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Capítulo 16: Israel

—¡Ustedes dos! —Gritó el director, llamando la atención de Israel y su amiga, que acababan de tomar asiento en la jardinera más cercana a su oficina. Ambos voltearon. El director era un hombre apenas unos centímetros más alto que Ingrid, moreno y regordete, que siempre vestía de traje, hasta en los días más calurosos del año. A pesar de su estatura, era un hombre que imponía respeto de forma casi natural; nunca tenía que esforzarse demasiado para hacer callar a la explanada entera; tampoco tenía que levantar la voz para hacer temblar hasta al alumno más rebelde. Israel había tenido que ir a su oficina en incontables ocasiones y siempre le causaba la misma angustia estar frente a él—. En mi oficina, en este instante —ordenó desde el pasillo que conducía de su oficina a la cafetería, mismo que desembocaba en las canchas multifuncionales. Luego volteó hacia uno de los guardias de seguridad, que venía del área de canchas —. Localiza al entrenador Vázquez y dile que lo necesito aquí.

—Pero acaba de irse hace un rato —respondió el guardia.

—¡Pues le dices que regrese! —Ordenó el director con un tono que rayaba en la ironía.

Israel se puso de pie, Ingrid lo imitó.

—¿Qué quieres que digamos? —le preguntó a su amiga mientras comenzaban a subir las escaleras.

—La verdad —respondió ella.

—La verdad no nos va a sacar de este problemón —presionó él, sabiendo que se les agotaba el tiempo para ponerse de acuerdo.

—Una mentira tampoco nos va a sacar de ésta —dijo Ingrid, con un tono carente de emoción—. Si decimos la verdad, al menos, existirá una posibilidad de que el director intente hacer algo por Celeste.

Israel se detuvo y la miró, intentando leer en sus ojos si estaba hablando en serio.

—No nos van a creer —dijo—. Y aunque nos creyeran, no van a meterse en la vida de una alumna.

—Lo sé —Ingrid se encogió de hombros—. Pero es el último rayito de esperanza que me queda.

Israel asintió, entendiendo que esta patada de ahogado de Ingrid era el equivalente a lo que él había hecho al recurrir a ella cuando él no pudo hacer nada por Celeste. Siguieron su camino en silencio.

La secretaria del director los recibió con una mirada juzgadora y una mueca en los labios. Israel la conocía muy bien, era uno de los muchos privilegios resultantes de sus visitas frecuentes a esa oficina.

—Doña Rosita, ¿cómo me le va? —preguntó, usando su tono más confianzudo, a sabiendas de lo mucho que le incomodaba que un alumno quisiera pasarse de listo con ella.

—Mucho mejor que a ti, Israelito —respondió la mujer, sonriendo con una cierta crueldad—. De eso estoy segura.

—¿Por qué lo dice? Si yo ando muy bien, solamente vengo a visitar a mi cuate el direc.

La mujer negó con la cabeza y sonrió. A pesar de todas sus insolencias, Israel siempre lograba hacerla sonreír. Ella les abrió la puerta del privado del director, encendió la luz y les dijo que tomaran asiento.

Israel dejó pasar a su amiga primero y luego entró y se sentó. Frente a ellos, detrás del escritorio del director, se podían ver los techos de varios de los edificios que conformaban el plantel, los árboles y los últimos rayos de sol desvaneciéndose en el horizonte. Israel miró a Ingrid, los golpes que había recibido en el rostro estaban comenzando a inflamarse. Ella lo miró también; si hubiera tenido que adivinar sus pensamientos, hubiera asegurado que su amiga no temía a lo que estuviera a punto de suceder.

Quizás unos diez o quince minutos después, Israel escuchó la voz del profe y la del director.

—¿La verdad, maestra? —Preguntó, adivinando la respuesta antes de ver a Ingrid asentir.

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Cuando terminaron de contar su historia y responder a todas las preguntas del director, el cielo ya estaba negro. El profe no hizo preguntas, y en realidad intervino muy poco, solamente hablaba cuando el director quería corroborar con él alguna parte de la historia que Israel e Ingrid estaban narrando. El asunto de los moretones, por ejemplo. Algo que el entrenador pudo confirmar rápidamente porque no le habían pasado desapercibidos, como tampoco se le había escapado la coincidencia de la aparición de éstos en el mismo rango de tiempo que Horacio había comenzado a visitar la escuela en espera de Celeste.

