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Capítulo 12: Celeste

Al principio le molestaba no poder disfrutar del sexo con Horacio. Sin importar si lo hacían en el asiento de atrás de su pedazo de chatarra, en un motel, o en la habitación de él —cuando su mamá no estaba en casa—, la experiencia siempre era igual: todo sucedía muy rápido, sin preámbulo, sin caricias ni cariños, él siempre iba a lo que iba; la desnudaba, la penetraba, pegaba de gritos intensos y luego se desparramaba sobre ella, agotado. Ella no tenía contra qué compararlo, así que solamente podía suponer que eso era el sexo y punto. A veces simplemente se quedaba ahí, quieta, esperando a que todo terminara; otras veces, en verdad ponía empeño en intentar que le gustase, así, como todas sus amigas aseguraban que les gustaba, pero no lo lograba. Al cabo de un tiempo dejó de ser doloroso, pero nunca dejó de ser incómodo.

Lo que le gustaba de él era todo lo demás. Era cierto que cuando estaba delante de sus amigos o de otras personas podía ser un perfecto cretino, pero cuando estaban a solas era un verdadero romántico que no se cansaba de decirle lo bonita que era, lo perfecto que era su cuerpo y que era la mujer que siempre había soñado. Le compraba flores y chocolates, la llevaba a cenar, pasaba a buscarla a la escuela para que no tuviera que andar en transporte público. Todo eso lo convertía en un caballero, de esos que su mamá aseguraba que ya se habían extinguido.

Algunas semanas después de que Celeste aceptara ser su novia, comenzaron los chantajes y las escenas de celos. Si se le ocurría decirle que no tenía ganas de acostarse con él, Horacio comenzaba a quejarse por horas, y a veces incluso días completos; si ella le decía que iría a casa de alguna amiga a estudiar o a hacer tarea de equipo, él la interrogaba sobre quienes estarían ahí ¿iría algún hombre? ¿qué amigas eran? ¿tarea de qué y por qué no podía hacerla ella sola? Al cabo de un largo y complejo careo, la llevaba y se quedaba estacionado afuera, esperándola hasta que llegase la hora de ir a su casa. Si le decía que no podía salir con él porque tenía que atender a sus hermanos, él se ponía furioso, le decía que ese era trabajo de su mamá y le advertía que no le estuviera poniendo pretextos; que si no quería verlo, se lo dijera a la cara y entonces podía olvidarse de él para siempre. Luego le decía que la quería de a de veras, que no podía vivir sin ella, y que tuviera cuidado de no lastimarlo porque nadie nunca la amaría como la amaba él.

Pronto, Celeste dejó de atender a sus hermanos por estar atendiendo las necesidades de su novio; se olvidó del compromiso que había hecho consigo misma de ver por ellos. Dejó de salir con sus primos y con sus amigos. Todo su tiempo tenía que ser para Horacio, de lo contrario, venían las peleas, las amenazas de terminar y los gritos.

Las únicas amistades que le quedaban estaban en la escuela: Israel, Ricardo y varios de sus compañeros que le hacían la tarea o le pasaban la copia en los exámenes; pero pronto aprendió a dejar de mencionarlos en conversaciones, puesto que su mera existencia resultaba una amenaza para Horacio.

Los jaloneos, las amenazas y las cachetadas vinieron después. La primera vez le creyó que había sido un accidente, que se había alterado y había perdido el control, por eso le había apretado el brazo con tanta fuerza mientras la jaloneaba; también le creyó que no volvería a suceder. La segunda vez no tuvo corazón para decirle que no quería volver a verlo, no pudo resistirse a las lágrimas que adornaron los mil perdones que le pidió de rodillas, después de haberla empujado contra una pared en un arranque de celos; la tercera y las subsecuentes, decidió que quizás era un karma que estaba pagando por estar enamorada de una mujer.

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El día en que Ingrid se acercó para intentar hablar, ella hubiera terminado accediendo a quedarse, quizás hubiera soportado escucharle decir que no correspondía sus sentimientos, si eso hubiese significado que podían recuperar su amistad, pero apenas una semana antes, Horacio había pasado horas repitiéndole que seguramente su compañera la tortilla estaba tan enamorada de ella como lo estaba toda esa partida de idiotas que ella inocentemente llamaba «amigos».

«Nadie es tu amigo,» había asegurado Horacio «todos los que se acercan a ti quieren una sola cosa, Celeste, y más te vale que lo entiendas por las buenas: quieren acostarse contigo.» A ella le hubiera encantado creer esas palabras y convencerse de que eso era lo que Ingrid quería, pero sabía que no era cierto. Para su mala suerte, a pesar de no ser correspondida, la extrañaba. Su intento de reconectar hubiera dado resultado de no ser porque ahora sabía que todos sus amigos representaban una amenaza para Horacio; verlo aparecer en la distancia fue lo que terminó por convencerla de dejar ir esa oportunidad de componer las cosas con Ingrid.

