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Capítulo 22: Ingrid

Era la primera semana de junio, cuando Ingrid entró a la cocina para encontrar a su mamá celebrando en silencio después de colgar una llamada.

—¿Nos ganamos el «Melate» o que onda? —preguntó ella, que pocas veces la había visto tan feliz.

—Mejor aún —respondió la mujer—. La coordinadora de admisiones del Tec de Monterrey, del campus de la Ciudad de México acaba de llamar para ofrecerte un lugar en su equipo de futbol femenil... si pasas su proceso de admisión, claro está.

Ingrid se quedó muda. Incrédula.

—Me dijo que te va a mandar por email todos los datos —continuó su mamá—. Al parecer tienes que hacer un currículo y un ensayo y un montón de cosas más, pero estás justo a tiempo de entrar a la última ronda de ingresos —la mujer levantó los brazos en el aire—. No tienes que irte a los Estados Unidos si no quieres.

Ingrid no respondió. Ya había completado tres procesos de admisión: uno para la universidad de su elección en Nueva York y dos más que eran sus planes B y C, en caso de no ser aceptada en su primera opción.

No estaba segura de querer pasar nuevamente por todo el engorroso proceso de aplicación, pero más allá de eso, lo que quería evitar a toda costa era hacerse ilusiones de que quedarse en su país fuera una posibilidad real.

En la segunda semana de junio, su mamá recibió llamadas de dos escuelas privadas de Cancún. La reacción de Ingrid fue exactamente la misma que antes: silencio e incredulidad.

—¿No preferirías quedarte? —preguntó su mamá, mientras comían juntas en la barra de la cocina—. Pensé que eso era lo que querías.

—No sé qué quiero, mamá —respondió ella—. Pero creo que irme es mi última oportunidad de comenzar de cero, sin un pasado escandaloso persiguiéndome.

Su mamá la contempló severamente por un instante, escaneando su rostro, estudiando su expresión.

—Es por Celeste que quieres irte, ¿verdad? —el tono de su mamá era suave, casi rayando en la compasión y la empatía—. Crees que poniendo más de cinco mil kilómetros entre ustedes vas a olvidarla por fin.

Ingrid desvió la mirada.

—Si no aclaras las cosas con ella, no importa a dónde te vayas, no lograrás huir de ella.

—Mamá... —comenzó a quejarse Ingrid, con la intención de aclararle que el tema del amor no era uno que quisiera discutir con ella, pero no logró decir más.

—Si no le dices lo que sientes, te vas a quedar siempre con la duda de lo que pudo ser —continuó la mujer, sin hacer caso al intento de intervención de su hija—. Y esa no es vida, Ingrid...

—Ella no me quiere, mamá. Ni siquiera es gay —interrumpió Ingrid por fin, con firmeza, pero sin ser grosera—. Me enamoré a lo tonto, me enamoré de una buga y estoy pagando las consecuencias.

—Aún si ese es el caso, aún si Celeste no te corresponde —insistió su mamá—, tu mente nunca estará en paz a menos que se lo digas a la cara y recibas su rechazo. De otro modo van a pasar los años y tú vas a seguir preguntándote si pudo haber algo más.

Ingrid negó con la cabeza, riéndose, no de la situación sino de sí misma y de que las cosas habían cambiado tanto en los últimos meses, que ahora era su mamá quien la estaba mandando a declararle sus sentimientos a Celeste.

—¿Qué es lo peor que puede pasar? —le preguntó su mamá.

—Todo lo peor que podía pasar ya pasó —respondió Ingrid—: la perdí como amiga, la perdí como compañera de equipo...

—¡Exacto! —dijo la mujer—. No te queda absolutamente nada que perder. El «no» ya lo tienes, pero necesitas que sea claro y contundente, que venga directo de ella para poder llorar tu dolor como es debido y comenzar a concentrar tus energías en lo que sigue.

—¿Mamá? —preguntó Ingrid con cautela—. ¿Desde cuándo hablamos de sentimientos tú y yo?

—No te acostumbres —respondió ella con tono frío pero juguetón—, la realidad es que no quiero que vayas por la vida ganando la Copa de Oro, la Copa América o el Mundial para los gringos.

Ingrid sonrió; su mamá, también.

Lo que su mamá no sabía, era que Israel le había dicho más o menos lo mismo apenas el día anterior. Pero aunque ambas conversaciones le habían movido las fibras más sensibles, Ingrid no estaba segura de tener las fuerzas necesarias para decirle a Celeste lo que sentía, mucho menos para lidiar con un rechazo contundente de su parte.

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La última semana del semestre, Ricardo se acercó a ella a la hora del descanso para pedirle que fuera a la fiesta de fin de ciclo escolar con él. Cuando ella le respondió que no iría, él insistió.