—¡Quédense aquí hasta que Rosa les dé nuevas instrucciones! —Ordenó el director—. No quiero que se encuentren nuevamente con Celeste y el muchacho ese —luego miró al entrenador y con un movimiento de la cabeza, le indicó que lo siguiera.

Minutos después, desde la ventana de la oficina, Israel vio al director y al entrenador entrar a la enfermería. Ingrid se había encerrado en su propia cabeza y se había quedado en un estado letárgico. Él, por otro lado, ya estaba cansándose del asunto y comenzaba a impacientarse.

Comenzó a dar vueltas de un lado a otro, como león enjaulado. Luego comenzó a jugar con los bolígrafos que estaban en el escritorio: tomaba uno, caminaba hasta la esquina del privado y lanzaba el bolígrafo hacia un pequeño bote de basura que estaba en el extremo opuesto. Después de haber encestado varios, caminaba hacia el bote, los recogía y volvía a empezar. A la tercera ronda, decidió narrar sus jugadas mientras las hacía, imitando el tono de los comentaristas deportivos de la televisión. Ingrid lo miraba sin decir nada.

Cuando Doña Rosita finalmente les dijo que ya podían ir a la enfermería, Israel sintió que el alma le regresaba al cuerpo, detestaba sentirse encerrado.

Al llegar a la enfermería, Ingrid entró y estaba esperando a que él hiciera lo mismo.

—Tú entra, maestra, yo me quedo a hacer guardia.

—Tus nudillos —respondió ella, señalando la mano derecha de Israel.

—Esto no es nada —aseguró él, mirando el dorso de su mano—. El único medicamento que necesito es un cigarro y listo.

Ingrid asintió y dejó de insistir. Mientras su amiga era atendida por la enfermera, él sacó un cigarro de la cajetilla que llevaba en la bolsa de su bermuda y su encendedor. Salió de la enfermería y rodeó el edificio. Junto a la enfermería estaba la sala de maestros, y cuando uno llevaba la clase de vida que Israel, sabía cosas como que detrás del edificio, había una ventila que permitía escuchar a la perfección las conversaciones de los maestros.

Israel encendió su cigarro y apoyó la espalda en la pared, justo debajo de la ventila. Entonces distinguió tres voces: la del director, la del profe y la del prefecto.

—...el tipo es un desgraciado, se le nota a kilómetros —decía el prefecto—. Y aunque Israel es un buscapleitos, estoy seguro que no le hubiera puesto esa golpiza sin una buena razón.

—Razones tenía de sobra —respondió el entrenador.

—No —intervino el director con firmeza—. Independientemente de lo que ese muchacho le haya hecho a su novia, Israel e Ingrid no tenían por qué hacer lo que hicieron. Y no quiero que ustedes tomen esta postura delante de nadie más. Lo último que necesitamos es que se propague la idea de que esta escuela condona la violencia.

—No es lo que quise decir —aseguró el entrenador—. Sino que estoy seguro que solamente estaban intentando ayudar a Celeste. Esa versión de que fueron a golpear al muchacho sin provocación, no me la creo.

—No me quedan dudas de que Israel e Ingrid están diciendo la verdad —dijo el director—, pero escuchaste a tu alumna, ella respaldó la historia de su novio. Si ella no denuncia que él la maltrata, nosotros no podemos hacer nada. No podemos meternos. Así que la historia oficial es esa: que Israel e Ingrid lo atacaron sin razón.

—Y entonces tienen que pagar las consecuencias —dijo el prefecto con un tono de enojo contra el director, no contra los alumnos—, a eso quiere llegar, ¿no?

Israel, que era víctima constante de la ira del prefecto, y que era frecuentemente conducido a la oficina del director a manos del mismo, estaba sorprendido de escucharle defendiéndolos.

—Precisamente —respondió el director—. Nadie, más que nosotros tres y la enfermera, va a saber la verdad porque no podemos ir por ahí, divulgando la vida privada de una alumna y los pormenores de su relación. A ojos del resto de esta escuela, Israel e Ingrid son culpables del altercado y merecen un castigo acorde con la gravedad de la situación.

