Después de pensárselo mucho, Ingrid decidió que era momento de hablar con Celeste. Habían perdido más de dos semanas en un ridículo malentendido y era hora de tomar cartas en el asunto. Si tenía que disculparse por sus sentimientos, lo haría; si tenía que rogar por una segunda oportunidad, también. Si decirle lo que sentía por ella iba a terminar de romper el lazo que alguna vez existió entre ellas, entonces que así fuera: por lo menos la perdería habiendo tenido el gusto de decirle que la quería.
Solo con imaginar la escena, le invadían los nervios y se le revolvía el estómago. Ese sería el salto de fe más arriesgado que daría, pero Celeste lo valía. ¿Y si lo que había visto esa noche en los casilleros del vestidor no había sido una jugarreta de su mente? ¿Y si Celeste sí le correspondía? ¿Y si este era el primer paso hacia la historia de amor que recordaría el resto de su vida? Cuando comenzaba a hacerse esas preguntas, su estómago se apaciguaba, su corazón se aceleraba y la mente se le ponía tan ligera, que casi sentía que podía abrir los brazos y volar.
Lo haría esa misma tarde, al terminar el entrenamiento: no podía esperar más, tenía que decirle lo que sentía... fuera cual fuese el resultado.
Esa tarde, durante el calentamiento y la práctica, Celeste evitó a toda costa mirarla o tener contacto físico con ella, pero a diferencia de los días anteriores, en esta ocasión, Ingrid le sonreía cuando sus miradas se cruzaban, ocasionando que Celeste regresara los ojos hacia ella, inclinando un poco la cabeza, como preguntándose qué estaba pasando. Había logrado capturar su atención, eso facilitaría iniciar una conversación en los vestidores, y quizás lograría convencerla de quedarse un poco más, para que pudieran conversar a solas.
Al acabar la práctica, mientras el profe les daba algunas indicaciones finales, una figura llamó la atención de Ingrid. En la primera fila de las gradas de concreto estaba sentado un tipo escueto y poco agraciado, con actitud de maleante. Se veía varios años mayor y no tenía uniforme de la escuela. Lo primero que vino a su mente fue que quizás alguno de los compañeros del equipo varonil se había metido en problemas con otra escuela y este mafioso había venido a pasar factura, como era común que sucediera en los bachilleratos públicos. Hasta entonces, Ingrid nunca había presenciado una de esas peleas que resultaban de una mala mirada en la cancha, y luego se prolongaban por meses, escalando al grado de terminar en un enfrentamiento callejero entre bandadas de alumnos de dos escuelas; pero había escuchado de varias que se habían vuelto legendarias.
Quizás este malandrín había venido pensando encontrar al equipo varonil aquí, quizás venía para estudiar los horarios del equipo y poder planear su ataque adecuadamente. Lo único que no tenía sentido era que se hubiera quedado a ver la práctica entera y siguiera ahí, ahora que el entrenador podía verlo, y sacarlo, de ser necesario.
El profe aplaudió, dando por terminada la práctica y todas las compañeras salieron apresuradas hacia los vestidores. Ingrid comenzó a buscar a Celeste con la mirada, quería acercarse a ella tan pronto como le fuera posible para aprovechar que ya había logrado llamar su atención, pero cuando por fin dio con ella, su amiga estaba corriendo hacia las gradas, seguida por las compañeras con las que mejor se llevaba.
El corazón de Ingrid se aceleró con un nerviosismo distinto al que le había invadido durante el día entero. Éste era el nerviosismo de quien presiente que sus planes están a punto de colapsarse. Ingrid se detuvo en seco mientras observaba a Celeste llegar a los brazos de aquel esperpento y colocarle un beso digno de una comedia romántica hollywoodense. Mientras la escena se repetía en su mente en cámara lenta, en diversos ángulos y acompañada por el tema principal de la película Tiburón, su estómago comenzaba a encolerizarse, retumbando como si un remolino estuviera cobrando vida dentro de él.
El griterío emocionado de las compañeras les obligó, después de unos segundos, a interrumpir el intercambio de fluidos. Sonriente y hasta sonrojada, Celeste se apartó del sujeto y comenzó a presentarlo como su novio: Horacio. Ingrid reunió todas las fuerzas que aún le quedaban y se obligó a acercarse a la turba emocionada de compañeras; después, se obligó a estrechar la mano del esperpento aquel y finalmente, se obligó a decir «mucho gusto, Ingrid». Con un poquito de atención, cualquiera hubiera notado que un escupitajo en la cara hubiera sido más amable que el tono de aquel saludo; para su fortuna, las voces emocionadas de sus compañeras habían ahogado sus palabras. Después de unos instantes de estar ahí, incrédula e inmóvil, Ingrid se disculpó con el grupo y se retiró hacia los vestidores.