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Los verdaderos problemas de Celeste comenzaron una noche especialmente mala en la que Horacio la llevó a un bar de trova; todos sus amigos fueron también con sus novias, pero Celeste fue la única que recibió varias bebidas pagadas por un admirador anónimo. Cuando Horacio recibió la cuenta, se había alegrado al ver que ésta estaba mal, a su favor; pero apenas entendió que todas las bebidas que faltaban en la comanda eran las de Celeste, se paró hecho un energúmeno y fue a la caja a reclamar. El cajero le dijo que todas esas bebidas las había pagado un cliente que ya se había marchado y que él no sabía nada más del asunto.

Horacio, enojado y maldiciendo, pagó por sus bebidas, regresó a su mesa, tomó a Celeste del brazo y se la llevó hasta su auto a punta de jaloneos. Sus amigos, divertidos con la situación, pagaron sus respectivas cuentas y se fueron, cada cual por su lado, sin reparar en lo que había sucedido.

—Más te vale que me digas quién era el cabrón con el que estuviste coqueteando toda la noche —reclamó Horacio, manejando más rápido de lo normal.

—No le estuve coqueteando a nadie —aseguró Celeste, intentando mantenerse fría; intentando, también, ignorar el dolor que sentía en el brazo.

—¿Y entonces? —Horacio la miraba a ella en lugar de ver su camino—. ¿Llegaron solitas o qué?

—Siempre que salgo me llega, por lo menos, una bebida de alguien que no conozco —dijo ella, encogiendo los hombros—. A veces ni me entero de quién me la mandó...

—¡Eso es porque eres una coqueta de la chingada! ¡No creas que me haces pendejo!

—No le estuve coqueteando a nadie —insistió ella, con el tono más tranquilo que pudo manejar. A esas alturas ya había aprendido que alterarse solamente empeoraba las cosas.

—¡Antes podías estar con tus puterías si querías, pero ahora tienes novio y lo respetas! ¿Entendiste?

—Pero no estuve...

Una cachetada le impidió terminar de hablar.

—¿Me entendiste? —Horacio estaba más furioso que nunca.

Estacionó el auto en un parque vacío y mal iluminado. Uno de esos cercanos a casa de Celeste. Se bajó, rodeó la carcacha y abrió la puerta del lado del copiloto. La sacó de un jalón y la empujó de espaldas sobre el auto.

—No soy tu pendejo, Celeste. Tienes que respetarme —Horacio comenzó a quitarse el cinturón que le sostenía los pantalones.

Celeste no pudo responder. El miedo la tenía paralizada. Horacio la había sacudido, empujado y cacheteado antes, pero nunca le había pegado. Él se enredó la mitad del cinturón en la mano derecha y lo usó para darle tres latigazos en el cuerpo.

Celeste no gritó. Las lágrimas que escaparon de sus ojos, hicieron un recorrido silencioso por sus mejillas, ella no emitió sonido alguno. Si algo había aprendido de su mamá, era que jamás le daría el gusto de delatar cuanto le estaba doliendo lo que le hacía.

Esa noche mientras se bañaba, Celeste pensó que quizás ya había pagado por los karmas de varias vidas juntas y que era hora de mandar a Horacio a donde merecía irse. No tenía la menor idea de cómo lo haría, puesto que romper con él significaría enfrentarse nuevamente a ese monstruo que acababa de conocer, y no estaba segura de poder sobrevivir a algo así nuevamente, pero tenía que hacerlo.

Mientras se vestía, su mamá entró al baño. Celeste comprendió entonces que había olvidado ponerle seguro a la puerta; el estado tan frágil en el que se encontraba cuando llegó a su casa le había nublado los pensamientos, y en su desesperación por meterse bajo la regadera, había olvidado el paso más básico de todo miembro de una familia grande. Doña Josefina la miró de arriba a abajo, negando con la cabeza.

Celeste apretó los labios y contuvo las lágrimas.

—¡Ay, hijita!

Celeste esperó un poco más, presintiendo reclamos, regaños, o amenazas de ser acusada con su papá. Si su papá se enteraba, quizás iría corriendo a matar a Horacio en ese mismo momento... y quizás eso no tendría nada de malo.

—Tenías que buscarte uno igualito a tu papá —doña Josefina torció la boca y la miró con los ojos llenos de tristeza—. Ya ni modos, si ese es el hombre que Dios planeó para ti, tienes que aguantarlo como es —suspiró, resignada, se dio vuelta y salió del baño sin decir nada más.

Celeste miró su reflejo en el espejo y sintió una ira que nunca antes había experimentado. Ella nunca había deseado ser como su mamá y pese a todo, ahora era un clon suyo, una copia al carbón.

Celeste bajó la mirada y cerró los puños.

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