5
Arya
Desperté de la cama del hotel con una terrible desesperación. Ya llevaba una semana instalada en Bangkok y ese era mi primer día. Había una razón para que me sintiera así: mi abuelo. Él llevaba enfermo de cáncer cerebral desde hacía unos años y ya se encontraba en fase terminal, en la que no se podía hacer nada. Mi padre me lo comunicó el día en el que firmé el contrato.
Aprovechó que le llamé para informarle sobre que en breves instantes el acuerdo quedaría cerrado y me lo contó. Me enfadó que ni él ni mamá pensaran en mí. En vez de posponer la estúpida firma para que pudiera pasar los últimos días de vida de mi abuelo con él, prefirieron ocultármelo para no distraerme con eso y que así no me entristeciera. Lo que más me disgustó fue que ya no pudiese tomar un vuelo hasta California para poder acompañarle en sus últimas horas. La razón no era que estuviera a punto de acudir a mi primer día. Si fuese por eso, me habría importado lo mismo que nada y me habría cogido el primer vuelo hacia Estados Unidos de cabeza. Pero había algo que me ataba a Bangkok: el miedo. Tenía miedo a sufrir demasiado. Ya sudé bastante sangre durante su diagnóstico, y sabía que me arrepentiría toda una vida después, pero entonces aún era muy inepta como para darme cuenta de que el tiempo con mi abuelo era oro.
También había otro motivo para echarme para atrás y se trataba de una petición por parte suya. Me mandó hacer algo cuando él estuviera a punto de fallecer. Consistía en irme lejos. El objetivo de eso era imaginar que estuviese conmigo. Él quería que hiciera un viaje como los que hicimos en mi adolescencia.
En mi pubertad, la ansiedad y el estrés se apoderaron de mí y fui un descontrol. Me saltaba las clases del instituto para llorar en el parque. Sufrí de acoso escolar y eso me pasó factura en un futuro. Cuando las hormonas me revolucionaron entera, tuve una época —posbulling— en la que solamente pensaba en salir de fiesta y pasarlo bien con tal de llenar el vacío que sentía por mis inseguridades. Cuando él se percató, me condujo por el camino correcto a base de su amor y cariño. Así conseguí ser la heredera perfecta para Roselle's. Esa era otra razón para sentirme desencajada cuando mis padres montaron todo ese escenario para que me fusionara con Manoban.
Y, bueno, ese es un pequeño fragmento de mí que siempre se quedará conmigo. Mi abuelo fue parte de mi pasado. Por eso le obedecí e hice lo que me pidió. Acudí a M.T esa mañana con una sonrisa en los labios y fingiendo que él venía conmigo agarrándome la mano, tal y como solía hacer.
Al llegar, una mujer de estatura media y con el pelo negro se dirigió a mí apresuradamente.
—¡Buenos días, señorita Rose! —me saludó la mujer joven. La imité—. Me presento: mi nombre es Lawan Saechua, ¡para servirla!
—Será un placer trabajar contigo, Lawan. Tutéame, por favor.
—Lo mismo digo. Y ahora, si me permite, le enseñaré su despacho provisional.
En un ascensor subimos hasta la planta número cincuenta y cuatro. Me incomodó que aunque Lisa tuviera el mismo poder que yo, mi despacho estuviera por debajo del suyo.
En lo que nos dirigíamos a la habitación en cuestión, Lawan me habló un poco más. Parecía una persona charlatana.
—Dividirán el despacho de la presidenta Manoban en dos para que ninguna de las dos parezca superior a la otra —explicó.
Cuando lo dijo me sentí mal, llevando la contraria a los sentimientos anteriores.
—¿Se tomarán tantas molestias por mí? —inquerí.
—Oh, ¡no seas humilde! Ahora eres la gran jefa también —indicó Lawan con desenfado.
—Lo sé, pero no creo que eso sea necesario. Tampoco quiero molestar a Lalisa.
—¡No te preocupes, anda! —trató de restarle importancia.
