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Capítulo 14: Ingrid

Después de varias reuniones en las canchas de futbol, y algunos intentos fallidos de consumar un plan que pudiera convencer a Celeste de dejar a Horacio, Israel e Ingrid se convirtieron en amigos involuntarios. Algunas tardes comían juntos en la jardinera recóndita en la que habían tenido su primera conversación, otras veces platicaban entre susurros en una de las mesas de la biblioteca. Ingrid se decía a sí misma que no quería ser asociada con ese «patán»; también se repetía mentalmente que seguramente él tampoco querría que sus amigos le vieran con ella. Pero a pesar de sus intentos de mantener viva la rivalidad, después de cada conversación le quedaba más y más claro que Israel no era ningún patán; no, éste era un buen muchacho que estaba dispuesto a darlo todo por su familia, sus amigos y por la chica de la cual estaba enamorado.

Casi sin darse cuenta, Ingrid comenzó a apreciarlo y a disfrutar de sus conversaciones, incluso cuando éstas no involucraban a Celeste.

La tarde en la que Israel fue a su aula para pedirle al profesor que la dejara salir un momento porque tenía un tema urgente que tratar con ella, Ingrid supo con solo verlo, que las cosas estaban especialmente mal.

Cuando salió del aula, su amigo la tomó del brazo y la condujo lejos de la puerta, donde fuera menos probable que otras personas pudieran escuchar su conversación.

—No sé qué le hizo el espantapájaros —dijo del modo más discreto que su voz le permitía—, pero está súper pálida, callada; ha entrado sólo a dos clases en todo el día y cuando lo hizo, no pudo apoyarse en el respaldo de su silla.

Cuando hablaban de Celeste, los ojos de Israel casi siempre oscilaban entre la preocupación y el enojo, pero ese día no podía leer que había en ellos; si hubiera tenido que ponerle un nombre, hubiera sido: desesperación.

—Voy a hablar con ella después del entrenamiento —dijo Ingrid, decida.

—No sé si vaya a ir al entrenamiento en ese estado —confesó Israel.

—Entonces, encontraré otra forma de hablar con ella.

—¿Y si sí va? —Israel levantó una ceja.

Ingrid reconoció esa mirada, su amigo quería que pusieran en marcha uno de los tantos planes que habían ideado en las últimas semanas; uno que, a pesar de tener muchas imperfecciones, resurgía cada pocos días con apenas unas pequeñas variantes.

Ninguno de los dos había estado convencido de que esa era la forma más apropiada de abordar a Celeste porque necesitarían involucrar a varias compañeras del equipo, pero la situación ameritaba toda la ayuda que pudieran obtener.

—¿Estás seguro? —Ingrid lo miró con seriedad, haciendo referencia a que cada vez que hablaban del tema, llegaban a la conclusión de que perderían a Celeste para siempre si se atrevían a hacerle algo así.

Israel asintió.

—Está bien —respondió Ingrid—. Voy a hablar con las chicas. Te veo antes del entrenamiento y te cuento.

Israel asintió una vez más, esta vez sus ojos decían «gracias». Le apretó la mano y se marchó.

Al regresar a su clase, Ingrid sacó su celular discretamente, creó un grupo de Whatsapp con Fernanda y María, y comenzó a contarles sobre los moretones y el comportamiento de Celeste. Fernanda contestó primero, diciendo que ella también había notado ambas cosas y que éstas parecían coincidir con la aparición de Horacio en su vida. María respondió que ella había intentado hablar con Celeste en repetidas ocasiones, pero ella lo había negado todo y la última vez le había pedido que la dejara en paz.

Ingrid les contó a grandes rasgos lo que Israel le había descrito minutos atrás y también los detalles de su plan para confrontarla. Ambas respondieron, casi al mismo tiempo, que perdería amistad de Celeste si lo hacía. Ingrid no respondió. Entonces Fernanda mandó un mensaje diciendo «si estás consciente de las consecuencias, entonces sí le entro. Pero a ti te va a ir peor que a nosotras».

Luego llegó el mensaje de María «yo también le entro». Ingrid les dijo que estaba preparada para afrontar las consecuencias. Y ya no pudo escribir más porque su profesor le obligó a echar el celular en una caja que estaba sobre su escritorio.

Camino al campo de futbol, Ingrid pasó por las canchas multifuncionales. Israel, que estaba jugando una cascarita de básquetbol, fingió haber perdido un pase y el balón salió de la cancha, llegando a los pies de Ingrid.

—¡Pasa el balón, maestra! —Gritó él.

