Capítulo 2: Celeste
Celeste, como la mayoría de la gente, venía de una familia rota: su papá era un alcohólico incurable; su mamá, quizás un poco peor. Ambos parecían poseer una especie de inmunidad sobrehumana a programas de recuperación y rehabilitación. Tanto el grupo de Alcohólicos Anónimos, como la congregación de cristianos de su comunidad, habían fracasado rotundamente en sus intentos de sacarlos del vicio.
Cuando estaban de buen humor, don Marco Antonio y doña Josefina se amaban con locura, con lujuria y sin vergüenza; tanto, que nunca tuvieron empacho en demostrar su pasión desbordante frente a sus cinco hijos. Cuando estaban de buen humor, don Marco Antonio y doña Josefina eran divertidos; pero era también cuando estaban de buen humor, que don Marco Antonio y doña Josefina decidían sentarse a tomar una cerveza juntos.
La historia siempre era la misma: una cerveza se convertía rápidamente en un cartón de 24, que se consumía entre canciones de Juan Gabriel, Rafael y Armando Manzanero. Entonces se ponían románticos y se paraban a bailar, presos de una calentura que explicaba fácilmente porqué tenían tantos hijos. Aquel era el momento decisivo, puesto que solamente habían dos posibles desenlaces: en el primer escenario, la calentura hacía lo suyo y nadie volvía a saber de ellos hasta la mañana siguiente; en el segundo, sin embargo, algo sucedía y en lugar de irse a la cama, regresaban a la mesa y abrían un segundo cartón.
Entonces venían los recuerdos de juventud; los: «si tu mamá me hubiera apoyado, ahora tendríamos una flota de taxis»; los: «si tu papá no hubiera sido tan celoso, yo hubiera estudiado la universidad y tendría un trabajo en lugar de ser una simple ama de casa», narrados a quien más cerca se encontrara, entre risas forzadas, intentando esconder la frustración acumulada durante más de dos décadas.
Cuando ya iban más o menos a la mitad de ese cartón, comenzaban las escenas de celos por asuntos o insinuaciones de 10 o 15 años atrás. Ahí empezaban a sonar las canciones de Vicente Fernández y Paquita la del barrio, y con ellos venían los reclamos entonados con voz aguardentosa.
Después comenzaban los gritos sin censura, el lanzamiento de platos y los golpes a mano limpia. Don Marco Antonio siempre supo aprovechar el cabello largo y ondulado de doña Josefina: nunca tuvo reservas para enredar sus dedos y tirar de él con todas sus fuerzas hasta estrellar la cara de su esposa contra la mesa, la pared o el piso, lo que estuviese más cerca.
Doña Josefina, por su parte, conocía sus limitaciones físicas, por eso no ponía resistencia al principio. Ella sabía a la perfección que su ventaja más clara la tenía desde el piso, así que, cuando la pelea parecía perdida, soltaba una patada certera a los testículos de su esposo, logrando tumbarlo y así nivelar la situación.
Ya golpeados y cansados, tirados en el suelo o encallados en el sofá —doña Josefina casi siempre con un ojo morado o la nariz ensangrentada— y don Marco Antonio con las manos en la entrepierna, se tranquilizaban. No sin antes decirse dos que tres majaderías más.
Celeste y sus hermanos estaban tan acostumbrados a esa dinámica, que comenzaban a dispersarse desde que veían a sus papás abrir el segundo cartón de cervezas, dejando la sala y el comedor vacíos poco a poco. Para cuando comenzaban los gritos, ya estaban todos refugiados en el cuarto de Reinaldo, el mayor. Él ponía siempre la misma película de Disney para los dos más pequeños, pero los cinco se sentaban a verla como si nunca antes lo hubieran hecho.
Reinaldo siempre se acercaba a Celeste a la mitad de la película, cuando comenzaba la parte triste, y la abrazaba. Celeste no lloraba; nunca. A pesar del ruido de la vajilla entera estrellándose en las paredes o en el piso; a pesar de identificar claramente el sonido que provocaba la cabeza de su mamá golpeando contra el concreto.
Durante los últimos cuatro años, esa se había convertido en su rutina dominical; a veces sufría una que otra variante: como una parada en el hospital para enmendar un párpado de doña Josefina o extraer algún pedazo de cerámica del brazo de don Marco Antonio, pero casi siempre el desenlace era el mismo.
Independientemente de la versión de fin de semana que le tocara, Celeste llegaba todos los lunes a la escuela con una sonrisa en los labios. Celeste amaba la escuela, no porque le gustase estudiar sino porque era su escape.
El Centro de Bachillerato Federal, o CBF No.1, era una escuela pública de instalaciones destartaladas y atención escasa hacia las necesidades de los alumnos. La gran mayoría de los jóvenes que estudiaban ahí, detestaban el lugar con todo el corazón. Sin embargo, Celeste lo veía como su imperio, y en él tenía varios súbditos dedicados exclusivamente a hacerle las tareas, mientras que otros tantos se peleaban por sentarse a su lado en los exámenes, para poder pasarle las respuestas correctas; era así como Celeste había conseguido estar en el cuadro de honor por cuatro semestres seguidos sin saber absolutamente nada de química, física o matemáticas. Pero aunque carecía de ganas y dedicación para estudiar, lo que Celeste sí tenía, era un don especial para los deportes; cualquier cosa que se jugase en una cancha o que tuviera que ver con un balón, era algo que ella podía dominar sin problemas. Gracias a ese talento, se había convertido en seleccionada escolar de los equipos de voleibol y futbol desde que estaba en su primer semestre, mientras que también era refuerzo esporádico para el equipo de baloncesto.