—No estarás considerando seriamente una expulsión —la pregunta del entrenador tenía tono de amenaza.

—Son los mejores jugadores que tenemos —intervino el prefecto con tono de preocupación—. Sin Israel se hundirían tres equipos... además de que le arruinarías la vida: ningún otro bachillerato lo va a aceptar con la cantidad de reportes por mala conducta que tiene en su expediente.

Israel se atragantó con su cigarro, lo que le impidió escuchar el principio de la respuesta del director.

—...además, ¿desde cuándo te importa el futuro de Israel? ¿No eres tú quien lo lleva dos o tres veces a la semana a mi oficina?

—Sólo quiero mantenerlo a raya para que no se destrampe más de la cuenta —respondió el prefecto—. Ese muchacho tiene futuro, el problema es que ni él mismo lo sabe.

—No podemos dejar el asunto sin castigo —comenzó a decir el director—. Y el hecho de que sean los mejores deportistas del plantel no es razón suficiente para dejarlos ir por la vida haciendo lo que se les pegue la gana.

—Son mis mejores elementos —dijo el profe después de un rato de haber estado callado—, pero te estoy pidiendo que reconsideres el castigo, no por el bien de mis equipos, sino porque en verdad son buenos muchachos. Los dos. A Israel lo conozco desde el primer semestre y te puedo decir, con todas las de la ley, que no es un vándalo, que no es un flojo y que no es la bala perdida que muchos piensan que es. Israel cuida a sus compañeros, por eso se mete en problemas. Y sé que Ingrid llegó con una nube de mala publicidad rodeándola, pero todos sus maestros te pueden decir que es buena alumna, que no se mete en problemas... éste es su primer incidente. No los expulses. El historial que tienen los dos en papel no refleja quienes son como personas.

El cigarro de Israel ya se había consumido, pero no podía marcharse sin saber cómo concluiría esa conversación, así que sacó otro y lo encendió.

—Si los expulsas —continuó el profe—, como bien dice Carlos, ninguna escuela los va a aceptar, les vas a desgraciar el futuro, cuando los tres aquí presentes sabemos que solamente estaban intentando ayudar a Celeste.

El director no respondió. Israel tomó dos bocanadas de su cigarro y el director seguía sin decir nada.

—Está bien, pero no podemos dejarlos sin castigo —respondió por fin el hombre.

Israel, en un arrebato de emoción, se hincó y estiró los brazos en diagonal, imitando el gesto de victoria «el arquero» de su ídolo: Kiko Narváez.

—Claro, claro —dijo el entrenador—, castígalos como se te dé la gana, pero no los expulses. Les abrimos expedientes disciplinarios...

—Los ponemos a lavar baños cada fin de semana de aquí a que se acabe el semestre —interrumpió el prefecto—, a pintar árboles, a recoger hojas secas...

—Entiendo la idea —aseguró el director, cortando la emoción del prefecto.

Israel no necesitaba escuchar más, se puso de pie, apagó su cigarro y corrió de nuevo a la sala de espera de la enfermería. Apenas unos instantes después, el prefecto, el entrenador y el director entraron también. Israel hizo su mejor esfuerzo por mantener una expresión seria.

El director tocó a la puerta y la enfermera le abrió. Él le hizo una señal a Israel de que entrara detrás de él.

—Se pueden ir por hoy. No los voy a expulsar, pero ambos van a tener un expediente disciplinario. Y también un castigo que todavía no he decidido, ¿de acuerdo?

Ambos asintieron en silencio.

—Necesito terminar de examinarla —dijo la enfermera, urgiendo a todos a salir de la habitación.

El director también asintió, y se marchó sin decir más.

Cuando Israel salió de la enfermería, el prefecto estaba ahí, con los brazos cruzados y su característica mala cara. Israel le sonrió, pero recibió por respuesta un resoplido y una mueca. El prefecto se dio vuelta y se marchó sin dirigirle la palabra.

Israel se rió para sus adentros, se cruzó de brazos y se quedó montando guardia, esperando a Ingrid.

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