—Tú y yo solamente hemos cruzado palabra como dos veces en todo el año —respondió Ingrid—. ¿Se puede saber a qué viene que quieras ir conmigo?

Ricardo hizo una mueca y tardó un poco en responder.

—La única persona con la que me interesaría ir, está castigada de por vida —comenzó a decir—, amigas no tengo y todos mis cuates ya tienen con quién ir.

—¿O sea que soy tu última opción? —se rió Ingrid—. ¡Qué halagador!

—Eres la única chava que no esperará absolutamente nada de mí ni va a interpretar intenciones inexistentes en esta invitación —continuó él, por fin proyectando un poco de autoconfianza—. Y tú puedes tener la tranquilidad de exactamente lo mismo conmigo. Además —remató Ricardo—, soy bastante buena compañía y podrías terminar pasándotela bien.

—De acuerdo —respondió Ingrid, poniéndose seria repentinamente.

—¿De verdad? —Ricardo frunció el ceño, gratamente sorprendido.

—Sí. Tienes toda la razón, eres mi mejor opción para ir a esa mentada fiesta.

—¿Paso por ti...?

—Ni lo sueñes, galán —interrumpió ella—. Yo paso por ti. Mándame tu dirección por mensaje.

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El último día de clases, una hora antes de que se acabara la escuela para siempre, Ingrid se armó de valor y decidió que iría a hablar con Celeste. Con las manos empapadas en sudor y los tobillos más débiles que nunca, Ingrid caminó a paso veloz hacia el edificio en el que se encontraba el aula de Celeste.

Cuando llegó, sin embargo, descubrió que el aula entera estaba vacía, solamente se encontraba el señor de la limpieza, barriendo.

Ingrid se quedó parada, observando al señor, solamente medio consciente de lo que estaba haciendo.

—Hace rato que se fueron todos, señorita —le dijo el hombre, sin dejar de barrer.

—Gracias —respondió ella y se dio vuelta para regresar sobre sus pasos, sintiéndose ridícula de haber estado tan nerviosa inútilmente.

Quizás era el destino, quizás era mejor así. «O quizás tienes que hacer bien las cosas e ir a su casa el fin de semana para hablar con ella tranquilamente», pensó. Ingrid negó con la cabeza, como si eso fuese a callar a su voz interior.

Una hora más tarde, cuando sus clases terminaron de manera oficial, Ingrid se marchó a su casa, aún pensando en Celeste y en que no había logrado hablar con ella. A pesar de todo, decidió que esa noche se divertiría, que evitaría a toda costa pensar en ella y que se la pasaría bien. Después de todo, merecía un descanso de su propia mente y de todo lo que había sucedido durante el año escolar.

En el auto, su conversación con Ricardo fue mucho más entretenida de lo que hubiera esperado. Y al llegar a la fiesta, él se veía super animado, alegre y resultó tener bastante buen ritmo, lo que hizo que bailar con él resultara cómodo y divertido.

Cuando comenzó «Con calma», Ricardo la sorprendió al tomarla de ambas manos y comenzar a conducirla. Ella no estaba muy segura de que un reguetón justificara bailar agarrados, pero Ricardo parecía estar tan atrapado en la canción, que ella prefirió no quejarse y seguirle la corriente.

Al momento en que Ricardo le dio una vuelta, Ingrid estaba riéndose, pero cuando Celeste apareció de la nada frente a ella, también sonriendo, se le aceleró el pulso y se le secó la boca.

Celeste se veía hermosa, perfecta —como siempre—, y feliz.

Ingrid se quedó sin palabras, inmovilizada por unas ganas repentinas de besarla, y también por sus ganas de decirle que la extrañaba, que ella era lo único en su mente, siempre.

La canción terminó y entonces Ingrid sintió que esa era la oportunidad perfecta para retirarse antes de hacer algo de lo que seguramente se arrepentiría después.

—¿Es en serio que ponen esta canción en este preciso momento? —se preguntó en voz alta al identificar la canción que estaba comenzando.

Se dio vuelta para retirarse, negando con la cabeza y refunfuñando, cayendo en cuenta de que Ricardo e Israel tenían que haber planeado este momento. Casualidades de ese calibre no se manifestaban solas: tenían que ser planeadas y creadas por alguien.

Mientras hacía una nota mental de la retahíla de insultos que le diría a esos dos metiches, la mano de Celeste tomó la suya y la detuvo. Una corriente eléctrica le recorrió el cuerpo y entonces sintió como si su piel entera estuviera palpitando.

—Baila conmigo —dijo Celeste, con un tono dulce que le hizo sentir que estaba recibiendo una propuesta de matrimonio.

No había modo humanamente posible de negarle algo a Celeste cuando usaba ese tono.

