IX.
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LOS DULCES 16
White tocó repetidamente la puerta de madera.
— ¿Siquiera sabes si ella está aquí? — preguntó James, escondiendo las manos en los bolsillos de la chaqueta de cuero que usaba — Pudo haber ido a hacer compras de último minuto.
—Mamá es demasiado organizada para hacer compras de último minuto — terció White, repiqueteando el tacón contra la cerámica con impaciencia.
Tocó la puerta otras tres veces, y al no obtener respuesta, sacó la varita. James parpadeó impresionado y miró sobre su hombro, asegurándose de que no había nadie cerca que pudiera verle emplear magia.
— ¿No te preocupan los muggles? — murmuró, moviéndose un poco para cubrir su cuerpo.
White se encogió de hombros, no dándole importancia a su preocupación.
— Me han visto hacer cosas peores.
— ¿Cómo cuáles?
— Llegar a casa a las 6 de la mañana en una camioneta hippie — recordó, inclinando su varita para que tocara el pomo de la puerta. Un pequeño as de luz salió de este, rodeando el óvalo dorado y cubriéndolo con una esfera púrpura — Te sorprendería lo mucho que desprecian por aquí las ideologías diferentes.
— No estés tan segura — James sonrió con picardía, sin creerle.
Un click rompió el silencio entre ambos. White se rio, guardando la varita en el bolsillo trasero de su pantalón mientras entraba a la casa, sus tacones resonando por el vestíbulo al caminar. A White siempre le gustó ese sonido, no le pregunten por qué, pero le alegraba escucharlo.
Tenía que concentrarse si quería encontrar a Atenea.
— ¿De verdad piensas que no salió? — volvió a preguntar James, descendiendo los escalones a la sala de estar. La chimenea estaba apagada y el ambiente era incluso más frío que en Grimmauld Place. Y la casa Black llevaba casi 10 años abandonada — El lugar parece desierto.
White se quitó la chaqueta, pasando su dedo índice sobre la repisa de madera encima de la chimenea, dejando que la magia y las protecciones de la casa terminaran de reconocerle. Cuando el fuego se encendió, White notó que James se sintió más cómodo, aunque aún miraba cauteloso en su dirección.
— Tiene un hechizo — explicó, sin prestarle demasiada atención. Olfateo un poco, detectando el aroma de la cena proviniendo de la cocina. Sonrió sin poder evitarlo — ¿Alguien acaso estuvo recordando nuestro viaje a Francia?
James arrugó el ceño.
— ¿Acaso eso es...?
— Ciervo asado, salsa de arándanos y champiñones silvestres — la voz de Atenea inundó la sala, y la mujer de baja estatura y piel trigueña miró a White con ojo crítico, sonriendo cordial hacía James — ¿Gusta de la caza, señor Potter?
James parecía muy incómodo.
— Me quedo con el pavo — decidió, revolviendo su cabello.
White tosió. Le daba risa ver su cara, aunque la confusión de la razón detrás de la actitud horrorizada de James no estaba clara. ¿Tenía algo que ver con la mención a la cacería? Cuando estuvo en el campamento hippie, la gente casi se le tiró encima el día que les dijo que su madre era aficionada.
— Hola, mamá.
Atenea se acercó, secándose las manos con un trapo de cocina. White intentó no llenarla de preguntas, dejando que besara ambas mejillas.
— No pensé que vendrías hoy — dijo, acomodándole el cabello. A White le gustaba el brillo maternal que tenía Atenea cuando le veía — Menos con compañía. ¿Desean cenar?
James miró a White, como esperando alguna respuesta de su parte. Podía decir que, después de su reacción a lo del ciervo, no apreciaría que aceptara la oferta por ambos.
Negó.
— Ya cenamos, mamá, no te preocupes — dió un apretón al hombro de su madre, queriendo mantenerle presente que le debía una conversación. Se dió la vuelta, divirtiéndose ante las muecas que hacía James.
— Yo... De hecho tengo que ir al baño — White intentó no reírse, James parecía dispuesto a todo por evitar el ambiente incómodo.
