperaba a su maestro de historia.
A las tres de la tarde, cuando se acabaron las clases, Ingrid se detuvo en la oficina de prefectura para preguntar en dónde estaba la cancha de futbol.
La cancha estaba en el extremo más lejano del plantel. Y tal como la había descrito Pascual: no era más que tierra y polvo, sin redes en las porterías, sin banderas en las esquinas, con gradas de concreto que seguramente nunca habían sentado a ninguna clase de público, y con algunas sillas plegables que parecían provenir de la cafetería, alineadas detrás de una portería; Ingrid supuso que ahí era donde se sentaban las jugadoras que estaban en la banca. Era el escenario más deprimente que hubiera visto jamás, pero tenía escuela y tenía futbol, y no pedía más.
«¿Y los vestidores?»se preguntó en silencio, mirando hacia un lado y luego hacia el otro. A su derecha estaba una entrada sin puerta. Al acercarse descubrió una escalinata de concreto que bajaba un nivel, a una especie de sótano tan oscuro, que le hizo sentir como si estuviera internándose en una cueva.
Los vestidores, como había presentido desde que vio el estado de la cancha, eran igual de paupérrimos que el resto de las instalaciones: los casilleros estaban oxidados, sucios y llenos de telarañas; las bancas de madera parecían tener más de cien años. Las duchas, sin embargo, eran la peor desgracia de todas: algunas no tenían cortina, otras no tenían siquiera cabeza de ducha, sino que eran solamente tuberías de las cuales salía un chorro de agua y ni esperanzarse de tener agua caliente. Para complementar el escenario depresivo perfecto, las lámparas tubulares de luz fluorescente estaban expuestas, eran bastante viejas y emitían un zumbido casi tan agotador como el temblor intermitente de su luz. Fue en ese momento que Ingrid comprendió por fin qué tan hondo era el agujero de conejo en el que se había metido.
¿Era el amor el que la había traído hasta aquí o la lujuria? Si hubiera sido católica hubiera jurado que estaba pagando por sus pecados, pero ella sabía que en realidad habían sido los celos desmedidos de Cristina los que habían desencadenado las circunstancias que la habían traído a este momento. «Escuela y futbol. Escuela y futbol. Escuela y futbol», volvió a decirse en silencio.
Ingrid dejó su mochila sobre una de las bancas más alejadas al resto de sus compañeras y comenzó a cambiarse. Mientras lo hacía, descubrió que, contrario a lo que había pensado todo el día, no todas las miradas eran juzgadoras. En la serenidad de ese vestidor lúgubre, pudo comprender que algunas de sus nuevas compañeras se sentían intimidadas, y algunas otras, estaban simplemente deslumbradas. Muy a su pesar, Ingrid era lo más parecido a una estrella en el diminuto universo del futbol femenil local.
Después de esa revelación, Ingrid decidió bajar la guardia y esforzarse un poco por mejorar la situación. Terminó de ponerse el uniforme, tomó sus tacos y su mochila y caminó hacia donde estaban varias chicas.
—Hola, mucho gusto, soy Ingrid —decía al tiempo que extendía la mano y recibía sus nombres a cambio, sonriendo y repitiendo sus nombres para intentar memorizarlos.
El cambio en la actitud de las chicas era evidente: después de presentarse con ellas, se relajaban y la tensión disminuía. Algunas que estaban en otras áreas del vestidor comenzaron a acercarse para presentarse con ella y tener la oportunidad de estrechar su mano; algunas lo hacían emocionadas, otras con expresión dura y escéptica.
Al cabo de unos minutos, solamente una de sus nuevas compañeras había permanecido en el anonimato y en la lejanía. No sabía su nombre, pero sabía muy bien quién era; podía recordarla de todos sus partidos contra «Las coatíes» porque era su delantera. Era una chica bajita y esbelta que parecía inofensiva pero que era una verdadera bala en la cancha. Ella la conocía únicamente como «la número 7», la única persona imparable de su nuevo equipo. Ingrid entendió a la perfección las razones que tenía para no acercarse, así que decidió no forzar la situación.