Mientras caminaba, podía ver todas sus ilusiones cayendo en pedazos a su alrededor como copos de nieve. ¿Qué veía Celeste en ese maleante? ¿Eso era lo que en verdad quería? ¿Era él la razón por la cual nunca se había decidido entre Israel y Ricardo? Celeste tenía montones de pretendientes en la escuela, y otros tantos fuera de ella... ¿y este tipejo era con quien decidía quedarse?
-x-
Las siguientes semanas fueron insípidas; Ingrid manejaba con la mente en otra dimensión, comía sin poder distinguir si lo que tenía en la boca era un manjar o meras cenizas, entrenaba sin motivación y anticipaba dolorosamente el final de cada práctica, ya que cada uno traía consigo una desagradable escena de intercambio de fluidos entre Celeste y Horacio.
Una tarde, mientras comía sola en una de las jardineras más escondidas del plantel, la voz de Israel le sobresaltó.
—La vida es una porquería —dijo mientras se sentaba a su lado. Serio, casi amenazador—, eso o Dios es un sádico —la miró a los ojos, esperando su reacción.
—¿Qué quieres? —preguntó ella sosteniéndole la mirada, sin intimidarse.
Ingrid solamente había cruzado palabra con Israel tres veces desde que había comenzado a estudiar en el CBF No.1, pero su desagrado mutuo era evidente y del dominio público; ninguno de los dos dejaba ir nunca la oportunidad de hablar mal del otro en presencia de Celeste.
—Es como su marca registrada, ¿sabes? Te hace sentir que eres indispensable, pero siempre llega alguien más, alguien a quien necesita más, a quien quiere más.
—¿No hay ningún lugar al que tengas que ir urgentemente? —preguntó ella, sin emoción—. Al carajo, por ejemplo.
—No te culpo por enamorarte de ella —respondió él, encogiendo los hombros—. No eres la primera y evidentemente no serás la última persona que lo haga.
—¿Qué quieres? ¿Regodearte? Adelante, pero termina rápido y déjame en paz —Ingrid guardó el resto de su hamburguesa y la puso a un lado—. Tengo mejores cosas que hacer con mi tiempo...
—¿Revolcarte en tu miseria, por ejemplo? —se burló él.
Ella se puso de pie, lista para marcharse.
—¡Cálmate, maestra! —Él la tomó del brazo, con firmeza, pero sin abusar de su fuerza—. Vine para hablar contigo porque es importante.
Ingrid no respondió, pero tampoco se movió. Israel la soltó.
—Lo peor de estar así de embrutecidamente enamorado, es que uno solamente quiere lo mejor para ella —Israel hizo una mueca—. La quiero tanto, que fui capaz de hacerme a un lado por darle una oportunidad a Ricardo; la quiero tanto, que incluso fui capaz de hacerlo por darte una oportunidad a ti: si esa era su felicidad, yo no iba a interponerme.
—¿Qué quieres? ¿Una medalla?
—No —respondió él, con menos dureza en el rostro, pero la misma urgencia en la voz—. Lo que quiero es que entiendas que siempre he deseado que Celeste sea feliz.
—Me parece que está bastante feliz con Horacio...
—Ese imbécil la golpea —Interrumpió Israel, serio, seguro, contundente.
Ella no dijo nada, frunció el ceño, intrigada.
—Ricardo le vio un moretón la semana pasada, ella dijo que se había caído. Yo le vi uno distinto hace unos días y me dijo que se lo hizo jugando. Hoy en la mañana llegó con uno nuevo. Ninguno de los dos le ha querido preguntar. Tú eres su mejor amiga, a ti quizás sí te quiera decir la verdad.
—¿Tres moretones te hacen pensar que el esperpento la golpea? —Ingrid se sentó—. Podría estar diciendo la verdad. En el entrenamiento hay accidentes constantemente...
—¿Le has visto moretones alguna vez? —interrumpió él.
—No, pero...
—¿La considerarías torpe? ¿Distraída? ¿Una persona propensa a accidentarse? —Israel estaba tan convencido de sus sospechas, que no había duda en sus ojos.
Ingrid no respondió, estaba repasando en su mente los entrenamientos, la convivencia diaria con Celeste, incluso la ocasión en que la había visto desnuda. Ningún moretón, ningún accidente.
—Mi hermana está casada con un golpeador, Ingrid. Reconozco los patrones. Después de tres años de escuchar pretextos estúpidos, sé cuando una mujer está mintiendo por proteger a su macho.
Aquella última palabra había sonado especialmente despectiva en los labios de Israel.
—Tu amistad con ella es muy distinta a la mía o la de Ricardo —continuó—. Te admira, siempre lo ha hecho. Cuando llegaste, se olvidó de todo y se prendió de ti —él se aclaró la garganta—; honestamente, todo este tiempo pensé que estaba enamorada de ti.
Ingrid no respondió. Parpadeó algunas veces. Bajó la mirada. Le tomó algunos segundos reunir las fuerzas necesarias para levantar la cara nuevamente.
—Nunca me pregunté si tú lo estabas de ella —dijo él, sin una pizca de celos o malicia en la voz—, siempre supe que si no lo estabas, lo estarías en algún momento.