En el micro-cosmos del CBF No.1, Celeste era famosa y popular; todos la conocían, y cuando caminaba por la explanada o los pasillos, había quienes se detenían por un instante para admirarla. No había chica que no hubiese deseado, por lo menos una vez, tener el color miel de sus ojos, el castaño claro de sus cabellos, o esa figura esbelta y curvilínea que la hacía despampanante a pesar de ser chaparrita; y no había chico que pudiese resistirse a su sonrisa.
Entre sus eternos enamorados, había dos que competían públicamente por su amor: Israel y Ricardo; sus dos mejores amigos.
Israel era el clásico rebelde, deportista sobresaliente pero pésimo estudiante; popular con las chicas; anarquista y mente maestra detrás de las fugas grupales más memorables de su aula. A su favor tenía su sarcasmo y su rapidez para convertir cualquier situación en algo divertido; eso era lo que más le gustaba a Celeste de él: que en su presencia podía olvidarse de sus problemas fácilmente. Lo que a Celeste no le gustaba de él, era que con esa misma rapidez podía volverse violento. Israel había pasado muchísimos más partidos de los que podía contar, en la banca como consecuencia de haberse agarrado a puñetazos en plena cancha de cualquiera de los tres deportes que practicaba.
Ricardo, por otro lado, era buen deportista y buen estudiante; buen amigo y buen muchacho. No había nada que no pudiese hacer, pero tampoco nada en lo que fuese particularmente sobresaliente. La ventaja que Ricardo tenía con Celeste, era que no temía demostrar sus sentimientos. Ricardo era un romántico empedernido que podía aparecerse cualquier día con flores; que le recitaba poemas; que a veces llevaba dos almuerzos para poder compartir uno con ella. Lo que a Celeste más le gustaba de él, era la idea de estar con alguien que le daba cariño constante y cuyo temperamento era estable, predecible, pacifista. Lo que a Celeste no le gustaba de él, era que no lograba verse a la larga con alguien tan tibio; tan carente de iniciativa.
Israel estaba completamente seguro de que Celeste era el amor de su vida. Estaba convencido de ello, Celeste era la mujer con la que quería casarse algún día, tener hijos, convertirse en un hombre de bien, ser un esposo y padre ejemplar y hacerla feliz hasta el último de sus días. Ricardo sentía exactamente lo mismo. El problema de ambos, era el amor que se tenían mutuamente, ese amor fraternal se había convertido en un pacto silencioso que les impedía tomar cualquier acción definitiva para ganar el corazón de Celeste de una vez por todas.
A ojos de todos los que les rodeaban, esa competencia pública a veces parecía favorecer a Israel y otras tantas a Ricardo, lo que nadie sabía, era que en realidad la balanza jamás se inclinaba hacia ningún lado... y los tres eran perfectamente felices de ese modo.
La noche que «Las galácticas» ganaron el torneo interescolar nacional del Instituto Colón, Celeste estaba usando la laptop de su hermano, cuando una notificación del Facebook le anunció que había nuevo contenido en la página del equipo. El título del video decía «Ingrid Mendoza celebrando». Celeste le dio clic al video, pero cuando los gemidos de sus protagonistas comenzaron, se apresuró a bajar el volumen, nerviosa. Hacía más de dos horas que sus hermanas menores estaban dormidas, pero no quería arriesgarse a despertarlas. Se puso de pie y buscó sus audífonos en su mochila, luego regresó a la cama, le bajó un poco el brillo a la pantalla, acechó a sus hermanas para asegurarse de que aún estuvieran completamente dormidas, y luego le dio «play» una vez más al video.
Celeste vio el video una y otra vez. Intrigada, aturdida, hipnotizada sin saber por qué. Mientras tanto, las reacciones y comentarios iban acumulándose en el contador rápidamente. Algunos comentarios eran de odio, otros de asco y el resto repetían la misma pregunta una y otra vez «¿quién era la chica que estaba con Ingrid?», ya que nadie alcanzaba a distinguir bien su rostro.
A Celeste no le importaba quién era la otra chica; lo único que le importaba era que el rostro de Ingrid era inconfundible. Celeste sabía lo que eso significaría para el futuro de su rival futbolística, y sintió una pena terrible por ella. Celeste admiraba a Ingrid y le parecía una verdadera lástima que su carrera deportiva estuviese corriendo peligro como consecuencia de algo tan trivial como su orientación sexual.
Los comentarios le causaban coraje; le parecía una gran injusticia que toda esa gente la estuviese linchando, aunque fuese únicamente de manera virtual. Ella estaba segura de que Ingrid estaba leyendo esos comentarios y cada uno le estaba doliendo. Entonces sintió ganas de defenderla, de dejarle un mensaje de apoyo entre tantos de odio, pero no tuvo las agallas de hacerlo. Un acto de ese tipo era el equivalente moderno de un suicidio profesional, y aunque Celeste no tenía un futuro brillante en el futbol como lo tenía Ingrid, aún le quedaban dos semestres para continuar como delantera titular en el equipo del CBF No.1, mismos que podrían resultar imposibles si sus compañeras leían un comentario suyo defendiendo a Ingrid Mendoza.
Después de haber visto el video más de media docena de veces, Celeste por fin cerró la laptop de su hermano y la dejó en su buró. Se acomodó para dormir, pero su mente comenzó a repetir una y otra vez la escena que había visto: la cadencia con la que Ingrid se movía, los gemidos de ambas chicas, la sensualidad que había en ese acto grabado clandestinamente. En el silencio y obscuridad casi absolutos de su habitación, Celeste no encontró la tranquilidad necesaria para dormir. Ese video había provocado algo desconocido dentro de ella y aunque no lograba entender qué era, sabía que era algo que le perturbaba de manera inminente y profunda.
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