— Arriba, por el pasillo a la izquierda, la puerta del fondo — indicó Atenea.
James levantó ambos pulgares, desapareciendo rápidamente por las escaleras.
Atenea le dió una mirada reprobatoria.
— ¿Qué? — White bufó, sintiéndose ofendida — No quería que se quedara solo en esa casa. Da miedo.
— Estuve ahí cuatro años, Altair — Atenea negó con la cabeza, alejándose hacía la cocina. White la siguió, sacándose el abrigo y colgándolo en el perchero — Sé lo aterradora que es. ¿Podrías colocar el Bûche de Noël dentro del refrigerador?
White obedeció, llevando el postre al lugar indicado. Sus ojos se detuvieron en el patio, donde una fogata estaba encendida cerca del roble con su vieja casa del árbol.
— ¿Por qué hay una fogata allí, mamá? — preguntó, los labios junto en una línea recta al dirigirse a su madre. Ella nunca colocó una fogata desde el incidente de White. O si lo hizo y se lo perdió. Pasaba vacaciones de invierno en Hogwarts, después de todo.
Atenea cortó una rebanada del ciervo asado, vertiendo un poco de salsa de arándanos encima. Parpadeó, extrañada de su pregunta.
— Siempre encendemos una fogata, Altair.
— No — White sacudió la cabeza — Dejamos de hacerlo con mi accidente. No encendemos la fogata desde que tenía 5 ¿Recuerdas? Me daba miedo estar cerca del fuego.
— No, querida — Atenea desdeñó el comentario, acercándose otra vez y rodeándole en un abrazo — Ya hablamos de esto, no sufriste ningún accidente.
— ¿Eh?
— Tuviste una pesadilla — Atenea peinó su cabello, suspirando con pesar — Solo fue una pesadilla, Altair. No había fuego ese día.
— ¡Por supuesto que había! — protestó con indignación — Pasé años en San Mungo, mamá. ¿Cómo va a ser eso una pesadilla?
El sonido que provocaba los zapatos de James al tocar la cerámica de la escalera interrumpió la respuesta de Atenea. White se alejó, la sensación del mareo le apretó la garganta en respuesta a las cosas que le decía.
¿Cómo que no había sucedido? Su accidente fue real. Lo recordaba a la perfección. Los casi 6 años internada en San Mungo no fueron una invención de su mente. ¿Por qué Atenea no parecía recordarlo?
— Su baño tiene... muchas cosas que no tenía idea que existían — dijo James al entrar a la cocina, procurando que solo White lo escuchara. Ella sonrió con desgana, mordiéndose la uña del dedo pulgar pensativa. James frunció el entrecejo al notarlo, colocando su mano sobre la de ella y alejándola de su boca — ¿Pasó algo?
— No, estoy bien — mintió, tirando del borde de su camiseta — Mamá solo me recordaba nuestra tradición de cenar cerca de la fogata.
James ladeó la cabeza, entrecerrando los ojos al ver por la ventana.
— Oh, esa es una tradición interesante.
— Está cerca de mi casa de árbol — White se encogió de hombros, empujando la puerta corrediza. Atenea no dejaba de mirarla, logrando que se sintiera incómoda — ¿Quieres verla? No he estado allí desde los 12.
— Seguro — James sonrió, siguiéndola por el patio.
White procuró no resbalar en el sendero de piedra, asegurándose de ver donde pisaba para que su tobillo no decidiera que era buena idea doblarse. El piso estaba algo empapado por la nieve, lo que le obligó (no se quejaba, en realidad) a sostener la mano de James mientras caminaban.
— ¿Comían ciervos? — dijo James de pronto, cuando llegaron al árbol. Atenea acababa de salir de la casa, el plato en su mano. —Ya entendí por qué eres vegana.
— ¿Eres aficionado a los ciervos? — White se rió al ver la mueca que tenía — Pareces muy perturbado.
— Solo un poco — aceptó, sacudiendo los hombros. White de mordió el labio para contener la carcajada — No me puedes culpar. Las personas normales comemos pavo de Navidad ¿Sabes?