«La número 7» jugaba exactamente la misma posición que ella, lo cual, conociendo el tipo de formación que usaba el entrenador, podía significar que la mandaría a la banca para cederle su lugar a Ingrid.
Minutos más tarde, cuando salieron a la cancha, el entrenador les pidió que se reunieran en un semicírculo frente a él. Ingrid se paró junto a Fernanda, la primera chica cuya mano había estrechado en los vestidores, pero entonces el hombre le pidió que se parase junto a él, frente al resto del equipo. Ingrid sabía que la única forma de ganarse la confianza y respeto de sus nuevas compañeras, era que los profesores y la directiva dejaran de tratarla como una superestrella, pero el entrenador tenía una idea completamente distinta. Él quería presentarla formalmente, presumirla, como si fuese un juguete nuevo, asegurarse que todas entendieran el honor que era tenerla en el equipo.
Con un discurso innecesario y exagerado, el entrenador la puso en un altar que ella no quería ni creía merecer. Ingrid temió que esas palabras enaltecedoras estuvieran arruinando el poco avance que había logrado en los vestidores, así que en cuanto el hombre terminó con su homilía, ella se apresuró a dejarles bien claro que era ella quien se consideraba afortunada de pertenecer a su equipo.
Después de su discurso improvisado, sus compañeras se relajaron una vez más; todas excepto «la número 7», cuya expresión se había mantenido estoica.
El entrenador, hiperactivo de emoción, como un niño queriendo abrir sus regalos de cumpleaños, comenzó a aplaudir y a gritar indicaciones a pesar de que solamente las estaba mandando a realizar ejercicios de calentamiento. Ingrid se quedó a su lado, mientras que «la número 7» se tomaba su tiempo, alejándose con lentitud, contoneándose como si estuviera en una pasarela en lugar de una cancha de futbol soccer.
El entrenador, a quien todas las compañeras habían estado llamando simplemente: profe, miró a su nueva adquisición y sonrió, complacido consigo mismo.
—Gracias por sus palabras, profe —dijo Ingrid, aprovechando el instante de privacidad—. No tiene idea de lo contenta que estoy; gracias por esta oportunidad.
—Es un placer tenerte en nuestro equipo, vas a ver que te adaptas rápido —respondió él, dándole un par de palmadas en la espalda.
Ingrid leyó la indicación sin dificultad y comenzó a trotar para unirse al resto del equipo en su primera vuelta alrededor de la cancha. Mientras se alejaba, escuchó al entrenador llamar a la chica de la actitud indiferente.
—¡Celeste!
Ingrid no alcanzó a escuchar nada más de la conversación, pero se conformó con saber por fin el nombre de quien parecía que se convertiría en su nueva archienemiga; después de todo, siempre había tenido una némesis en todo equipo al que había pertenecido y seguramente las cosas serían igual en el territorio «coatí».
Esa tarde solamente realizaron entrenamiento básico: calentamiento, cardio, tiros al arco; no se habló ni de estrategia ni de posiciones ni nada que se le pareciese. El resto de esa semana fue igual. Con el paso de los días, Ingrid comenzó a entablar conversaciones aquí y allá con sus compañeras de equipo, logrando que la frialdad del primer día empezara a derretirse poco a poco.
El profe por fin asignó posiciones durante la segunda semana de prácticas. Para sorpresa de todas, había cambiado su alineación favorita para poder conservar tanto a Celeste como a Ingrid como centros delanteros.
—Tenemos un partido amistoso en dos semanas, quiero comenzar a ver cómo funcionan juntas —dijo, mientras les daba instrucciones a las integrantes de la banca, para que se colocasen camisetas de color distinto, de modo que pudieran jugar en contra del equipo principal.
Cuando todas tomaron sus posiciones, el entrenador sopló el silbato y el balón se puso en movimiento. Después de algunos toques aquí y allá, el balón por fin llegó a los pies de Ingrid. Ella sorteó un par de contrincantes y levantó la vista para localizar a Celeste. Con un toque que parecía carente de esfuerzo, el balón alcanzó el otro lado de la cancha, pero a una posición adelantada en la que no había nadie.
