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Capítulo 10: Celeste

Desde que Reinaldo se había marchado de la casa como resultado de su pelea con su papá, la vida de Celeste se había complicado muchísimo. Ahora la responsabilidad de sus hermanos menores recaía en ella; nadie tenía que decírselo o pedírselo, Celeste sabía que si ella no se ocupaba de ellos, nadie más lo haría. En enero, cuando regresaron a clases, Celeste renunció al equipo de voleibol y les dijo a sus compañeras del equipo de futbol que ya no podría quedarse a las prácticas privadas con Ingrid. Para evitar entrar en explicaciones más detalladas, dijo únicamente que su mamá la necesitaba en las tardes y eso bastó para el profe, para Ingrid y para las demás jugadoras.

Ingrid había intentado indagar un poco más, pero Celeste no quería que nadie supiera lo que sucedía en su casa, especialmente ella. La situación de sus papás le causaba pena ajena. Los únicos que sabían al respecto eran Israel y Ricardo; ambos se habían enterado por su propia cuenta en momentos distintos del primer semestre y ambos habían mantenido «el secreto», convencidos de tener información privilegiada, que el otro desconocía, sobre la vida de su amiga.

En enero Celeste les había contado a ambos, por separado, lo que había sucedido entre su papá y Reinaldo en la fiesta de Navidad. Esa era la única ocasión en la que había hablado de sus problemas familiares con alguien, y su razón para hacerlo era el tremendo peso de las responsabilidades que acababa de heredar. Celeste necesitaba un consejo; necesitaba que alguien le ayudara a decidir qué hacer.

Ricardo no supo qué decirle, él nunca había estado en una situación similar, era hijo único y el matrimonio de sus papás era bueno y aparentemente feliz. Lo único que pudo hacer por ella, fue intentar convencerla de que ella podía sobrellevar lo que fuera que la vida le lanzara.

Israel, en cambio, vivía un calvario muy similar: su papá había sido infiel en diversas ocasiones y su mamá lo había perdonado siempre, lo que ocasionaba peleas, gritos, y escenas de celos constantes. Su hermana mayor se había casado y se había ido de casa tres años antes; él era el mayor de los cuatro varones restantes: todos rebeldes como él, todos más problemáticos que él. Israel nunca había tenido que ver por ellos, porque ese trabajo lo hacía a la perfección su mamá, pero él se había propuesto ser el modelo a seguir que ninguno de ellos obtendría de su papá.

Israel le había dado muy buenos consejos. Había sido idea suya que Celeste renunciara a uno de sus deportes: «necesitas dedicarles tiempo pero tienes que conservar algo que te apasione, sino te vas a deprimir; si fuera tú, dejaría uno de los equipos para poder llegar a buena hora a casa». También había sido idea suya que no le contara los problemas de casa a Reinaldo, ya que solamente lo preocuparía cuando no había nada que él pudiera hacer al respecto.

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La tarde en que Ingrid no llegó a la cafetería a comer, Celeste fue a buscarla a su aula, pero tampoco pudo encontrarla.

—¿Has visto a Ingrid? —Preguntó, acercándose a Fernanda.

—Se fue hace un rato —respondió su compañera, sin darle mucha importancia al asunto.

—¿Se fue? ¿A dónde? —Celeste fingió un tono casual.

—No lo sé —dijo Fernanda, encogiéndose de hombros—. Entró corriendo, empacó sus cosas y se fue sin decirle nada a nadie.

Celeste se despidió y regresó a su aula, preocupada. Mientras caminaba, se preguntaba qué podía haber sucedido para que su amiga se fuera de la escuela con tanta prisa y sin haberle dicho que no llegaría a comer con ella. ¿Había sido una emergencia? ¿Había muerto alguien? ¿Había tenido problemas con sus papás?

Luego pensó que si ella hubiera sido una amiga más comprometida, quizás sabría las respuestas sin tener que preguntarle, en cambio, estaba ahí: a ciegas, esperando y sin la menor idea de qué hacer.