— ¿Entras en la categoría de persona normal? — se burló ella.
James rodó los ojos.
— ¿Subirás o no?
White le sacó la lengua, inclinándose para quitarse los tacones. Se los tendió a James y subió por la escalera de madera, asomando la cabeza y dándole una mirada rápida al lugar. No había nada que pudiera avergonzarle allí, por lo que no tardó en subir del todo y esperar que él le siguiera.
— Es una bonita vista — aceptó James, agachándose para no golpear su cabeza con el techo.
White se sentó al borde, sus piernas colgando fuera. James le imitó, dejando los tacones de White junto a él.
— Venía aquí cuando comenzaba la aurora — susurró White, sonriendo a las estrellas que bailaban en la oscuridad del pavimento negro — Aún más cuando discutía con mamá. Me hacía sentir... no sé, libre. Como si fuera dueña de mi vida. O del mundo, lo que sirviera para hacerme sentir mejor.
— Tenía uno de esos — James soltó una risa ahogada al recordarlo — Rose lo utiliza ahora, pero lo descubrí a los 7 y lo declaré mío. Era como un ático, pero no era el ático. El ático estaba arriba de el. Lo llamé la Torre. Había una escalera colgando del techo de mi habitación y yo iba cuando mis padres tenían que asistir a un evento importante del ministerio.
— ¿No te gustaban las túnicas? — adivinó White, estudiando la ropa informal que usaba.
— Los odiaba — confesó, provocando la carcajada de White — De verdad, pensaba que eran la cosa más horrorosa que los magos inventaron. Mamá me obligaba a ponérmela y no importaba el berrinche que le hiciera, yo terminaba con esa cosa puesta y asistiendo al evento.
— No te imagino en una gala del Ministerio — se burló White, tosiendo para calmar la risa.
— Eso es conmigo ahora — James sacudió la mano, haciendo énfasis en sus palabras — Imagíname a los 7 años. Los funcionarios me odiaban. Siempre les arruinaba la fiesta.
— No pareces de los que arruinan fiestas.
James sonrió.
— Eso empezó cuando fui a una fiesta de verdad, no esas galas aburridas... No le digas a nadie que dije eso — advirtió, señalándole con el dedo índice — Se supone que ahora soy "responsable" y "un adulto".
— Se supone — repitió White, conteniendo una sonrisa.
— Altair — llamó Atenea, dejando el plato vacío cerca de una mesilla. La luz que irradiaba la fogata mandaba una luz extraña a sus ojos — ¿Quieres dar las gracias?
Ella sostenía un par de estatuillas. White obligó su cerebro a recordar el porqué de ellas. Al hacerlo, bufó.
— Tráelas, por favor, desde aquí podemos lanzarlas.
— Espera — James le miró extrañado — ¿Qué lanzaremos?
— Estatuillas — explicó White, atrapando los dos pares que Atenea lanzó a ambos — Una de ellas representa lo malo y la otra representa lo bueno. Damos las gracias por ello al lanzarlas al fuego. La primera que se queme, es lo que tendrás este año nuevo.
— ¿Y lo lanzas desde aquí?
— Me da pereza bajar — bufó. La verdad era que necesitaba distraerse antes de volver a enfrentar a Atenea. Definitivamente no quería que la tratara de loca otra vez — ¿A la de tres?
James asintió. Ambos se acomodaron mejor y contaron en voz baja hasta tres. White lanzó ambas estatuillas y miró a James de reojo. Él le imitó con tanta fuerza y rapidez que tuvo que convencerse que el pequeño latigazo del fuego atrapando una de las estatuillas, antes de que pasaran de largo, había sido real.
— ¿Cómo hiciste eso?
Él parpadeó, fingiendo confusión.
— ¿Hacer qué?
— ¿Hicir qi? — lo imitó de forma infantil. James colocó los ojos en blanco — El fuego atrapó una de las estatuillas. Iba a pasar de largo, y la atrapó. ¿Cómo hiciste eso?