Me reí por su gesto y me sentí conforme. Debía ser positiva y esa mujer definitivamente me sería de gran ayuda en cuanto a eso, a lo que le dije:
—Lawan, estoy segura de que nos llevaremos bien. —Sonrió y bajó la cabeza haciendo una reverencia.
[...]
El resto del día transcurrió velozmente. Lawan me mostró todas y cada una de las áreas sobre las que mandaría, como hizo Lisa anteriormente, solo que ella profundizó más y más. No fueron necesarias unas prácticas ya que conocía de sobra mi trabajo. No era una principiante —en verdad sí, pero quería hacerme la profesional.
Me resultó una tortura no poder saber cómo se encontraba el abuelo. No recibí ni una llamada ni un solo mensaje de ninguno de mis familiares. Eso me mantenía con una constante sensación de ansiedad que agotó mis fuerzas hasta el punto de que al terminar mi primera jornada, ya sentía que necesitaba vacaciones.
Eran las diez de la noche cuando comencé a recoger mis efectos personales y dejé preparado parte del trabajo del día siguiente. Me encontraba apagando el ordenador cuando mi teléfono y mi puerta sonaron justo a la vez. Descolgué la llamada de mi madre y la puerta se abrió dejando ver a una Lisa con una mirada indescifrable. No le presté atención; estaba demasiado ocupada tratando de hacer que mi madre hablara.
—¿Mamá?
Me mordí la uña del pulgar, con lo nervios de punta.
—Él ya se fue, cariño —anunció—. Dijo que te quería más que a nadie.
Eso fue lo único que escuché antes de tirar el teléfono con fuerza al suelo, escacharrándolo. Las lágrimas ya corrían por mis mejillas. Dios, no pensé que aquello fuera a doler tanto. Una vez el peso de la realidad cayó sobre mis hombros, lo hizo como si de un montón de rocas se tratara. Miré en dirección a Lisa, cuyos ojos se encontraban abiertos de par en par. Luego recordé lo mucho que su presencia me irritaba y con eso bastó para que cogiera mi bolso y saliera por patas del cubículo.
—¡Espera! —la oí decir, más no le hice caso.
Las puertas del ascensor se cerraron antes de que ella pudiera entrar. En unos segundos ya me encontraba en la planta baja. Salí del edificio a gran velocidad sin tener un rumbo fijo. No podía ir al Felipe, aunque fuese el único local que conocía de todo Bangkok. Solamente tuve la absurda idea de ir a cualquier bar lo suficientemente alejado como para poder despejarme al ir andando.
Finalmente me detuve frente a uno aleatorio que se veía lo bastante vacío y entré dentro. El camarero rápidamente me atendió. Allí cayó el primer trago de un líquido cualquiera. Todo fue con el propósito de olvidar, en vano, a mi abuelo. Y después de ese primer vaso, vinieron muchos más.
Jamás olvidaré la forma que tenía de sonreír cuando yo recitaba poemas sin tartamudear, de niña. O cuando ganaba alguna carrera en el colegio. Cuando por fin me gradué del instituto. Ese momento fue de los más significativos para mí. Superé penurias y complicaciones de todo tipo, entre las que se encontraban algunas como el fallecimiento de mi abuela. Lo superamos él y yo juntos. Ese día, me miró a los ojos como si fuese una joya.
Mi abuelo tuvo el poder de transmitirme el valor que él consideraba que yo tenía con tan solo mirarme con esos ojos tan grises como los míos que hacían que tuviera ganas de abrazarle. Sí, así es. Estaba completamente enamorada de mi abuelo. De lo mucho que nos quería a mí y a mi difunta abuela. Se notaba por cómo se le hinchaba el pecho de orgullo cuando me hablaba sobre ellos en su juventud. En una sociedad machista como la que era entonces, él fue de los pocos hombres que trató a las mujeres como iguales. Lo hacían todo juntos. Cocinaban, limpiaban, se organizaban económicamente. Todo era cosa de ellos dos. Llegó incluso a pedir una baja por paternidad para ayudar a mi abuela a hacerse cargo de mi madre y su hermana, que nacieron siendo mellizas. Eso ahora es algo que debería estar más que normalizado, pero en su época era de locos.