Después de una hora, Celeste comenzó a debatirse en silencio si debía llamarle a su amiga o no. Quería hacerlo, por lo menos para dejarle en claro que podía contar con ella, si la necesitaba; pero por otro lado, le preocupaba que no fuera un buen momento: si Ingrid se encontraba en una situación delicada, lo último que necesitaba era que su teléfono comenzara a sonar.

Celeste tardó media hora más en animarse, por fin, a marcar el número de Ingrid y cuando lo hizo, ella no le contestó.

Al verla aparecer detrás del último edificio de aulas, caminando hacia la cancha, Celeste sintió que el alma le regresaba al cuerpo. Si Ingrid había llegado a la práctica, eso quería decir que las cosas no podían estar tan mal; que fuera lo que fuere, su amiga estaba bien. Intentó buscar su mirada para asegurarse que así era, pero ella estaba absorta en sí misma.

Cuando el profe envió a Ingrid a los vestidores, Celeste ni siquiera tuvo la delicadeza de disculparse: abandonó el calentamiento y corrió detrás de su amiga. Después de casi tumbarla de espaldas con un abrazo sorpresivo, quiso explicarle que... ¿explicarle qué? ¿Cómo le expresaría lo que sentía si ella misma no lo entendía? ¿Y qué haría si le estaba entregando el corazón a la persona equivocada? Ingrid nunca había delatado atracción hacia ella; peor aún, nunca había siquiera tocado el tema de su orientación sexual. ¿Qué sería de ella si sus sentimientos estaban completamente fuera de lugar? ¿Qué le hacía presumir que Ingrid correspondería a sus sentimientos?

En centésimas de un segundo, mientras balbuceaba todo lo que había pasado por su mente en la ausencia de su amiga, Celeste decidió que lo único que podía hacer era dejar que las cosas fluyeran: la miró sin alejarse, a sabiendas de que la posición ocasionaría que sus rostros, sus ojos y sus labios estuvieran muy cerca. Ahí comenzaba y terminaba su plan: ponerse en bandeja de plata para Ingrid. Si ella sentía lo mismo, lo sabría en un instante; sino, también.

La mirada de Ingrid era intensa, profunda, misteriosa. Celeste esperó y luego esperó un poco más. Los segundos se prolongaron hasta que no pudo distinguirlos de las horas. Entonces supo que la respuesta estaba implícita en la ausencia de acción.

El momento había pasado; Ingrid no se había movido ni un milímetro y la miraba con una expresión que ella no lograba descifrar. En ese instante, más que nunca, deseó poder leer la jugada que estaba germinando en la mente de su amiga, pero no pudo.

La vergüenza siguió a la sorpresa, luego vino la frustración y por último el franco enojo.

—Te espero afuera —dijo, temblando de ira. Se dio vuelta y se marchó a toda prisa.

Celeste corrió hacia las canchas, arrepentida de haberse puesto en evidencia de un modo tan espectacular, sobrepasando lo que su consciencia cuadrada podía soportar. ¿Estaba loca? ¿Cómo se le había ocurrido pensar que Ingrid también la quería? Y ahora que le había mostrado abiertamente sus sentimientos, había arruinado su relación quizás de manera irreparable. ¿En dónde encontraría el valor necesario para volver a mirarla después de haberse humillado de ese modo?

Celeste se unió al calentamiento, intentando sacar toda su ira en cada movimiento: corriendo con furia, levantando las rodillas con la fuerza de su frustración, moviendo la cabeza de un lado a otro con la contundencia de su vergüenza.

Cuando Ingrid se unió al entrenamiento, Celeste no tuvo las agallas de dirigirle la palabra, mucho menos de mirarla a los ojos. Cada minuto de la práctica, Celeste lo pasó tratando de idear el modo de evitarla en los vestidores cuando fuera momento de ir a casa. Un gran alivio le colmó el pecho cuando Ingrid le ahorró la pena, desapareciéndose una vez más sin despedirse de nadie.