Los suspiros de frustración de sus compañeras fueron la confirmación absoluta de que todas ellas habían estado esperando ver algo mágico en su primera jugada.
—No pasa nada, es el primer intento —gritó el profe, sosteniendo el silbato cerca de su boca.
El segundo pase de Ingrid salió por la banda derecha, concediendo saque de manos al equipo contrario. El tercero, cuarto y quinto intentos fueron a posiciones vacías, siempre un tanto adelantadas o atrasadas. Cuando el equipo decidió atacar por el otro lado, Celeste hizo un pase perfecto a la posición de Ingrid, pero ella se movió tan rápido, que cuando el balón llegó, ella ya no estaba ahí. Los dos únicos goles del partido fueron jugadas de Ingrid de principio a fin: autopases, fintas, vencer a la defensa y gol; nada que no hubiera hecho antes.
Al final del partido, el equipo entero tenía la frustración a flor de piel, incluida ella. El entrenador las reunió una vez más.
—Es normal, todo equipo pasa por un periodo de adaptación cuando hay nuevos elementos. No se desanimen —aseguró el hombre, con los ojos llenos de confianza.
Las dos semanas de plazo para el partido amistoso se fueron más rápido de lo que Ingrid hubiera deseado; el tiempo no le había alcanzado para adaptarse al estilo de juego de su nuevo equipo. El partido se perdió con dos goles en contra, pero para sus compañeras esa derrota iba más allá del marcador: nunca se había perdido contra el plantel II de su propia escuela. Esa tarde la frustración se desbordó, y entonces comenzaron a surgir predicciones catastróficas para el torneo de ese semestre.
El viernes siguiente durante el partido de práctica se dieron tantos pases fallidos, que el profe dejó de gritar indicaciones y fue a sentarse bajo la sombra de un árbol, mientras bebía una botella de agua bien fría, balbuceando algo sobre quitarse el sabor amargo que tenía en la boca.
Al terminar el entrenamiento, las mandó a todas a los vestidores pero le pidió a Ingrid que se quedara.
—Tengo que hablar contigo —dijo el hombre, rascándose las canas de la nuca.
—Sí, profe —respondió ella, notando la evidente desesperación del entrenador. Ingrid se secó el sudor de la frente mientras ambos veían a las demás alejarse.
—¿Qué pasa? —preguntó él con un tono duro que nunca antes había usado para dirigirse a ella—. ¿El equipo no es suficiente para ti?
Ella no encontró palabras para responder.
—Llevas más de un mes con nosotros y no veo avances —él comenzó a usar las manos para acentuar el drama de su explicación—. Sigues intentando lo mismo, no cambias de técnica, no propones.
—Me está costando adaptarme, profe, eso es todo.
—Pero no lo estás intentando. Te quedaste estancada en el estilo de juego de «Las galácticas». Tienes que entender que ya no estás con ellas, Ingrid: estás aquí, ahora eres una coatí —el entrenador hizo una pausa, suspiró y compuso un poco su tono—. Mira, hija, como veo las cosas tienes dos opciones: te pones la camiseta o te mando a la banca.
Ingrid asintió sin decir palabra. Nunca ningún entrenador había considerado mandarla a la banca. Nunca. Mientras ellos seguían ahí parados, las demás integrantes del equipo comenzaban a retirarse, algunas todavía portando el uniforme, hacia la explanada principal, probablemente ya de camino hacia sus respectivas casas.
—No es mi intención ser un desgraciado —continuó el hombre, con un tono más tranquilo que antes—, espero que lo entiendas, pero también tengo que ver por mi equipo. Y por mucho que seas una estrellita —la entonación en aquella última palabra la hizo parecer algo muy negativo—, si no me funcionas no puedo ponerte a jugar.
Ingrid asintió de nuevo. Sabía que el entrenador tenía razón: su responsabilidad era con su equipo, no con una sola jugadora. Él le dio una palmada en la espalda y ella supo que la conversación había terminado. Con el espíritu por los suelos, Ingrid comenzó a caminar hacia los vestidores lentamente, dando oportunidad a que hasta la última de sus compañeras se retirase. Lo que venía a continuación quería padecerlo en soledad.
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