—Si lo quieres, vas a tener que venir por él —respondió ella, imitando el tono de desdén que usaba para dirigirse a él cuando no eran amigos.

Los compañeros de Israel comenzaron a hacerle burla mientras caminaba hacia ella.

—Ya está todo —dijo Ingrid cuando él se acercó—. No te vayas a ir, espérame y te llevo a tu casa después del entrenamiento y así te cuento en qué paró el asunto.

Él asintió sin decir nada y regresó corriendo a la cancha, balón en mano.

                                                                                                 -x-

Al terminar el entrenamiento, Ingrid fue la última en entrar a los vestidores. Camino a ellos, le dirigió una mirada asesina a Horacio, quien nunca se percató de estar siendo acribillado por el millón de cuchillos imaginarios que salían de sus ojos.

Mientras tanto, Fernanda y María habían sido efectivas en la ejecución del plan: habían esperado a que Celeste se metiera a la regadera para convencer a todas las demás de que se marcharan rápidamente. Había quienes estaban a medio desvestirse cuando ellas las detuvieron, había quienes ya estaban bañándose, pero aun así, ambas lograron dejar los vestidores completamente vacíos en menos de 5 minutos. Además, habían logrado sacar a todas las compañeras de manera silenciosa y ordenada, de modo que Celeste no sospechara nada. La cereza sobre el pastel, fue que cuando Ingrid entró, Fernanda tenía en sus manos la ropa que Celeste había dejado en una banca cercana a su ducha y María tenía su mochila.

—Espero que te escuche —dijo Fernanda.

—¡Suerte! —Fue lo único que María alcanzó a decir.

Ingrid dejó la ropa de Celeste lejos de las regaderas y se sentó en la banca más cercana a la única ducha que estaba en funcionamiento. Sus manos sudaban, por mucho intentaba secarlas sobre su uniforme.

Cuando el agua dejó de correr, Ingrid sintió un nudo en la garganta. Se puso de pie y esperó. Celeste salió de la ducha, con una toalla cubriéndole el cuerpo.

—Necesito pasar —dijo Celeste, señalando la banca.

—No voy a dejar que te vistas, es la única forma en la que no puedes salir huyendo de aquí —aseguró Ingrid, intentando aparentar seguridad.

—No estoy para bromitas, Ingrid. Déjame pasar.

—No estoy jugando —aseguró ella—. Cuando quiero hablar contigo, te vas. Cada que aparece Horacio, huyes. Pero esta vez no tienes alternativa.

—Tengo que irme, dame mi ropa —Celeste miró su reloj. Su nerviosismo era evidente tanto en su voz, como en su rostro.

—Sólo quiero hablar... y que seas honesta —dijo Ingrid.

—Horacio me está esperando —la voz de Celeste tembló.

—Estoy segura que puede esperarte diez minutos.

—No —Celeste intentó rodearla para ir hacia su ropa—. ¡Ya, Ingrid, por favor! —Su voz sonó como un suplicio, no como un reclamo.

—¡No! —Ingrid defendió el territorio, plantando bien los pies en el suelo, abriendo los brazos como los de un guardameta—. Antes quiero que me digas la verdad.

—¡Quítate! —El tono de Celeste se transformó en coraje y comenzó a empujarla con ambas manos.

—¿Qué? ¿Te va a golpear si tardas en salir? —Retó Ingrid—. ¿Es eso?

Celeste se quedó inmóvil, sus ojos llenos de desesperación. Estaba muerta de miedo. Ingrid entendió en ese momento, que Celeste jamás iba a delatar a Horacio.

En un ataque de coraje, con un movimiento rápido y casi violento, Ingrid le arrancó la toalla que le cubría el cuerpo, dejando al descubierto más moretones de los que pudo haber contado. Celeste tenía moretones de todos los tamaños y colores, distribuidos en el torso y la espalda. Uno en especial, le hizo sentir que las rodillas le fallarían: era un moretón más grande que su mano abierta, a la altura de su riñón derecho.

Celeste gritaba y forcejeaba por recuperar la toalla, pero Ingrid no estaba escuchando. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Esa era más evidencia de la que esperaba descubrir. Primero se sintió impotente; después, culpable de no haber hecho algo antes. Finalmente, la rabia se apoderó de ella. Le entregó la toalla a Celeste y salió corriendo.

Con los puños cerrados y la mirada cargada de furia, Ingrid saltó por pares los escalones que llevaban a la cancha. Los tapones de sus zapatos deportivos retumbaban sobre el concreto.