Me fascinaba la manera que tenía de pensar. Ese modo de ser diferente a los demás. Por eso es que comprendo cómo mi abuela vivió enamorada de él hasta sus últimos días. Y en ese momento, los dos ya deberían de estar juntos y felices de nuevo. Ese era el único rayo de felicidad que podía encontrar entre toda la conmoción que sentía.
Y entre lágrimas y sollozos, sentí unos largos dedos agarrar mi antebrazo con brusquedad, tirando de mí y casi haciéndome caer al suelo. Vi vagamente la silueta de una mujer joven con el pelo corto y negro. Era Lisa. Ella había venido hasta allí en mi busca. Pero, espera: ¿qué hacía ella ahí?
—¿Qué haces? —refunfuñé sin ser muy consciente de lo que decía. Mi entorno daba vueltas.
—Eso te podría preguntar yo a ti —farfulló con la molestia cargada en su voz—. Vamos.
Lalisa
No sabía qué era lo que la había hecho arrojar su teléfono móvil con una fuerza que hasta entonces daba por carente, pero estaba claro que algo grave era. Me dio en la nariz que tenía que ver con lo que habló por teléfono hacía una semana. Solamente pude oír un «él te quería». Con eso me fue suficiente como para comprender que un ser querido suyo se había ido.
Tras mi capa de insensibilidad, el pensar en la posibilidad de esa situación hizo que sintiera una presión en el pecho y empatizara, ya que yo sabía cómo se sentía eso. Quise correr hacia ella y abrazarla. Quise decirle que todo iría bien. Quise que descargara su dolor contra mí; pero nada de eso sucedió porque en un abrir y cerrar de ojos vi las puertas del elevador clausurarse con ella dentro de él. Ni siquiera bajando las escaleras de tres en tres fui capaz de alcanzarla. Y cuando llegué a la recepción, ella ya no se encontraba en Manoban Tower.
Busqué durante unas dos horas por todos los sitios en los que ella pudiera encontrarse. Tampoco podía ser muy lejos. En el Felipe no podía estar, porque sería muy obvio. Pero a pesar de la evidencia, investigué su presencia sin éxito de hallarla.
Finalmente caí en la cuenta de que podría rastrear la señal de su teléfono realizando una llamada. Tenía ese poder, ya que gran parte de Bangkok me pertenecía y podía realizar ese tipo de acciones gracias a unos contactos.
Su ubicación se mostró en un bar a unas manzanas de donde yo me encontraba.
Al llegar, me topé con alguien totalmente distinto de la Arya que conocí.
Ella era una mujer de una personalidad pasional y muy fuerte, que aunque mostrara sus miedos, nunca se podía quedar sin la última palabra; hecho que mostraba bastantes factores sobre su carácter. Pero aquella persona que me encontré sentada en frente de una barra y con los ojos hinchados de no parar de llorar se difería mucho de la primera nombrada.
Me vi en la necesidad de acercarme al camarero que la observaba con preocupación y preguntarle:
—¿Cuántas copas se tomó?
Él, con pesadumbre, respondió después de vacilar un par de segundos:
—Casi ocho.
—¡¿Casi ocho?! —Volví mi vista hacia Arya y la agarré del antebrazo y la obligué a levantarse para irnos. Ella me miró como si no me reconociera e hizo preguntas absurdas.
¿Cómo pudo aguantar tanto alcohol?
«Dios, Arya, ¿qué hiciste en tu juventud?» me pregunté como si ella no tuviera mi edad. Me refería a su adolescencia.
Pagué al camarero y me llevé en coche a Arya a la penthouse en la que vivía. No tenía ni la más remota idea de dónde se encontraba su casa o de dónde se había estado alojando, así que no me quedó más remedio.
No comprendía cómo no podía dejar sola a esa estúpida sin entrar en pánico. No la soportaba, pero de pensar en lo que le hubiese podido ocurrir por el mero hecho de ser mujer, hacía que mis vellos se erizaran. No quería que nada malo le sucediese.
Sabía lo que significaba, y solamente quería alejarme de ella antes de que fuera demasiado tarde.
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