— No sé de qué me hablas.
Pero usó ese tono. Ese tono de que él sí sabía de lo que estaba hablando y no quería decirle. No era la primera vez que lo escuchaba de James, primero fue San Mungo y luego fue la llegada de los chicos a Grimmauld Place, cuando el fuego se agitó, como si reaccionara a las emociones de James.
Así que White hizo lo mejor que le salía hacer: ignoró lo sucedido hasta estar solos y bajó de la casa del árbol, él a sus espaldas completamente cauteloso de sus movimientos.
Se despidieron de Atenea y volvieron a Londres. A propósito, White calculó mal la distancia y aparecieron unas cuadras antes, en un callejón desierto, obligándoles a caminar a la sección de casas de Grimmauld Place. Eso les daría tiempo de charlar, o al menos el que creía suficiente para que hablara. Podía ser muy convincente.
— El fuego se movió — declaró.
— No lo hizo — James cruzó los brazos, la irritación falsa de su tono estaba delatándolo.
— Vi que se movió, y no soy yo quien usa gafas — espetó, con la cerca arqueada. Ignoró el gesto ofendido que recibió en respuesta y se mantuvo firme — Sólo dime cómo lo hiciste. ¿Fue un hechizo? ¿Magia no verbal?
— De verdad, no sé de qué hablas — él suspiró por lo que pareció una duodécima vez.
— Tienes dos opciones, Potter — siseó, alzando su dedo índice y corazón — O me dices, o lo averiguo a mi manera. Creo que no quieres que esté por ahí haciendo preguntas.
Ambos se detuvieron a mitad de una plaza repleta de niños. La nieve caía suavemente y las voces infantiles no dejaban paso a otra clase de sonido, mientras corrían y llamaban a sus padres. White supo que tocó un lugar sensible al verlo a los ojos.
— Bien, vale, te diré — James suspiró exasperado al notar su expresión de victoria. Él se agachó y tomó una piedra del suelo — ¿La ves? — entonces cerró su puño, y entre sus dedos se vislumbró los destellos anaranjadas. Al abrir la palma, la piedra ya no estaba.
— La dejaste caer — fue la primera reacción de White.
— No la dejé caer — James parpadeó ofendido.
— Magia sin varita.
— ¿Tengo cara de ser bueno en la magia sin varita? — esta vez, una sonrisa juguetona reemplazó su anterior gesto — Eso me halaga, White.
— ¿Qué hiciste? — inquirió, con un bufido.
James miró a un lado. Nadie les estaba prestando atención, ya que los únicos presentes eran los padres de los niños que hacían muñecos de nieve o no jugaban en los columpios muggles.
— Yo le llamo: controlar el fuego — cinco llamas pequeñas flotaron desde la uña de los dedos de James, moviéndose de un lado a otro con su mano — Lo hago desde los 16. Apareció con el tatuaje.
— ¿El tatuaje? — repitió White, incrédulamente.
James asintió, mordiéndose el labio inferior.
— No me lo hice — confesó, encogiéndose de hombros. Escondió las manos dentro de los bolsillos de la chaqueta — solo apareció un día, de la nada. Desperté y ahí estaba. A mis padres no les gusto, tal vez porque sabían lo que significaba tenerlo.
— El fuego — susurró White. Ahora comenzaba a tener sentido todo lo que sucedía — Se mueve cuando pierdes el control — James volvió a asentir, parecía estudiar su reacción. White estaba demasiado perdida en sus pensamientos para notarlo — La medimaga, tu ex...
— Nunca te dije que fuera mi ex.
— Es obvio que es tu ex — White lo miró, claramente pidiéndole que no le tratara de tonta — Ella dijo que podría haber muerto si no tú no hubieras estado ahí. No fue solo porque me llevaste a San Mungo ¿Cierto?
James no respondió al principio. Solo asintió con lentitud. White no podía saber lo que él estaba pensando, pero parecía lo suficientemente importante para callar de nuevo.