Se miraron en silencio. Una brisa fresca sopló entre los árboles, haciendo crujir las hojas, levantando polvo del piso, sacudiendo el cabello de ambos.
—Si te pido que hables con ella es por su bien, no por el mío.
—Ha estado distante por más de un mes —dijo Ingrid, más para sí misma que para Israel—. No creo que vaya a abrirme el corazón mágicamente.
—Probablemente no —dijo Israel, intentando recuperar su característico tono sardónico—, pero dicen que no hay peor lucha que la que no se hace.
—Voy a intentarlo.
—Gracias —Israel se levantó para marcharse.
—¿Quieres media hamburguesa? —ella le ofreció el contenedor de poliestireno—. Ya se me fue el hambre.
—Ya tiene tus babas, maestra.
—¿Qué? ¿Te da miedo comenzar a batear para el otro lado?
Israel sonrió, abrió el contenedor, sacó la hamburguesa y se la comió en dos bocados mientras se alejaba. Al pasar por un bote de basura, echó el contenedor y siguió su camino.
Esa tarde durante el calentamiento, Ingrid se percató de la ausencia de Horacio en la banca; últimamente ya no iba todos los días, como al principio. Al iniciar el entrenamiento, estuvo observando a Celeste hasta que encontró los moretones que Israel le había descrito. En efecto, uno se veía reciente mientras que los otros dos estaban por desaparecer. Algo estaba definitivamente mal y ella no podía quedarse de brazos cruzados. Después de algunos pases malogrados, se fingió desorientada en una jugada y fue a estrellarse contra Celeste. La fuerza del impacto las tumbó a ambas.
—Lo siento mucho —dijo Ingrid. Al ponerse de pie, extendió la mano para ayudar a Celeste a incorporarse y entonces señaló uno de los moretones—. ¿Yo te hice eso?
—No, no —respondió ella, nerviosa—. Fue el torpe de mi hermano.
Ingrid sintió una punzada en el estómago; Israel tenía razón: Celeste estaba mintiendo.
—Hace mucho que no platicamos —se apresuró a decir antes de que Celeste se alejara—. ¿Quieres ir por un helado al rato? O podríamos ir por unas hamburguesas.
—No sé si tenga tiempo, Horacio viene por mí...
—Piénsalo —interrumpió Ingrid antes recibir una negativa determinante.
Celeste, intrigada, se quedó en silencio.
—Lo que sea que te ha estado alejando de mí, lo que sea que haya hecho para espantarte... estoy segura que hablando podemos arreglarlo.
—No hiciste nada —Celeste desvió la mirada—, simplemente las cosas cambian.
—¿Les compro un café? —gritó el profe.
—¿Hablamos luego? —insistió Ingrid mientras corría de espaldas hacia su posición.
—No hay nada de qué hablar —Celeste no se movió.
—Sabes que no es cierto —Ingrid se detuvo.
Celeste se dio vuelta y corrió hacia su posición. El profe sopló el silbato a todo pulmón y el balón se puso en juego nuevamente.
-x-
Al terminar el entrenamiento, Ingrid se apresuró a alcanzar a su amiga antes de que se fuera a los vestidores.
—¡Celeste! —la tomó de la mano, obligándole a detenerse.
—Ingrid, no tenemos nada de qué hablar —dijo ella, mirándola con algo que parecía ser rencor.
Ingrid no lograba descifrar qué era lo que había en el rostro de su amiga, pero se había detenido y su mano aún se encontraba en la suya. Esta era su oportunidad de decirle todo lo que había planeado decirle aquel día en que se había decidido a componer la fractura en su amistad. Ingrid esperó un poco más a que sus compañeras se alejaran, necesitaba por lo menos un poquito de privacidad para poder abrirle el corazón. Mientras esperaba, repasaba en su mente el modo en que Celeste la había mirado esa tarde.
—Tengo muchas cosas que decir, Celeste. Sé que me alejé de ti después de lo que pasó en los vestidores, pero tienes que entender que...
—No sé de qué hablas —interrumpió Celeste, soltándose de su mano y dándose vuelta.
—Sabes perfectamente de lo que hablo —aseguró Ingrid, siguiéndola de cerca.
Celeste se detuvo, mirando en todas direcciones y finalmente mirándola a ella.
—De acuerdo, sé perfectamente de lo que hablas y no me interesa nada que tengas que decir al respecto. Ese día te fuiste sin decir nada, me preocupé por ti y cuando regresaste no quisiste hablar, luego te alejaste... no quieras venir a componerlo ahora.
Horacio apareció en la distancia, caminando hacia la cancha. Ingrid lo vio y supo que el tiempo se le estaba agotando.
—Quiero explicarte lo que sucedió ese día y...
—No hay nada que explicar —interrumpió Celeste. Luego se dio vuelta y se marchó para recibir a Horacio del modo, cuasi-indecente, que lo hacía siempre.
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