Caminó a paso veloz. Horacio, que se fumaba tranquilamente un cigarro mientras esperaba a Celeste, nunca la escuchó ni la vio venir.

Ingrid se lanzó contra él. Primero, con un golpe a la quijada con la mano derecha en un movimiento vehemente hacia abajo. Sus nudillos se sintieron calientes y luego le ardieron con una intensidad desconocida; tanto, que por un momento pensó que se los había roto. El segundo ataque fue una patada a la ingle, con los tapones de sus zapatos apuntando hacia los genitales de su enemigo; el tercero fue un izquierdazo que alcanzó la nariz del esperpento. De lo que siguió, no tuvo mucha consciencia, para entonces Horacio había reaccionado y había comenzado a responder el ataque.

La voz de Celeste, gritando en la distancia, era lo único que tenía bien claro mientras el dolor de los golpes comenzaba a esparcirse y a acumularse en su rostro, en su torso y en su espalda al caer al suelo.

Lo siguiente que supo fue que unas manos la jalaban, alejándola de la ráfaga de golpes; luego distinguió la silueta de Israel, lanzándose contra Horacio para surtirlo a puñetazos. Horacio acabó en el suelo en cuestión de segundos, pero Israel no se detenía. Celeste, descalza e histérica, llegó para interponerse.

—¡Déjalo! ¡Suéltalo! —se colgó del brazo de Israel.

Él, enajenado, tardó en comprender que su siguiente revés terminaría impactando en ella indirectamente. Celeste cayó al suelo; Israel se detuvo, preocupado. Entonces entendió lo que había sucedido. Luego volteó hacia Ingrid, que seguía en el suelo, incapaz de moverse.

Los ojos de Israel estaban irreconocibles, estaban tan negros y dilatados como los de un depredador.

Aprovechando la inmovilidad repentina de todos, Celeste se puso de pie y corrió hacia Horacio. Él tenía la nariz y el pómulo ensangrentados. Celeste comenzó a acariciarle el cabello y el rostro.

Ingrid e Israel miraban la escena con incredulidad. Ingrid leyó en los ojos de Israel un dolor que iba más allá de la decepción. Tambaleándose, su amigo se secó el sudor de la cara en las mangas de su camiseta, se acercó a Ingrid y extendió la mano.

—¡Vámonos! —Dijo con un tono muy serio.

Ingrid volteó hacia Celeste de nuevo, ignorando la mano de Israel.

—¡Vámonos, maestra! —insistió él, con un tono aún más duro que antes, pero entonces Ingrid comprendió que no era enojo, sino decepción.

Ingrid le dio la mano y él le ayudó a ponerse de pie. Ingrid intentó acercarse a Celeste, pero el brazo de Israel se lo impidió.

—No te va a escuchar —aseguró su amigo.

—¡Celeste! —gritó ella, haciendo caso omiso a las palabras de Israel.

—¡Lárgate! ¡Déjame en paz! —Grito Celeste sin dejar nunca de atender a Horacio—. ¿No estás conforme con lo que acabas de hacer?

—Vámonos —insistió Israel, con voz irracionalmente tranquila.

—Celeste... —dijo Ingrid, en voz baja, con los ojos llenos de lágrimas.

—Tenías razón —Israel intentó llevársela de la cancha, pero ella puso resistencia con todas sus fuerzas. Israel la tomó del rostro con ambas manos y le obligó a mirarle—. Tenías razón, Ingrid. No podemos ayudarla. No hay nada más qué hacer.

Ingrid no respondió.

Casi arrastrándola, Israel se la llevó de ahí.

Para entonces, varios alumnos y maestros ya estaban llegando a la escena. El prefecto solamente tuvo que mirarlos para entender los acontecimientos a grandes rasgos.

—No pueden irse —amenazó mirando primero a Israel y luego a Ingrid—. No pueden dejar las instalaciones hasta que hayan respondido a todas mis preguntas.

Israel asintió en silencio. Ingrid no dio señales de haber escuchado una sola palabra. El prefecto les dirigió su mirada más amenazadora y luego continuó su camino hacia la cancha de futbol.

En la explanada, la agitación entre los alumnos era evidente. Además, los guardias de seguridad habían cerrado la reja de la entrada y estaban recibiendo instrucciones por medio de sus walkie-talkies.

—¿Y ahora? —Preguntó Ingrid, mirando hacia un lado del plantel y luego hacia el otro.

—Ahora nos sentamos y esperamos a pagar las consecuencias de nuestros actos —respondió Israel, señalando la jardinera de concreto más cercana a la dirección.

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