— Antes de entrar a San Mungo contuve la maldición — dijo, haciendo una pequeña mueca — no se expandiría del abdomen hasta que Mary te atendiera. Protego Diabolica es mi especialidad, aunque suene tétrico.
— Controlas el fuego.
White estaba anonadada. Los magos excepcionales tenían habilidades especiales, la historia era un gran registro de aquello. La magia de James reaccionaba violentamente a cada estímulo que le hacían, White lo notó desde el principio, con la forma que se movió ante el irrespeto de los ebrios del bar y la discusión entre él, Molly y Sirius su primera noche en el cuartel. Pero esto era otro nivel.
De verdad, otro nivel.
— Eres la primera persona que reacciona así — James ahogó una risa, divertido — Solo se lo he dicho a alguien antes, y no estaba muy feliz que se diga.
— ¿No sabían tus padres?
— Del tatuaje sí — James suspiró — Nunca les conté del fuego. Solo quería que dejaran de tratarme como si fuera a morir al día siguiente.
— ¿Harry y Rose lo tienen también? — preguntó. James parpadeó desconcertado — Dijiste que tus padres podrían saber lo que significaba el tatuaje, tal vez porque lo vivieron. ¿A Harry y Rose les podría suceder?
— Me he estado preguntando eso desde que nacieron — James bufó con desgana — No se ha manifestado. Aunque aún no están a tiempo. A mi me sucedió a los 16, siempre supuse que si pasara a ellos, sería a esa edad también.
— Pero ¿De dónde viene? No puede aparecer solo porque sí.
— ¿Te soy sincero? — James levantó la barbilla. Acababan de detenerse en la esquina de una plaza. Había niños por doquier. Su mirada avellana había vuelto a ser cautelosa, sin embargo, ya no quería insistir respuestas — No tengo la menor idea.
White sacudió la cabeza. Era alucinante y él ni siquiera sabía de dónde provenía aquel poder. ¿Por qué no le sorprendía el poco interés?
Una bola de nieve se estrelló en su cara.
Escuchó las risas de los niños, que habían presenciado el ataque de primera mano. James también se reía, siendo el culpable. Un poco de nieve se escurría en su mano, lo que lo delataba.
White lo miró con fingido reto.
— Eso estabas buscando ¿Eh, Potter?
Se agachó y hundió su mano en el suelo, lanzando hacía él todo lo que podía tomar. Una guerra de bolas de nieve se formó, los niños completamente encantados del desorden y los padres mirándoles con desaprobación por el comportamiento infantil que ambos tenían.
James corrió hacía White, alzándole del suelo y cargándole como un costal de papas. Hizo una reverencia a los niños, que se rieron a más no poder de la situación, y comenzó a alejarse.
No llegó muy lejos porque White pataleó lo suficiente para hacerlo tropezar y caer de espaldas, ella sobre él.
— Mi columna vertebral te odia — se quejó James, con la voz ahogada.
White colocó cara de inocencia.
— Si un mortifago intenta atacarme, mis piernas saben donde pegar — se burló, riéndose al ver la cara ofendida de James.
Al final, ambos terminaron riendo, el vaho de sus respiraciones mezclándose por su cercanía.
— Gracias — susurró James.
— ¿Por qué?
— Hiciste de mi noche aburrida adulta una noche menos aburrida y adulta.
White sonrió, quitándole un mechón rebelde de la frente. Volvió a caer, pero eso solo lo hizo ver más atractivo.
— Es lo más extraño por lo que me han agradecido.
James decidió que tenía otra manera de agradecerle.
Porque la besó.
Y White disfrutó cada segundo de ese beso.
— ¡Mamá, hay dos señores fornicando en el suelo!
Ambos se separaron de golpe. Las actividades de la plaza se detuvieron ante el chillido del niño.
— Deberíamos irnos ya, ¿no? — preguntó White, desconcertada. Se colocó de pie y ayudó a James.
Cuando la mamá del niño captó los gritos de su hijo, y soltó uno propio de indignación, James tomó su mano y tiró de ella.
— Definitivamente. ¡Corre!
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