Poniendo en peligro la poca salud emocional que le quedaba, Ingrid se acercó a Celeste y comenzó a bailar con ella. La cadencia de Celeste le aceleró la respiración en cuestión de instantes; los ojos de su amiga, clavados en los suyos, le hicieron creer una vez más, que veía cosas que ahora sabía que en realidad no existían.

La voz en su cabeza repetía una y otra vez: «bésala, bésala, bésala», mientras ella luchaba en contra de todos sus instintos, manteniendo una fachada serena. La canción se acabó en un santiamén, regresando a Ingrid a la realidad de un sopetón.

—No puedo hacer esto, Celeste. Lo lamento —confesó, obligándose a mirar al piso para dejar de verla.

—Vamos a algún lugar a platicar —propuso Celeste, tomando su mano una vez más, enviándole esos choques eléctricos nuevamente.

—No puedo ser tu amiga —comenzó a decir, sin saber muy bien qué diría después. Confesar su amor ahí, en plena fiesta, con la música a todo volumen no parecía ser la mejor opción—. Me duele demasiado estar tan cerca de ti y tener que reprimir todo lo que siento por ti.

—¿Lo que sientes por mí? —preguntó Celeste, pero en esta ocasión, a diferencia de la tarde del vestidor, su amiga no parecía ofendida, sino genuinamente sorprendida... alegremente sorprendida.

—No sé cuánto tiempo me tome olvidarte... estos meses no han servido de nada, sigues siendo lo único en mi mente todos los días...

Ingrid tenía tanto qué decir, que tardó un poco en enterarse de que los labios de Celeste la habían callado con un beso.

Los labios de Celeste, tan suaves, tan dulces. Sus manos enredándose en su cabello. El cuerpo entero de Celeste ceñido al suyo. Ingrid no podía pensar en medio de aquel torbellino de sentimientos, así que la tomó entre sus brazos, correspondiendo el beso.

En cuestión de unos instantes, mientras se hundía en el beso más perfecto que había sentido, Ingrid pudo imaginar todo su verano con Celeste: caminando por la playa tomadas de la mano, robándose besos en la obscuridad del cine, yendo a bailar a todos los antros de la Zona Hotelera; jugando futbol, haciendo maratones de series en su habitación, compartiendo momentos de felicidad absoluta.

Tener a Celeste en sus brazos se sentía tan natural, tan correcto, que Ingrid incluso pudo imaginarse con ella por los siguientes años de su vida... entonces entendió que si se quedaba podían tener una oportunidad de algo lindo, juntas.

Celeste se apartó de ella solamente unos milímetros para luego chocar suavemente su frente contra la de Ingrid, sin dejar de abrazarla ni dejar de moverse al ritmo de la canción en turno.

—¿Y qué es lo que sientes por mí? —preguntó.

—Creo que algo muy parecido a lo que tú sientes por mí —respondió Ingrid.

—No lo sé —comenzó a decir Celeste—, yo estoy irremediablemente enamorada de ti.

—Y yo de ti —admitió Ingrid, acercándose con la intención de besarla una vez más.

—¿De verdad vas a irte a los Estados Unidos? —preguntó Celeste, deteniéndola y apartándose un poco para poder mirarla a los ojos.

—No —dijo Ingrid, negando con la cabeza, sin rastro de duda—. No me voy a ir a ningún lado.

—En ese caso —dijo Celeste, al tiempo que una sonrisa coqueta que Ingrid no había visto jamás, se dibujaba en sus labios—, ¿quieres ser mi novia?

Ingrid asintió levemente, cuidando no perder la mirada sostenida entre las dos.

—Por supuesto que sí —respondió cuando por fin encontró su voz.

Y entonces Celeste la besó una vez más.

Cuando se separaron por segunda vez, Israel y Ricardo estaban bailando cerca de ellas, agarrados de las manos y haciéndoles muecas.

Ingrid se sintió sonrojar enseguida.

—Lamento interrumpir el derroche de miel —dijo Israel, soltando por fin a su amigo—, pero tenía que venir a anunciarles que solamente les queda una hora más para besuquearse y manosearse —señaló su reloj—. Tengo que entregar a Celeste a más tardar a las once y media, o su papá nos va a matar a todos. Vengo por ella al rato —les guiñó un ojo y comenzó a retirarse.

Ingrid se colgó de su brazo mientras que Celeste se colgaba del de Ricardo, obligándolos a ambos a quedarse a bailar con ellas.

La siguiente hora de sus vidas fue la más divertida que cualquiera de los cuatro había tenido en mucho tiempo. Bailando, sudando, riendo; celebrando el final de una etapa importante y tremendamente confusa de sus vidas; intentando no pensar en la ansiedad y la incertidumbre que vivirían en los meses venideros cuando comenzaran a llegar los resultados de admisión de las universidades.

Esa noche, esa fiesta y esa hora en específico, sería el mejor recuerdo que los cuatro tendrían de sus años de bachillerato.

                                                                                               Fin

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