Los siguientes días fueron un calvario en el desgaste mental que le provocaba revivir la escena; confirmar una y otra vez la inmovilidad de Ingrid ante una invitación tan directa; el saberse ridiculizada ante los ojos de su amiga. Lo que más le dolía, sin embargo, era haber confirmado sus sospechas de que nunca es recomendable entregar el corazón.

La parte más racional de su mente le decía que alejarse de Ingrid no era la solución al problema, pero no lograba encontrar las fuerzas necesarias para disculparse por haber asumido que sus sentimientos eran correspondidos. Además, Ingrid no hacía ningún intento de acercarse para aclarar la situación, lo cual sólo podía significar una cosa: la había ofendido con su ofrecimiento y ahora ella no quería su amistad.

Fue en esos días de confusión emocional y cansancio mental que Celeste conoció a Horacio. Los primos de Celeste, que vivían a cinco calles de ella, decidieron aprovechar que sus padres se habían ido solos a pasar el fin de semana a Valladolid, para organizar una fiesta pequeña que terminó por convertirse en una de las más memorables de la colonia por la cantidad de gente, alcohol y peleas que coincidieron en un mismo lugar.

Horacio era un muchacho de esa calle, tenía la edad del más grande de sus primos y llevaba una amistad de años con él. Celeste lo conocía de fama: sabía que era uno de esos rebeldes que dejaron la escuela a temprana edad para meterse a trabajar porque no podían esperar para ser dueños de sí mismos; uno de esos bien machotes que no le tenían miedo a nada, de esos que se metían en las peleas de otros con tal de defender a sus amigos; uno de esos que no se tentaban el corazón cuando querían conseguir algo y que no se achicaban cuando les gustaba una mujer. Horacio no era Israel ni Ricardo; Horacio no era un hombre a medias y eso era precisamente lo que ella estaba buscando en ese momento: un hombre de a de veras que le borrase a Ingrid de la mente de una vez por todas.

Horacio no dejó pasar más de cinco minutos entre la primera mirada que cruzaron y la primera cerveza que puso en las manos de Celeste. «Un poco de alcohol y tantita conversación superficial», eso era lo único que requería, según él, cualquier mujer para acabar en sus brazos. Celeste no fue la excepción.

Dos horas después de haberse conocido formalmente, ya estaban besuqueándose en un rincón oscuro del patio. Para su mala fortuna, las tres o cuatro horas que pasó con él, también las pasó pensando en Ingrid.

Esa noche, dolorosamente sobria, pero con una monumental cruda moral, Celeste acabó llorando en su cama, preguntándose qué le estaba pasando y por qué a ella.

En los días subsecuentes su estabilidad emocional cayó en picada, oportunidad que Horacio no desperdició. Experto como era en hacer limonada cuando la vida le daba limones, se la llevó a la cama al tercer día de conocerla.

Esa había sido la primera vez de Celeste, y sería un acto que nunca olvidaría porque había padecido cada uno de los 18 minutos que duró. Mientras Horacio hacía lo suyo y se preocupaba únicamente de sí mismo, ella intentaba acomodarse, intentaba que no le doliera, intentaba desesperadamente encontrar algo que pudiera disfrutar de toda esa experiencia tan poco religiosa. «Seguro es cuestión de práctica» pensó, mientras Horacio le sudaba encima, pegando de gritos y gemidos, que fueron presagio de un final que a ella le causó alivio en lugar de placer.

Dos semanas después, Horacio le pidió —en toda la formalidad post coito del asiento trasero de su auto destartalado— que fuera su novia; ella aceptó sin emoción, mirando el mar, sintiendo la cálida brisa nocturna entrar por la ventana, preguntándose si en algún momento pasaría una patrulla por ahí y les pondría una multa por tener relaciones sexuales en la vía pública.

Los días pasaban, y Celeste continuaba atrapada en una quietud insoportable: las cosas en casa siempre estaban mal, Horacio seguía siendo el único que disfrutaba de sus encuentros sexuales, y ella no podía dejar de pensar en Ingrid, hiciera lo que hiciese.

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